‘Black Mirror’: el vicio de discutir con nosotros mismos
Hay partes de la obra de Charlie Brooker que me estomagan hasta la vergüenza ajena, y otras que me despiertan una admiración sin matices, como ocurre con la nueva temporada de esta serie
Tengo con Charlie Brooker una relación de atracción-repulsión muy intensa. Hay partes de su obra que me estomagan hasta la vergüenza ajena, y otras que me despiertan una admiración sin matices. No me puedo creer que el autor de esa cumbre del humor titulada Philomena Cunk sea el mismo que el de esa simpleza llena de chistes de gasolinera a medio cocer titulada A la mierda el 2021. Con su gran obra, Black Mirror, me ocurre algo parecido: hay episodios de aplauso y otros de los que me he apeado a los 20 minutos, incapaz de tragarme más cuentos ñoños de Pedrito y el lobo tecnológico.
Me asomé a la nueva temporada de la serie para temerosos del Leviatán digital con el mando a mano, por si tenía que apagarla de emergencia, pero el primer episodio, Joan is Awful, me ha parecido una pieza magistral de humor terrorífico, a la altura de un Peter Weir o un John Landis. Muchos ya sabrán de qué va: una jefecilla horrible ve una serie que trata sobre su vida, sobre lo que ha hecho ese mismo día.
Como no tiene una tesis evidente (el mejor Brooker es el que narra sin sermonear), cada cual ha sacado su moraleja. Para mí, la historia coquetea con un vicio ubicuo en la discusión política: la incapacidad de salir de uno mismo y la necesidad de verse reflejado en cada opinión ajena. En lugar de debatir, se simulan discusiones con enemigos imaginarios (un Martínez el Facha, un Quico el Progre) que reducen al absurdo las ideas contrarias, de modo que los demás siempre parecen bobos, y nosotros, impecables. A fuerza de recluirnos en nuestras ideas sin confrontarlas con las ajenas, nos vamos convirtiendo en la horrible Joan del episodio, que un día se asoma a la pantalla y solo ve una versión cínica y cruel de sí misma.
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