Polémico Calatrava
Encuentro con uno de los arquitectos más controvertidos del mundo en su cuartel general de Zúrich
Un día de calor angustioso, a orillas del lago de Zúrich, una araña comienza a trepar por la camisa sudada de Santiago Calatrava. Al principio, no se da cuenta y prosigue con la explicación de su tesis doctoral, Acerca de la plegabilidad de las estructuras: “Estudié la capacidad de los cuerpos platónicos de transformarse en un plano, y de un plano en una línea”. Desde el jardín de su casa se oyen los gritos de los bañistas ahí fuera. El arquitecto e ingeniero, abotargado bajo la canícula, se encuentra a los pies de una escultura, una de tantas que decoran su parcela. Las obras recuerdan a caracolas informes. El resultado de aquellos experimentos de juventud: “Me movía con parámetros muy al límite”, prosigue, hasta que el arácnido lo devuelve a la tierra. “¡No pasa nada!”, exclama. Y recita en francés: “Araignée du soir, espoir”. Como si el pobre bicho simbolizara su destino. Son cerca de las cinco de la tarde. Una araña a esta hora, traduce, es sinónimo de esperanza.
Calatrava habla seis idiomas. En todos ellos, y alguno más, los titulares de los diarios le han convertido en los últimos años en uno de los arquitectos más polémicos del mundo. Con epítetos de todo tipo, desde un “imbarazzante serie di errori” (embarazosa serie de errores), sobre su puente en el Gran Canal de Venecia, hasta el que quizá mayor difusión ha tenido: “A star architect leaves some clients fuming” (un arquitecto estrella deja a algunos clientes echando humo), publicado en The New York Times en 2013. Palabras mayores. El reportaje daba cuenta de la creciente litigiosidad de sus proyectos. Sobrecostes, retrasos, resbalones, goteras. De todo ello se había escrito en España. La inquietud comenzaba a trasladarse al otro lado del charco. Su obra en la Zona Cero de Nueva York, un inmenso intercambiador subterráneo coronado por dos alas a los pies de los nuevos rascacielos, acumulaba cuatro años de retraso y los peores augurios elevaban el coste final a 4.000 millones de dólares. El doble de lo presupuestado.
Mi relación con España no ha sido tan complicada. Era un tiempo en el que se construía una barbaridad. Y muy deprisa”, dice Calatrava
Ante la avalancha, Calatrava optó por esconderse. Cuando recibe a El País Semanal en Zúrich, la estrategia ha cambiado. En un momento dado dirá que al principio se resguardó en “la fortaleza del silencio”. “Pero si uno se refugia y otros lo están apabullando, al final tienes que decir: ‘¡Coño! Venga usted y mire. No es lo que dicen, exageran”. En el momento de la entrevista, Calatrava ha salido indemne de la mayor parte de litigios. Absuelto en Venecia, donde la fiscalía le reclamaba sobrecostes; desimputado en Castellón y Mallorca, donde se le acusó de haber cobrado por proyectos que no se construyeron; victorioso (parcialmente) en Valencia, donde reclamó una indemnización por el daño ocasionado en su imagen desde la web calatravatelaclava.com. Llegó a un acuerdo extrajudicial con una bodega en la Rioja Alavesa, descontenta con su actuación. Aún colea, en su contra, la condena de 2,9 millones de euros por la imposibilidad de fijar una cubierta móvil en el Palacio de Congresos de Oviedo. Ha recurrido el caso al Tribunal Supremo.
Calatrava ha comenzado una política de puertas abiertas, pero vigilada. Ha contratado un nuevo gabinete de comunicación, cuya directora lo escolta en todo momento. Durante dos días, el arquitecto muestra su casa, su estudio, su taller, sus primeras obras en Zúrich. Siempre con Mike Pfister, director de su despacho, a un palmo del oído. No rechazará ninguna cuestión. Incluso se adelantará a ellas decidido a dar su versión. Sobre su relación con España, por ejemplo: “No ha sido tan complicada. Si haces la síntesis, puedes decir: era un tiempo en el que se construía una barbaridad. Y deprisa. Uno solo es el arquitecto, perdonen. No soy el responsable de la cola de los ladrillos de la coña que ha puesto ahí alguien. La idea del arquitecto capitán de barco y responsable de todos los marineros es extemporánea”.
Antes del encuentro en Zúrich, un profesor de estructura de la Escuela de Arquitectura de Madrid, con experiencia en la construcción de grandes infraestructuras, había señalado el agujero por donde la trayectoria de Calatrava comenzó, a su juicio, a hacer aguas: “Ha muerto de éxito. Cuando tienes muchas obras a la vez, llega un momento en que pierdes el control”. Sus críticos argumentan que ningún otro creador de primera fila acumula una reiteración similar de errores, retrasos y sobrecostes. Con un añadido: la mayoría de sus obras se han erigido con dinero público. Más de 1.700 millones de euros en España, el país donde más ha construido. Quizá por eso, el profesor de estructura sugirió una palabra con la que enfrentarse al arquitecto: “Autocrítica”.
Con ella en la cabeza, llegamos una mañana a una mansión que perteneció a una familia cervecera de Zúrich. Su estudio. En el interior hay una chimenea fechada en 1692, los suelos crujen y se respira burguesía europea de otro tiempo. Mike Pfister, su mano derecha, explica que el arquitecto no se encuentra. Sigue unas rutinas marcadas. Se levanta a las 5.45, hace deporte junto al lago, desayuna y dedica tres horas a pintar y a crear a solas en casa. Se deja caer por el despacho a mediodía. Durante la espera, Pfister, de origen alemán y ex trompetista clásico, cuenta que en dos días volará a Valencia, para supervisar la recolocación del trencadís en el Palau de les Arts, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Esta vez, añade, lo fijarán “siguiendo un estricto control de calidad, con pruebas de resistencia tres veces superiores”. A esta reparación se comprometieron el estudio de Calatrava y la constructora; ambos sin reconocer su culpa y asumiendo los costes.
Según Pfister, su jefe es un chivo expiatorio. Él lo tiene en muy alta estima: “Es uno de esos artistas completos como Da Vinci”. Hay más personas con esa opinión. Pero no es unánime. Al contrario. En octubre de 2007, Calatrava dio una conferencia en la Universidad de Yale. Apenas habló. Se subió al estrado. Y, mientras sonaba música de Bach, pintó acuarelas durante una hora. Sus trazos se iban proyectando al auditorio. Uno de los presentes asegura que el rector de Yale, al concluir, le susurró al oído: “He visto a Miguel Ángel”. El año pasado, otro de los asistentes, el arquitecto Peter Eisenman, recordó la conferencia en un coloquio: “No me lo podía creer. Qué arrogancia. Estábamos ahí sentados viéndole pintar”.
Sus diseños contenían errores. Le salvó mi ingeniero de estructuras”, asegura el director de una de sus obras
La visión polarizada sobre Calatrava ha alcanzado su cota máxima en Nueva York. Hace poco, Daniel Libeskind, director del plan para la Zona Cero, comparó al español con Bernini: “Pocos saben que se le cayó una torre en el Vaticano. Pensó que su carrera no remontaría. Pero ahora miramos atrás y decimos: ‘Guau, qué arquitecto’. Hay que darle tiempo”. En cambio, otro reputado arquitecto, el fallecido Michael Graves, ridiculizó así al español: “Os haré unas alas y la estación costará 4.000 millones”. Da la sensación de que Calatrava se desenvuelve por el mundo con el aura del genio y del encantador de serpientes a partes iguales. Este, en el fondo, es el enigma Calatrava.
De vuelta en el interior del estudio, su voz de predicador surge de la sala de reuniones. Se encuentra de espaldas. Resulta corpulento. Habla en francés a uno de sus discípulos mientras dibuja en una pizarra. “Es un puente doble para China”, explica en español. Acto seguido se dirige a Pfister en alemán. Luego vuelve al francés, como si todas las lenguas fluyeran en su cabeza por un mismo río: “Pienso que la solución es esta. Hay que celebrar los enlaces aquí abajo”. Y finalmente, en español: “A los chinos les gusta casarse en un templo y hemos habilitado un hueco en el puente”. A partir de ahí comienza a divagar: “Es un puente religioso; religión viene de religio, religare, relictum. Ligar. La palabra y el puente crean vínculos. En latín, el puente religa. Y de ahí viene el máximo pontífice, capaz de hacer cosas sagradas”.
Calatrava suele atacar con este tipo de reflexiones. Lo que él hace, parece decir, no es más que seguir una tradición de artistas a lo largo de los siglos. Las uniones, la religión, el latín. Los puentes. El arquitecto e ingeniero español arranca la hoja de la pizarra. Su primera obra en el gigante asiático; sus intereses se desplazan a Oriente: en Doha prepara un nudo de túneles y puentes de proporciones elefantiásicas cuyo presupuesto ronda los 12.000 millones de euros. El discípulo se retira y Calatrava comienza una visita guiada por su estudio, donde trabajan medio centenar de personas. Se encuentra bastante vacío: están de vacaciones. En una mesa descansan los utensilios de Hans Peter, a la vieja usanza, sobre planos a lápiz. Es su colaborador más antiguo. El único capaz de enfrentarse a los bocetos crudos de Calatrava. Llevan 29 años juntos. Es sordomudo. “Otros se paran delante de la barrera, al no entender qué quiero decir con unas rayas”. Calatrava solo dibuja a mano. No usa ordenador. “El funcionamiento de un puente lo tienes que poder calcular en una cuartilla. Es la prueba de fuego. Lo que no entre en ella es complicado: fuera”. Tampoco tiene carné de conducir.
En una esquina de su despacho hay una mesa con base antropomorfa. Ha diseñado una veintena; quiere llegar a 30, “como las Variaciones Goldberg” de Bach. En la otra esquina se yergue un caballete junto a un autorretrato de su hijo Gabriel, también arquitecto. Enfrente se encuentra el diploma de consultor del Consejo Pontificio de la Cultura del Vaticano (lo es desde 2011). Y en la estantería se alza una copa vieja. La ganó su tío, diestro en el manejo de palomos. “Competía para ver quién era capaz de cautivar a la paloma”.
Su obsesión por esta ave recuerda al trineo Rosebud de la película Ciudadano Kane. Las palomas, podría pensarse, son la España de su infancia. La tierra donde surgió, según él, un foco de “calumnias”. Antes de las obras, solía dibujar su terminal de la Zona Cero como una paloma desplegando las alas. El día que empezaron las excavaciones, su hija Sofía liberó un par de ellas desde la tribuna. La imagen dio la vuelta al mundo, con la sonrisa desencajada de Hillary Clinton y el rostro de felicidad superior de Calatrava en el centro. Él mismo enseñó a la pequeña a sujetar las aves aprisionando sus patitas entre los dedos. Acababa de plantar su sueño en el epicentro de Occidente.
No voy con una metralleta detrás de los trabajadores: ‘¡Oiga, pónganme el asfalto, mire que va a filtrar!’. Uno se fía”, según el arquitecto
Nacido en 1951 en Benimámet (Valencia), fue el más pequeño de cuatro hermanos, todos mucho mayores. Su padre, dedicado a la exportación de cítricos, murió cuando tenía 12 años. Y suele explicar su amor por las artes recordando su primera visita al Museo del Prado junto a él. Luego, las cosas cambiaron. “Tenía unos tíos que vivían cerca. Sin hijos. Me crie con ellos. Su casa parecía el arca de Noé, con vacas, cerdos, caballos, mulos… En lo alto había un palomar, con centenares de palomos; entrabas y, ¡uh!, estaban todos revoloteando”. De crío se pasaba el día dibujando palomas. A los ocho años lo inscribieron en la Escuela de Artes y Oficios. A los 13 comenzaron a enviarlo en verano con una familia suiza para aprender francés. A los 17 viajó a París. Quiso estudiar Bellas Artes, pero las revueltas de Mayo del 68 mantenían cerrada la escuela. Volvió a Valencia. Enseguida se matriculó en Arquitectura. Tuvo una revelación yendo a comprar pinceles: en el escaparate vio una imagen de un edificio de Le Corbusier. Su vivienda en Zúrich se encuentra a un paso de la única obra del reputado arquitecto en la ciudad.
Prosigue la visita al estudio. La antigua casa del portero ha sido convertida en taller. Hay una estancia con artesanos dedicados a materializar sus ideas: esculturas, muebles, lámparas. En otra, un carpintero ultima una maqueta de la estación de la Zona Cero. “Hubo un momento en el que era la obra más difícil del mundo”. En la planta de arriba se encuentra Philip: “Yo le pongo los problemas, él aplica las soluciones”, dice Calatrava. Muestra el prototipo de una iglesia “ecuménica”. Su cubierta cambia al apretar un botón: de la estrella de David a la cruz cristiana y a la luna del islam. Finalmente exhibe lo que denomina “piezas de arte vinculadas a la arquitectura”, unos cuadros de gran formato cuyo motor acciona unos listones metálicos rígidos. Si uno los mira fijamente, provocan un extraño efecto de mareo. Y emiten un leve siseo de serpientes al acecho. Como si se tratara de un juego hipnótico.
Volveremos a verlos en su casa. En cantidades ingentes en la segunda planta, un pequeño museo dedicado a sí mismo. Para entonces, el bochorno es angustioso.Un par de churretones le caen bajo los pectorales. Es media tarde, la araña ya ha cruzado su pecho, y con los cuadros chirriando dice: “Arriba sí que hace calor”. Tras él, peldaño a peldaño, se eleva la temperatura. En el siguiente piso se encuentra su estudio. Antes de franquear el umbral, su esposa, Robertina Marangoni, avisa: “No sé si sois demasiado jóvenes para ver estas cosas”. La habitación se encuentra repleta de carboncillos de mujeres en cueros. Hay 20 o quizá más por todas partes, en posturas contorsionadas, de alto voltaje. “Llevo dos años enfrascado en esta etapa de vuelta a la academia”, dice el arquitecto. “Trabajo el desnudo como si estuviese otra vez en la escuela”. Contrata como modelos a estudiantes de Bellas Artes. Dedica semanas a cada obra. “El cuerpo de la mujer es un mundo. Y volverlo a visitar desde la madurez, pensando en lo que has vivido…”. Da la sensación de que se encontrara a la búsqueda de algo que perdió en el camino. Él prefiere nombrar a Renoir: “Hay un momento en el que, ya muy viejo, vuelve a pintar de manera caligráfica. Y usa a la mujer de su hijo como modelo”.
Calatrava apenas responde de forma directa. Habla a través de metáforas, narra historietas. A menudo usa el ejemplo de los grandes artistas, como si se midiera en los parámetros de la historia. Y suele colar entre frases dos latiguillos: “Tío” y “¿Me entiendes?”. Sentado en el salón, el sol cae al otro lado de los ventanales. En la pared se mueve otro de sus cuadros. Con su siseo de fondo, Calatrava refiere una parábola: “En el monasterio de Poblet, en Tarragona, hay un retablo en piedra de un artista valenciano, Damián Forment. Los monjes firmaron un contrato con él en el que se dice: habrá, no sé, 25 esculturas; la piedra será de Girona… Se describe el proyecto. Pero cuando lo acaba no hay 25 esculturas, hay 23; cambia el proyecto sobre la marcha por interés. Lo hace cada vez mejor. Los monjes deciden no pagarle. Y entonces lleva un pleito toda su vida. Bien. El de Forment es el mejor retablo renacentista en piedra de España. Lo que les ha dejado es para morirse de belleza”.
–¿Cree usted que su obra pasará a la historia?
–Si bien uno sueña con hacer cosas que queden en la memoria, también piensa como Machado: nunca perseguí la gloria de dejar en la memoria de los hombres mi canción.
–Y entonces, ¿qué busca?
–Lo mismo que Machado, son botellas de náufrago.
Su acento resulta raro. Queda en territorio neutral, como Suiza. Lleva aquí más de cuatro décadas. Llegó a Zúrich con 22 años, tras acabar Arquitectura. Se matriculó en Ingeniería en la Escuela Politécnica, con 160 años de historia y una larga lista de premios Nobel, de Wolfgang Pauli a Albert Einstein. “Pensé que me daría acceso a construir cosas que me entusiasmaban, como las bóvedas”. Acabó la carrera, se doctoró, comenzó a trabajar de asistente. Y un día intuyó que podía “crear obras de arte con las herramientas de un arquitecto y un ingeniero”. En el 125º aniversario del Politécnico, colgó una piscina en la cúpula sobre la biblioteca, suspendida con cables. “Tenía agua y la gente se bañaba desnuda, incluido el rector. Era estupendo ver los cuerpos enturbiados desde abajo”.
A su esposa, Robertina Marangoni, de origen sueco y suizo, la conoció al año de aterrizar en Zúrich. Ella estudiaba Derecho. Se casaron en una ermita en los Alpes, cerca de Davos. También allí, en el Foro Económico Mundial, a Calatrava lo nombraron Líder del Futuro en 1993 junto a José María Aznar y Pedro J. Ramírez. Según el periodista Llàtzer Moix, autor de Arquitectura milagrosa (Anagrama, 2010), Marangoni es hija de un banquero de origen judío. Se ha encargado desde el principio de los asuntos legales y administrativos. Y le ha franqueado el paso a círculos de nivel. Llevan 42 años juntos. Tienen cuatro hijos. Entre ellos hablan en alemán. Suelen pasar el año en su casa de Park Avenue (Nueva York), donde residen desde 2003. Y los veranos vuelven a Zúrich. Marangoni recuerda los inicios: “Empezamos con menos que nada”. En un despacho escueto. Ella registró la empresa. La época más frenética transcurrió entre 1990 y 2005. Coincide con la más feliz: “Nos fuimos a vivir a París, una maravilla”, según Marangoni. A Calatrava le habían encargado la estación de Lyon. Su carrera despegaba. La escalada incluye el Premio Príncipe de Asturias (1999), el encargo para la Zona Cero (2003), una retrospectiva en el Metropolitan de Nueva York y un hueco entre los 100 de la revista Time (ambas en 2005). “Los últimos años han sido duros”, confiesa ella. “Ahora escribo correos y correos. Siempre consultando a los abogados. Tenemos que protegernos. Que lo hemos hecho, pero no bastante”.
Marangoni es la sombra de Calatrava. La película que recubre su burbuja. Él ejerce la seducción. Ella ata los flecos. El sueco Ingvar Nohlin recuerda cómo le tocó pactar con ella los honorarios para el rascacielos Turning Torso de Malmoe, el único que ha construido. A Nohlin le encargaron la dirección de la obra. Marangoni pidió para el estudio el 16% del precio final de construcción. Nohlin se quedó perplejo. “¡No jodas! Esto no funciona así en Suecia”, rememora. Con esas condiciones, explica, existen incentivos perversos al encarecimiento. Lo mismo ocurrió en Valencia, según Ignacio Blanco, creador de la web antes conocida como calatravatelaclava.com, y exparlamentario de Izquierda Unida en esta Comunidad: “Como no han sido anecdóticos sus sobrecostes, se ve un beneficio para él y un perjuicio para los ciudadanos [el estudio cobró casi cien millones de euros en 20 años por la Ciudad de las Artes y las Ciencias]”.
Nohlin propuso un 16% fijo del presupuesto. Marangoni aceptó. Quizá, sugiere Nohlin, porque Calatrava veía el edificio como una oportunidad para saltar al mercado americano. El rascacielos, de 190 metros, nació de una escultura del arquitecto y gira 90 grados sobre sí mismo. Según Nohlin, perdieron “un año y millones de coronas” por “un fallo de cálculo de los refuerzos en los diseños del equipo de Calatrava”. Añade: “Le salvó mi ingeniero de estructuras”. Los problemas se llevaron por delante al promotor del edificio, que acabó procesado. Aun así, Nohlin asegura: “Es lo mejor que he construido. Logramos levantar un edificio complicadísimo. Todo el mundo aquí está contento. Ha situado a Malmoe en el mapa”.
De vuelta en el salón, Calatrava explica cómo durante su “refugio” se ha centrado “en el trabajo personal”. Se refiere, en parte, a sus carboncillos. “Zubin Mehta”, añade, “que es un gran amigo, director de la Filarmónica de Israel, una de las mejores del planeta… Un día le digo: ‘Zubin, tú que estás en un universo tan competitivo, con una cantidad de acosos, asedios y críticos’. Y el tío me dice: ‘The music cleans me’. La música me limpia. No hace falta dar más explicaciones. Con toda modestia, puedo decir: mi trabajo me limpia. Es pura higiene”.
Al día siguiente, Calatrava habla de Miguel Ángel, de proporciones áureas, de Fibonacci y del crecimiento fractal de Mandelbrot. Los conceptos que inspiraron su primer gran encargo, la estación de tren de Stadelhofen, en Zúrich. Incluso sus detractores la alaban como un ejemplo proporcionado y funcional (y la usan para argumentar que después su obra se volvió “fallera” y “fuera de escala”). El lugar, concluido hace 25 años, se presta al balance de una carrera. Calatrava responde mirando a las vías: “Me ocurre en muchas obras. Digo: ‘Coño, esto lo tendría que haber hecho de otra manera’. No suele ser un detalle. Sino la concepción global. Pero hay que decir otra cosa. No es solo el arquitecto. Es el constructor. Tiene que ser bueno. Uno no viene y pone el hormigón. Ni la impermeabilización. Aquí no hemos tenido goteras nunca. Y usted cree que yo voy con una metralleta detrás de los tíos: ‘¡Oiga, pónganme aquí el asfalto, mire que va a filtrar!’. Uno se fía. Eres una pequeña rueda en una cadena enorme”.
A su lado, Mike Pfister hace memoria sobre la época de vacas gordas, cuando en el estudio llegaron a trabajar 150 personas. Ahora son 90, repartidos por el globo. “Entre 2000 y 2007”, dice, “los clientes buscaban algo extraordinario para hacer crecer las ciudades. España es un buen ejemplo, tras el efecto Bilbao. Funcionó en algún sitio y en otros no. La gente no tenía experiencia en construcción. No es suficiente el dinero para ser clientes. Querían algo especial y no podían decir el qué”. Sobre los elevados costes de mantenimiento, a menudo criticados en la obra de Calatrava, añade: “Muchos creen que si gastas mucho en los edificios, luego no tendrás que mantenerlos. Pero es como si compras un Seat o un Ferrari. Ambos necesitan mantenimiento. Te permite detectar problemas. Aquí todo está bien cuidado. Es parte de la cultura suiza”.
Luego, Calatrava se sube a un tranvía y remonta una colina hasta la universidad. Una de sus esculturas preside la Facultad de Derecho. El arquitecto diseñó su biblioteca y también remodeló la cafetería. En su interior, elige una bebida gaseosa de queso. Se sienta, da un sorbo y comienza a responder como un boxeador en el último round. En un momento dado, golpea la mesa, irritado: “Los frutos de lo que hemos hecho están ahí. Son de lo más positivo que se ha puesto sobre la mesa en todo el país en este periodo extraordinario. Yo lo veo así. Yo sé lo que era España antes de la democracia”.
–Algunos arquitectos critican que hay un momento en el que su despacho crece tanto que es imposible que usted esté a cada detalle.
–Yo lo veo de otra manera. Se puede hacer un elenco geográfico. Si pudiese establecer dónde he tenido problemas, se reconocen países con más tecnología y otros con menos. No he construido dos cosas en mi vida, sino en 18 países. Mis problemas se concentran en el mismo sitio. No tiene tanto que ver conmigo como eventualmente con el modo de implementar las cosas en esos lugares y las épocas que se han vivido. (…) En Valencia, llegan [las constructoras] y te hacen una chapuza. Esas empresas grandes son tan buenas como las personas que tengan a pie de obra. O sabe o no sabe. O es prudente o imprudente. O a lo mejor está llevando el balance mal, de cara a la empresa. Dice: “Vamos a coger al más barato y encima que se dé prisa que tenemos que inaugurar”. Estas cosas pasan. A uno, como arquitecto, aunque te cabrees y te pongas ahí con los brazos en cruz, no le hacen ni caso.
Esta, según él, es la verdadera cruz de Calatrava. La defensa a la que se acoge. Y el origen, a su entender, de la animadversión a su figura: “Hasta 2008, ibas a España y estaba todo sold out. El tren de vida iba demasiado deprisa. De pronto, hay un descalabro. Se empiezan a hacer economías. Se genera un clima opuesto. Eso provoca la actitud precipitada de lo que se llama ‘búsqueda sistemática de culpables y castigo ejemplar de inocentes”.
Prueba a explicarlo con otra parábola: “Es una cosa bíblica, como los israelitas que salen de Egipto. Moisés los libera y cuando están en medio del desierto dicen: ‘¿Por qué no volvemos? Estamos hartos de maná’. Son waves [olas], ¿me entiende?”. Y prosigue: “Habría que revisar un poco las cosas. En España existe la figura del acusador privado. Esto viene de la inquisición, tío. De pronto, alguien especula con que yo me he repartido dinero con otra persona. ¿Estamos locos? Son cosas extrañas. Yo, por la fuerza de los hechos, tengo que concentrarme estrictamente en mi profesión. Es lo que he hecho estos años. Y me ha servido, es necesario que se diga, para recibir 22 veces el doctor honoris causa. Debo de ser uno de los españoles que más tienen”.
–¿Hay autocrítica por su parte?
–No se puede imaginar. Ha sido una clave de mejora. Mi mujer añadiría que es casi a nivel psicopático. Decían que Bach estaba siempre insatisfecho con su trabajo porque tenía una visión superior. La autocrítica es necesaria.
–¿Algún ejemplo concreto?
–No sé. Vas a una obra y en realidad solo ves lo malo. La autocrítica es algo muy personal. La crítica la hacen los críticos.
elpaissemanal@elpais.es
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