Que no se mueran mis escritores muertos
Hay que agradecer que se publique la novela ‘En agosto nos vemos’, de García Márquez, aunque esté incompleta, aunque él no haya sabido terminarla. Nos corresponde a los lectores saber cómo se lee un libro semejante
A finales de la feria del libro de Bogotá, una lectora de unos setenta años quiso saber mi opinión sobre la noticia que acabábamos de recibir: el año próximo se publicará una novela inédita de García Márquez. Se trata de En agosto nos vemos, un manuscrito del que ya muchos habíamos oído hablar: García Márquez duró varios años dándole vueltas a la historia, y llegó incluso a leer algunas páginas de una encarnación temprana en una rarísima aparición pública, pero no logró terminarla antes de que su memoria quedara estragada por la enfermedad. Esta novela fue uno de los últimos intentos que hizo por vencer sus propias limitaciones; pero, aunque logró terminar sus memorias y una novela breve en los últimos años de su vida, la forma final de En agosto nos vemos se le siguió escapando. Escribir ficción, y sobre todo esa forma tan exigente de la ficción que es una novela de cierta complejidad, es imposible sin memoria.
Pues bien, la lectora de la feria opinaba que la novela no debía publicarse. Si García Márquez no la publicó nunca, si no la terminó por no saber cómo hacerlo, ¿tenemos nosotros derecho a conocerla? ¿No es eso violar la voluntad del escritor? Esta lectora se había indignado por las imbecilidades en serie que han cometido recientemente las editoriales de lengua inglesa contra los libros de gente como Roald Dahl o Agatha Christie o el pobre Ian Fleming, y me preguntó por qué, si rechazamos esos atentados contra las palabras de un autor que ya no puede defenderlas, nos va a parecer bien que se publique lo que un autor no dio a la imprenta. Me pareció un argumento inteligente; y el hecho simple de que esta mujer se pusiera del lado de los autores muertos, y por lo tanto en contra de la tontería reinante en nuestro mundo, me pareció conmovedor, y le hubiera dado la razón de buena gana. Pero en este caso no pude hacerlo: porque la noticia sobre la publicación de En agosto nos vemos me había llenado de alegría íntima, y hubiera sido una hipocresía decir cualquier otra cosa.
Sí, yo agradezco que se publique esta novela. Aunque esté incompleta, aunque García Márquez no haya sabido terminarla, aunque no haya dado autorización para que saliera a la luz. Le dije a la lectora que justamente por todas esas carencias nos correspondía a nosotros, los lectores de García Márquez, saber cómo se lee un libro semejante: saber mientras leemos que no es definitivo, y que no pertenece por lo tanto al mismo orden de las cosas donde existen las novelas que García Márquez publicó en vida. En otras palabras, nos corresponde ajustar los lentes de lectura; pero nunca me parecería preferible que se me privara del contacto con la obra inacabada de un gran artista. No voy a hablar del cariño que les tengo a las esculturas en borrador de Miguel Ángel, que justamente porque están a medio hacer nos permiten una ventana maravillosa que da directamente al taller. Limitémonos a la literatura para decir lo que dije cuando apareció una novela de Hemingway casi reescrita por su hijo, por ejemplo, o esa novela de Louis-Ferdinand Céline: la obra extraviada de un antisemita que, aparte de ser un antisemita, era un escritor enorme. En todos esos casos dije lo mismo que digo en éste: denme el libro, que yo decidiré cómo leerlo.
No creo que me suceda lo mismo con todo el mundo. Pero García Márquez no es todo el mundo: es un escritor que transformó para siempre mi manera de relacionarme con mi país, y además, junto a siete u ocho escritores más, transformó nuestra lengua, nuestra tradición y la cultura de nuestro continente latinoamericano. He estado pensando en eso con frecuencia en estos días, pues de todo aquello hace más o menos sesenta años: lo que ahora llamamos boom latinoamericano comenzó más o menos entonces. ¿Pero cuándo, exactamente? Algunos dicen que fue con la publicación de La ciudad y los perros, la novela de un peruano jovencísimo, que había recibido en las últimas semanas de 1962 el premio Biblioteca Breve. Otros, que fue con la extraordinaria coincidencia en espacio de pocos meses de El siglo de las luces, La muerte de Artemio Cruz y Rayuela, que apareció a mediados de 1963. Los historiadores de la literatura han escrito hasta el hartazgo sobre este fenómeno, pero todavía no logran ponerse de acuerdo sobre el momento preciso en que estalló lo que estalló.
¿Y qué fue aquello? ¿Qué fue lo que comenzó? Desde luego, no la ficción latinoamericana, que había producido un puñado de obras señeras en el primer cuarto del siglo y llevaba inventando francas maravillas por lo menos desde los años 40: cuando Borges publicó Ficciones y El Aleph. De los años 50 son milagros como La vida breve, de Juan Carlos Onetti, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo; para cuando aquel peruano jovencísimo recibió el premio de marras, ya habían aparecido los cuentos de Bestiario y novelas como La región más transparente y El coronel no tiene quien le escriba. De manera que no es que se haya creado el universo donde antes solo había un oscuro vacío, como creyeron tantos lectores despistados de esos años. Y, sin embargo, a comienzos del 63 la gente estaba dándose cuenta de que algo sucedía por primera vez, o de que algo se estaba transformando de manera tan notoria que era difícil no ceder a la impresión de las fundaciones.
Yo soy hijo de esa transformación. Y esos libros son parte del paisaje mental de cualquiera de ustedes, lectores de mi lengua, y hablamos de ellos como se habla de los clásicos, porque eso es lo que son sin duda. Es más: esos escritores y esas novelas se han vuelto presencias tan cotidianas, y nos hemos acostumbrado tanto a su compañía, que es fácil olvidar la profunda revolución que constituyeron entonces. He dicho mil veces que lo daría todo por volver a leer Cien años de soledad por primera vez: ésta tiene que ser la más grande frustración de todo lector dedicado, pues es realmente el único deseo imposible: nunca se vuelve a descubrir lo que ya se ha descubierto. En realidad, mi deseo mayor sería leer Cien años de soledad por primera vez, pero además hacerlo en 1967, en el mundo donde apareció la novela para sorpresa de todos, en el mundo que la novela puso patas arriba y donde su título empezó a pasar de boca en boca con la celeridad de una calumnia.
Quizás todo esto que he escrito no es sino una elaborada manera de agradecer la publicación futura de En agosto nos vemos: agradecer que a mí, que he crecido como lector y novelista en el mundo donde estos nombres han publicado sus libros, me dejen seguir teniendo el inmenso placer –o el descubrimiento privilegiado– de sus libros desconocidos. Yo era apenas un niño cuando murió Cortázar y un adolescente cuando murió Borges, pero la muerte de Fuentes y la de García Márquez me sorprendieron con plena conciencia del vacío que se abrirá ante nosotros cuando el último de la generación, Vargas Llosa, ya no esté. Un escritor muere dos veces: cuando muere y cuando dejamos de leerlo. Y yo no quiero que los escritores que me importan se me sigan muriendo después de muertos.
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