Narcos entre dos aguas
Después del taquillazo ‘Celda 211’, Daniel Monzón ha dedicado cinco años a ‘El niño’. Con la explosiva novedad de un talento joven: el de Jesús Castro Recorremos con el director los escenarios de su nueva obra
Tu padre, ¿a qué se dedica?
–¿Mi padre? Es un poquito traficante…
La respuesta, aparentemente simple, resultó una fuente reveladora para Daniel Monzón cuando se la escuchó a alguien al borde del Estrecho. Preparaba el guion de El niño, su regreso al cine como director después de haber dado un salto con pértiga en su trayectoria tras el éxito de la memorable Celda 211 (ocho goyas), y trataba de entender la complejidad de las mareas del contrabando a todas las escalas posibles en lo que iba a ser su nuevo paisaje.
El siguiente capítulo en su carrera no podía dejar al público al pairo ni frío tras la aventura que nos hizo vivir en aquella cárcel de Zamora, donde se agolpaban dentro de un motín gentes con códigos fuera de la ley liderados por la voz carbonizada de Malamadre, etarras con el colmillo torcido y a lo suyo, infiltrados primerizos con las mejores intenciones y funcionarios de prisiones de dudosa altura moral.
Monzón de nuevo no ha escogido la comedia romántica, sino ni más ni menos que desentrañar el logaritmo con telarañas que da como resultado el tráfico de drogas en el estrecho de Gibraltar. Este hábitat en el que dominan los posmodernos molinos de viento de la energía eólica en mitad de un monte que, al frente, como viniéndose encima, a tiro de piedra, tiene África de cara, el Peñón a un lado y la bahía de Algeciras como matriz al otro.
Allí, entre dos aguas rasgadas por las olas, se entrecruzan a diario cargueros del modelo Triple E, con capacidad para alojar en su vientre 36.000 coches y 800 millones de latas de conserva; windsurfistas con ansias voladoras, lanchas de goma a motor que se cuidan de no romper las redes de la almadraba ni ahuyentar a los atunes cuyos lomos acabarán en los mejores platos de sushi en Japón, despojos humanos en pateras, motos acuáticas conducidas por macarras de los que se meten los fajos de 100 euros en la entrepierna y vigilancia con guardacostas sujetos al despiste permanente.
Ese es el nuevo cuadro de su película: “Un espacio fascinante para la ficción, donde se cruzan tres países, dos continentes, tráfico a pequeña y gran escala, desde tabaco y hachís con delincuentes de medio pelo a mafias dispuestas a todo por introducir coca al por mayor en Europa…”, comenta el director. “Por no hablar de la inmigración, la desesperación que se vive en la frontera…”.
Allí justo es donde desembarcaron él y Jorge Guerricaechevarría, en connivencia con Álvaro Augustin, el veterano productor de Telecinco Cinema de plena confianza para Monzón, con quien colabora desde La caja Kovak, con el fin de preparar una investigación de campo que diera lugar a este guion imbricado y complejo.
Un trabajo en el que, “sin juicios morales”, comenta Monzón, debían traslucirse en diferentes planos pero bien masticados el trapicheo de los pequeños contrabandistas de playa y chiringuito y la maña con listas negras de los rusos o los albanokosovares. En medio, el blanqueo de dinero lavado en Gibraltar, la pericia de los vigilantes de aduanas, el acoso kamikaze en helicóptero de los maderos entre avisos y salpicones de salitre, los vicios y virtudes de la policía expuesta permanentemente bien al soborno o bien a la gloria efímera del héroe sin grandes alharacas. Los que se conforman, como comenta uno de los agentes que han asesorado al director, “con la satisfacción del trabajo bien hecho”.
Todo eso en pleno pulmón del caos ordenado en mitad del puerto mediterráneo más importante (100.000 barcos al año en la zona) y el quinto en el ámbito europeo; el cultivo de la mercancía al otro lado, su buena dosis de romanticismo realista aromatizado por la resina de hachís… El lío, en fin, de una tarea que a muchos les resulta incontrolable y que se equilibra con el empeño de quienes, a fin de cuentas, creen que merece la pena seguir combatiendo desde la primera línea.
Así es como se fue fraguando un proyecto que ha costado a Monzón al menos cinco años de trabajo intenso en los que no sólo entraba la elaboración de un guion que integrara una trepidante y honda película de acción junto a una tarea rigurosamente documental, sino también la búsqueda de rostros nuevos que refrescaran un tanto el escaparate del cine español.
Es el caso del puro descubrimiento de Jesús Castro, a la vera de su compi ya más experimentado Jesús Carroza (Goya al mejor actor revelación por 7 vírgenes en 2005) y también de Miriam Bachir o Moussa Maaskri, junto a la veteranía de los valores seguros si hablamos del siempre contundente Luis Tosar, la ascendente Bárbara Lennie y los seguros a todo riesgo de Sergi López y Eduard Fernández.
Telecinco Cinema, esa máquina de levantar éxitos entre superproducciones y taquillazos que van de Lo imposible a 8 apellidos vascos, se alió en otra nueva colaboración con Monzón tras Celda 211 y aquí anda ya lista para su estreno el 29 de agosto la nueva obra de un director que apunta alto de nuevo.
Primero se abalanzó en busca del clima de la historia. O los climas. El puerto, los traficantes de poca monta, la policía, los de aduanas, las mafias con sus métodos expeditivos, los campos de marihuana en Ketama retumbando entre sus tambores mientras a dúo, desde su Algeciras natal, llegan los ecos de Paco de Lucía, los pasos fronterizos… En ese periodo trató con casi todos los lados: agentes que se han dejado la vida en pistas válidas o en laberintos falsos, trapicheadores que quizás se conformaban con algún golpe para una supervivencia tranquila, soñadores al otro lado del Estrecho, incorruptibles y pringados…
El estrecho es un espacio fascinante para la ficción. tres países, dos continentes, tráfico a gran y pequeña escala”, dice daniel monzón
Después resultaba necesario un casting superlativo para encontrar al protagonista. Monzón no quería jóvenes consagrados, ni estrellas emergentes, sino jugársela a la carta de la autenticidad salida del propio entorno que deseaba plasmar. Le encargó el marrón a Eva Leira y Yolanda Serrano, expertas en repartos de apuesta y cazar talentos: “Me dijeron que había que buscar en colegios, institutos, plazas, clubes deportivos, que aun así daríamos con alguien que no se presentaría voluntariamente sino porque cayera por allí, acompañando a un amigo”, comenta Monzón.
Aunque aquello llegó a parecerle misión imposible, así fue. Cuando a Jesús Castro, estudiante de electrónica, se le agotó un día la paciencia en la espera y se dio media vuelta en plena cola antes de entrar a una prueba, casualmente le vieron y le dijeron: “¿Adónde vas? Quédate que te metemos ahora mismo”.
Podría ser el intenso de sus ojos azules, que le provocan lágrimas si está demasiado tiempo expuesto a la claridad mientras le retratan, también la planta de estrella anónima y cierto aire de suficiencia que iba con el pronto de un personaje convencido de ser capaz de todo menos de dejar tirada a su peña. El caso es que no les falló el instinto al cerrarle el paso antes de que se fuera.
Así es como encontraron este diamante en bruto: con inmejorable disposición, talento natural, presencia de astro y desparpajo gaditano que entra por todo lo alto a sus 21 años en un mundo que le hará olvidar, con alta probabilidad, los circuitos y los cables para enchufarse a la interpretación. “¿Yo, actor? Ni lo soñaba. A mí me gusta el fútbol –de hecho llegó hasta la selección gaditana–, pero, por no salir, no salía ni en los vídeos de cumpleaños de mis amigos”.
Sin embargo, fue meterse y… engancharse. “En este trabajo yo no miraba la hora de terminar”. No sólo aprendió a que le quisiera la cámara y a degustar como espectador el cine con buen criterio, una certeza palpable cuando le escuchas decir que su película favorita es El padrino. También le ha servido como curso acelerado para conducir a toda pastilla motos y lanchas por el Estrecho. “Sobre todo cuando fuimos a rodar esa secuencia en la que a una goma de 12 metros se le iba a plantar un helicóptero encima. ¡Esa la hago yo!”, dice que le soltó Castro al director.
No tardó mucho tiempo Monzón en convencerse de que aquel chaval de 18 años –los que tenía en el momento de la selección– era justo lo que buscaban. “Daba la talla al cien por cien. No sólo tenía un don natural, también una actitud y esa sana chulería que iba completamente con el personaje”. Pero, ante todo, Monzón ha acabado admirando su madurez y su determinación a la hora de rodar lo que fuera.
Le queda la prueba de una segura fama que ya anda metiéndole en los hogares a golpe de pantallazo en la intensa campaña de promoción que la productora está haciendo por medio de Telecinco. “No se le subirá la fama a la cabeza, estoy seguro, aunque el riesgo de caer en la tontería cada vez es mayor en según qué círculos. Jesús está bien vacunado contra eso”, advierte Monzón.
El tráfico y el contrabando definen el Estrecho desde hace siglos. Los abuelos metían café o harina, los padres tabaco, los hermanos mayores hachís. Todo eso continúa a diario, como la cosa más natural, proporciona una economía sumergida a la zona que la ha librado –por culpa de las espantosas cifras de paro, un 55,4% en el primer trimestre de 2014, una de las mayores en el ámbito juvenil de toda Europa– de un incendio más que probable. Lo malo es que ahora, esos conductos, rutas y pericias de hace siglos sirven también para la coca.
Castro dice saber de algunos niños. Chavales como él, que, ante el panorama de paro o salir pitando, deciden probar metiendo una mochila de hachís primero y después una lancha. “En esta zona, a eso, puedes entrar cuando quieras. Pero, para mí, dormir en mi cama, tranquilo, no tiene precio. Además, me imagino a mi madre abriendo la puerta de casa a la policía, teniéndoles que indicar que soy yo a quien buscan y sólo del disgusto que se llevaría se me quitan las ganas”.
Uno de los asesores de Monzón para el guion y el rodaje sí se pringó en eso… Prefiere no dar su nombre, pero no le importa contarnos su historia. “Mis abuelos y mis padres metían carne, azúcar, café y leche condensada. Eran gente dura, capaces de arrancarse los dientes ellos solos”. Corrían otros tiempos, imperaban otros códigos. “Ahora se sigue haciendo casi todos los días. Hoy con poco viento y luna llena, va a haber trasiego”, comenta con la arena a los pies de La Atunara, el Peñón al fondo y una luz cobre de atardecer suavizado por la brisa cómplice de La Línea. “El negocio se ha visto afectado por fantoches, a mí no me va, si decides hacer esto, no alardeas ni eres tan idiota como para gritar en plena playa: ¡Viva el contrabando en La línea! ¡Mueran los chivatos! ¡Viva El brillantina!, que es un teniente de la guardia civil… En fin, ya puedes imaginarte la que se montó”.
Cuando estaba dentro, prosigue este asesor de Monzón, decidió empezar al comprobar en su primer viaje que tenía templanza. “Sangre fría para hacerlo, cierto coraje”. En el primer viaje introdujo 9 paquetes, unos 270 kilos de hachís, en una lancha de 5 metros y 105 caballos. “Al alcanzar la costa salieron 8 o 9 tíos de la nada, unos bosquimanos, que decimos aquí, y se lo llevaron a otra parte”.
Esa acción de cálculo y minucia contrarreloj se la relató él mismo a Monzón y así lo ha rodado. Como también cogió prestada la evolución en la escala del tráfico que su asesor le contó: “Para el segundo viaje ya me hice con un barco de 9 metros y 400 caballos”. Con cada entrada podía llegar a ganar 60.000 euros. Pero se llevó dos sustos, uno le obligó a tirar la mercancía por la borda –en España si no hay alijo, no hay delito– y decidió dejarlo. “Tenía dinero, pero me encontraba vacío, además, hoy, el mercado es de lo más sucio, pueden no pagarte: para eso no voy a arriesgar yo mi vida ni mi libertad”.
Llevar además atado al cogote a alguno de los policías que ha utilizado también Monzón para asesorarse debe tener su gracia como juego un tiempo, pero también seguro que agota la paciencia y los nervios. La esencia de Jesús, personaje incorruptible y callado que encarna Luis Tosar en la película, por ejemplo, con sus pausas y su mosca detrás de la oreja permanente, puede tener que ver con uno de los comisarios al que presenta el cineasta. Tampoco quiere que figure su nombre. “El contrabando es una cultura en el Estrecho”, comenta el policía. Una contundente conclusión que le dejan 22 años de servicio en la zona y que otros corroboran sin muchos complejos. Entonces, este policía perseguía el tabaco y el hachís. “Por lo primero, que con la crisis ha vuelto a aumentar después de haber prácticamente desaparecido en los años noventa, pueden llevarse 50 o 60 euros en cada cargamento. Pero por un kilo de coca, les caen entre 20.000 y 25.000 euros”.
En esta zona puedes acceder al tráfico cuando quiEras.pero dormir en mi cama tranquilo, para mí, no tiene precio”, dice Jesús Castro
Los últimos cuatro años se ha incrementado el tráfico de dicha sustancia en la zona. A juicio de este policía, es muy difícil de controlar. Con una simple vista desde las grúas más altas de la terminal Maersk, uno cae en la sensación de imposibilidad de mantener a raya ese laberinto donde se depositan 3,2 millones de contenedores al año guiados por 1.900 estibadores. Un entramado que directa o indirectamente supone un 15% en el mercado laboral gaditano y del que se derivan 30.000 puestos de trabajo en la provincia. En dicho enjambre superlativo, los traficantes se las apañan para pasar la mercancía camuflada en todo tipo de maniobras de despiste, incluso para el escáner camuflado en un camión que tiene la Guardia Civil en el puerto. Los agentes se exponen a sus dosis de radiación permanente, advirtiendo al visitante del peligro.
Lisardo Capote y Miguel Ángel Pin, responsables de aduanas, están contentos. En estos días han descubierto alijos de 700 kilos de cocaína. Aun así, ya no saben cómo atajarlo. “Hemos registrado mercancías a las que mirábamos y que, a su vez, parecían devolvernos la mirada ellas, retándonos”, afirman.
La droga puede andar en las puertas de los contenedores –un buen truco, porque rompe la barrera psicológica de quien rastrea ya que va directo a la mercancía–, dentro de las piñas agujereadas provenientes de América, África o en plátanos decorativos. Los carteles colombianos, por ejemplo, se las apañan para transportarla al continente vecino y de ahí, por Algeciras, para Europa. “La de los contenedores es la vía más rentable para entrar en la Unión”, afirman los agentes de aduanas.
También podría serlo creativamente para un cine un tanto huérfano de historias incómodas. Monzón, una vez más, convencido de que la dureza y el realismo de sus argumentos no ahuyentan al público sino que lo enganchan, se ha involucrado hasta el tuétano en el alumbramiento de El niño.
Cineasta de historias duras y cruzadas con maestría cristalina –como demuestra en este caso–, que no de estilos rimbombantes ni manierismos epatantes, ha rodado esta nueva película al natural. “En escenarios reales, sin trampas, tanto en Algeciras como en La Línea o en Gibraltar y Marruecos corriendo muchos riesgos allí”, comenta.
Lo ha dado todo por un plano de plantaciones en Ketama y algo que nos dejara el aroma de polvorín que son hoy las inmediaciones de Ceuta y Melilla. Se ha ganado la complicidad de los barrios más conflictivos de Algeciras. Se ha adentrado también en los pasadizos del Peñón, donde un día se jugaron unas cuantas cartas del espionaje y las telecomunicaciones que resolvieron parte de la Segunda Guerra Mundial y hoy merodean en las casas de apuestas, rodeados por los monos, los evasores de impuestos.
El resultado es un preclaro análisis llevado hacia la cumbre por medio de la ficción. El cuadro de una de las realidades más complejas, imbricadas e inquietantes que se dan hoy en ese triángulo que une España a Europa y África. El cruce de unos continentes cuyas fronteras entre la delincuencia, la necesidad, la ley y sus resortes resaltan la delicada piel contemporánea de nuestra época.
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