¿Nos sientan bien los elogios?
Aceptar los cumplidos no resulta sencillo: exige grandes dosis de humildad, evitar caer en la tentación vanidosa y saber distinguir entre los interesados o tóxicos y los verdaderamente sinceros
En un rincón de su estudio, una chincheta sujetaba en la pared tres corazones de cartulina. Cada uno de ellos contenía un mensaje escrito con un grueso rotulador rosa: “Bonita sonrisa”, “Entusiasta” y “Divertida”. Cuando los ojos de María se cruzaban con esos corazones, se detenían un instante para sentir ese aire cálido que le dejaban dentro. Provenían de un taller de autoestima en el que había participado tres años atrás. Concretamente, de un ejercicio en el que los participantes anotaban en un corazón alguna característica positiva del resto de compañeros. De tal manera que cada uno recibía corazones anónimos con sus bondades.
A María ese ejercicio le había sentado estupendamente. De hecho, la caricia emocional y el empuje que notó en su día todavía resurgían al releer esas palabras rosas. ¿A todos los participantes les sentó igual de bien? Probablemente no, pues en este tipo de ejercicios las reacciones suelen ser muy diversas. A diferencia de nuestra protagonista, algunas personas no digieren bien las alabanzas. No les entran. Por sus neuronas pueden circular ideas como: “Lo han dicho porque tocaba”. Si nuestra autoestima está dañada, las palabras bonitas, por muy sinceras que sean, caen en saco roto. Existen personas valiosísimas que se sienten infinitesimales. Por mucho que las intentes animar exponiéndoles sus puntos fuertes, las palabras se resquebrajan cuando llegan a su cerebro. Los psicólogos experimentamos a menudo la aguda sensación de inutilidad al intentar y no conseguir transmitir su valía a una persona. Les prestarías tus ojos para que se vieran a través de ellos.
Un elogio sincero es un termómetro de cómo
nos ven desde fuera”
Ferran Ramon-Cortés
Rehusamos los elogios cuando creemos que no somos dignos de ellos. Pero este es solo un motivo. A veces, el rechazo del piropo es una maniobra inconsciente de nuestro ego. “No, no es cierto”, respondemos, deseando, con un fervor no reconocido por nuestra conciencia, que nos lo repitan y, si puede ser, lo agranden aún más. Tal como sugiere François de la Rochefoucauld, “rechazar una alabanza es desearla el doble”. En otras ocasiones no reaccionamos nosotros, sino nuestro cuerpo. Enrojecemos y hundimos la cabeza como si nos quisiéramos fundir en el ambiente. Rabindranath Tagore lo describe con sutileza: “Me avergüenza la alabanza porque me satisface en secreto”.
No aceptar los aplausos se ha vuelto casi una cuestión de educación. Con su aceptación podríamos estar sugiriendo que creemos merecerlos. Y eso, paradójicamente, en esta sociedad no está bien visto. Así que aunque pensemos que nuestro trabajo está bien, si alguien nos lo confirma, lo suyo es ponernos el traje de la falsa modestia y seguir las varias alternativas que nos sugiere el protocolo. La primera consiste en empequeñecer nuestro trabajo: “No, no es para tanto, era fácil”. La segunda, en rebotar el elogio: “Lo que está realmente bien es lo que has hecho tú”. La lista puede expandirse hasta la orilla de nuestra creatividad. Las retorcidas reglas sociales apuntan que lo correcto es no aceptarlos.
Las normas de educación teóricamente están pensadas para hacer sentir cómodo a nuestro interlocutor. ¿El rechazo del elogio es bien recibido? La respuesta ya la sabemos porque a todos alguna vez nos han troceado en mil pedazos algo franco y bonito que hemos expresado. No es una sensación cómoda. Es como un menosprecio a nuestro punto de vista. Elogiar sinceramente es dar nuestra opinión; si no se acepta, parece que nos sugieran que no es válida. O que alberga una intención oculta. Y entonces nos viene a la cabeza algo así: “Se piensa que le estoy diciendo esto para conseguir algo”. Y puede resultarnos desde irritante hasta ofensivo.
Para conectarnos
Libros
'La química de las relaciones'
Ferran Ramon-Cortés (Planeta, 2013)
Una fábula. Estaba un cuervo posado en un árbol y tenía en el pico un trozo de queso. Atraído por el aroma, un zorro que pasaba por ahí le dijo:
"¡Buenos días, señor Cuervo! ¡Qué bello plumaje tienes! Si el canto corresponde a la pluma, tú tienes que ser el Ave Fénix".
Al oír esto el cuervo, se sintió muy halagado y lleno de gozo, y para hacer alarde de su magnífica voz abrió el pico para cantar, y así dejo caer el queso. El zorro rápidamente lo tomó en el aire y le dijo:
“Aprenda, señor Cuervo, que el adulador vive siempre a costa del que lo escucha y presta atención a sus dichos; la lección es provechosa, bien vale un queso”.
Aunque aceptar elogios nos parece propio de personas vanidosas, en el fondo es señal de humildad. Las inseguridades pululan en el interior de todos los humanos. Es una de nuestras señas de identidad. Preparas un pastel, lo pruebas y está exquisito, pero… ¿les gustará a los amigos que vienen a cenar? Esos titubeos siempre tintinean dentro de nuestras cabezas.
Justamente porque somos humanos y las inseguridades se apropian de nosotros, si alguien nos dice: “Qué rico está el pastel”, lo recibimos como un auténtico bálsamo. Necesitamos y debemos aceptar los elogios justamente porque somos humanos. La aceptación de un elogio es una muestra de humildad, con ella estamos diciendo que lo necesitamos. La arrogancia sería actuar como si no los requiriéramos porque la seguridad en nosotros mismos es total.
Un ejemplo. Debemos seleccionar un candidato para un puesto de trabajo. Leemos los currículos de los dos que se han presentado. Ambos excelentes. Así que felicitamos tanto al candidato A como al B. El candidato A nos contesta: “La verdad es que he tenido mucha suerte a lo largo de mi carrera”, y el B: “¡Gracias de verdad! No me ha resultado fácil, estos últimos años me he tenido que esforzar mucho”. ¿A quién le daríamos el puesto?
Años atrás vino a mi despacho un alumno a revisar la nota de un examen. Había obtenido un 4,5 y quería que lo aprobara. Le comenté que era imposible. La asignatura se aprobaba con un 5 y no podía hacer excepciones. Y me soltó: “¡Jenny, tú que eres tan simpática!”. Ahora lo recuerdo y sonrío. La intencionalidad del elogio era tan evidente que incluso me conmueve pensar en su inocencia si creyó que yo podría sucumbir. Existen elogios manipuladores. Algunos, como este caso, son más evidentes, otros andan camuflados.
¿Cómo desenmascarar a los camuflados, cómo distinguirlos de los auténticos? Difícil. Las investigaciones sobre cómo detectar engaños no arrojan resultados contundentes, ni conectando a una persona a un gran aparataje para descubrir sus mentiras somos capaces de acertar. Podríamos pensar que el camino es seguir lo que nos dice el corazón, pero incluso él se despista a menudo. Quizá la cuestión no sea diferenciar los elogios auténticos de los que no lo son, sino fijarnos adónde nos llevan. Supongamos que después de masajearnos el ego, explicándonos lo bien que lo hacemos todo, nos piden que realicemos un proyecto y lo aceptamos. Aquí lo importante no es tanto si el elogio era real o falso, sino si realmente nos apetecía realizar el trabajo.
A veces los elogios pasan de bálsamo a convertirse en droga dura. No podemos vivir sin ellos. Y entonces caemos en la trampa mortal de olvidarnos de lo que realmente nos gusta para ir hacia la búsqueda descontrolada de nuestra dosis. El ritmo de la sociedad industrializada nos ha traído elogios homogeneizados e instantáneos: los “me gusta” de Facebook son un buen ejemplo. Se debería realizar algún estudio científico para comprobar qué satisface más, si degustar una buena paella o los “me gusta” que se pueden conseguir colgando su foto en la Red. Creo que los resultados indicarían que algunas personas se decantan por la recompensa cibernética.
Los elogios tienen peligro: creerse que uno
se ha vuelto infalible y vuela por encima del bien y el mal. Hay que relativizarlos”
Javier F. Maroto
Conversando con una alumna, me confesaba que a ella le costaba horrores elogiar a los demás. No estoy hablando de una chica fría y desalmada, sino todo lo contrario. Le pregunté si el motivo era que no encontraba nada para ensalzar. “No es eso, de hecho encuentro muchas cosas dignas de admiración, pero no me atrevo a expresarlo. A veces, lo único que consigo es elogiar indirectamente, como en broma”. Al expresarnos sinceramente, nos mostramos, nos exponemos, pero la alternativa, cerrarnos, impide crear sólidos hilos de unión.
No todos los elogios sientan igual. Los hay que saben a interés y resultan más bien tóxicos. Otros huelen a formulismo y nos dejan impasibles. Los que realmente nos nutren son los que salen del alma. En particular, nos gustan los concretos, no es lo mismo “buen trabajo” que “me gusta cómo está redactado tu trabajo, los esquemas que empleas y la presentación”. Las especificaciones lo convierten en más real y nos ayudan verdaderamente a mejorar. Si decimos las cosas en el momento en que se “tienen que decir”, parece demasiado protocolario. Un amigo nos enseña su piso, el “qué bonito es” en el mismo momento puede parecer porque toca. Si se lo repetimos al día siguiente por teléfono, la verosimilitud de nuestra opinión se multiplica. Son detalles esenciales que a menudo olvidamos.
Si el simple aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro lado del mundo, ¿qué pasaría si hoy todos nos pusiéramos de acuerdo en regalar elogios sinceros?
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