Iñárritu, expulsado de la ciudad
A un Platón 'reloaded' le irritaría la estética espectacular de Hollywood por farsante y maniquea
La épica, como la democracia, la filosofía o el yogur cremoso, la inventaron los griegos. Los héroes antiguos las pasaban canutas durante sus viajes antes de regresar a casa y cobrarse la dulce venganza. Ulises tuvo que torear con un cíclope, descolgarse hasta los infiernos en busca de un adivino ciego y esquivar a sirenas suicidas hasta que por fin volvió a Ítaca. "Nada existe en el mundo mejor que la patria y los padres", suspiró aliviado el héroe antes de pasar a cuchillo a los pretendientes de su esposa y recuperar la corona.
Iñárritu, propenso a la grandilocuencia, ha colocado en su última película a Leonardo DiCaprio como su particular Ulises. The Revenant es un viaje homérico hacia los límites de la resistencia humana, una gesta con aires de western, una historia de testosterona, violencia, hazañas y deslealtades.
Mudo casi toda la cinta, la lograda actuación de DiCaprio, a golpe seco de subtexto, se ajusta a la figura del héroe legendario. Pero cumplida esa primera regla el director mexicano parece olvidar otros ingredientes clásicos del género. No vale sólo con sembrar asesinatos traicioneros, regodearse en el (pseudo)pornográfico ataque de una osa o que el protagonista se despeñe a rastras por barrancos helados y duerma dentro de cadáveres de caballo.
Hay una urgencia en colocar en escena los arquetipos morales de la fábula, que infantiliza la mirada del espectador
Hay una urgencia en presentar los hitos de la acción, en poner en escena los arquetipos morales de la fábula, que infantiliza la mirada del espectador. Hay, sobre todo, una inconsistencia en la construcción de los personajes que hace muy difícil que funcione ese hilo invisible que conecta la emoción desde la pantalla a la butaca del cine, la catarsis antigua, el meollo de toda historia épica.
En casi dos horas y media de metraje da tiempo a problematizar el drama, a buscarle aristas y grietas. Iñárritu se hunde, como ya ha hecho otras veces, en una estética del dolor, la ira, la venganza; pero apenas roza el perdón, la empatía o la pertenencia a una tierra o una comunidad. En sus películas, John Wayne –¿el Ulises de la mitología estadounidense?– es siempre un tipo durísimo, pero que a la vez duda, es contradictorio, se equivoca, falla y vuelve a empezar con sus aventuras de cowboy en extinción rodeado de otro puñado de personajes tocados también por la leyenda.
John Ford, el padrino de Wayne y del renacimiento del Oeste, decía que “hasta el más insignificante de los hombres, a quien nadie le presta atención, puede llegar a tener más coraje que el más pendenciero y engreído”. Por eso el viejo gruñón del parche en el ojo cuidaba con tanto detalle a sus secundarios. John Wayne no sería John Wayne sin el borrachín de La diligencia, sin el escudero de El hombre tranquilo, sin el director de periódico –también alcohólico– de El hombre que mató a Liberty Valance.
“Debes pasar más tiempo con los actores que con la cámara”, insistía el realizador de Centauros en el Desierto. La munición épica de Iñárritu, coautor del guión, está volcada sin embargo en el material visual. Emmanuel Lubezki tiene un talento innegable para el lenguaje fotográfico, la iluminación natural, los encuadres majestuosos y los planos de gran angular. Pero la grandeza, el vértigo y el lirismo en el cine necesitan de un equilibrio –otra vez los griegos– entre imagen y palabra, entre técnica y corazón.
El crítico de The Telegraph ha definido la cinta como un cruce entre Jackass y Terrence Malick. Imaginarse al ampuloso autor de Días del cielo o El árbol de la vida –con Lubezki a los mandos de la fotografía– dirigiendo a un grupo de chalados que tratan de apuntalar un clavo sobre su escroto es una forma exagerada, y muy británica, de reírse de las fallidas pretensiones artísticas de The Revenant.
Si Platón levantara la cabeza volvería a expulsar a estos poetas de la ciudad por farsantes y maniqueos. No le gustaban los fuegos artificiales, las luchas de titanes, ni los dioses frívolos y caprichosos. Decía que eran una mala imitación de la realidad que distraía de los famosos ideales de verdad y belleza que el viejo barbudo veía reflejados en la pared. A un Platón reloaded le irritaría la estética espectacular de Hollywood, y probablemente, la última película de Iñárritu.
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