‘Planeta prehistórico’: el tiranosaurio nadador y otras maravillas
La serie narrada por David Attenborough refleja con extraordinaria emoción y verosimilitud el asombroso mundo del Cretácico dominado por los dinosaurios
La escena es hipnotizante: en un mar cristalino un Tyrannosaurus rex, la bestia más letal que ha pisado nuestro planeta, nada tan ricamente rumbo a una isla. Las gruesas piernas le propulsan más que los ridículos bracitos (aunque nadie se le hubiera reído de ellos en la cara, y de hecho parece que eran útiles para aferrar a la presa mientras la destrozaba con las fauces). En la expresión del tiranosaurio hay, junto a la ferocidad que acreditan sus contundentes rasgos y la natural alerta de quien no está en su medio, una suerte de felicidad: aunque es un trayecto de trabajo (va a ampliar su territorio de caza), el bicho está obteniendo evidente placer de la experiencia acuática. Más agobiadas se ve a las cinco crías emplumadas como patitos que nadan con el adulto; y tienen motivo, ya que les ronda un kaikaifilu, un mosasáurido, un gran reptil depredador acuático cuyo nombre proviene de Kai-Kai filú, una divinidad oceánica mapuche de aspecto reptiliano que hubiera hecho las delicias de H. P. Lovecraft.
La imagen del T. Rex nadando, tremendamente realista, llena de vida, es de las que no se olvidan, y una de las muchas asombrosas de Planeta prehistórico, la serie de cinco capítulos de la BBC y Apple TV+, que nos lleva a revisar como si estuviéramos allí merced a una máquina del tiempo tipo Ray Bradbury (y con menos peligro), el mundo de hace 66 millones de años: el Cretácico tardío, cuando los dinosaurios aún reinaban sobre la Tierra. Entre las maravillas que se quedan pegadas a la retina con la contundencia de una pisada de titanosaurio en el barro, otras escenas como la de la marcha de 17 machos de estos grandes saurópodos (de la especie descubierta en Argentina bautizada Dreadnoughtous, por los acorazados británicos de la I Guerra Mundial, lo que da una idea del tamaño y contundencia del bicho: 26 metros, 40 toneladas); la de los extravagantes pterosaurios Nyctosaurus, con largas astas, persiguiendo en el aire a los juveniles de otras especies de pterodáctilos en vuelos estremecedores dignos de dogfights y practicando cortejos de membranoso exhibicionismo alar, o la de los tricerátops metiéndose en una gruta subterránea (los vemos con cámaras de visión nocturna para que parezca más real), en la que por cierto se pierde una cría como Tom Sawyer y Betsy en la cueva MacDougal.
En una serie así, tener de narrador a David Attenborough es tan fundamental como tener al propio T. Rex, con el que el presentador comparte veteranía y calidad de icono. Su voz es de las que reclaman la versión original: oír de qué manera pronuncia, o más bien saborea, palabras como “three-ceratops” (lo pronuncia así) te mete tanto en el Cretácico como el rugido del tiranosaurio. Viajar al pasado con el decano de los naturalistas —cuya pasión por los reptiles está probada desde su visita a Komodo en 1956— es un privilegio, y su asombro y entusiasmo resultan deliciosamente contagiosos. La fórmula es muy similar —y hay algún déjà vu— a la de tanto éxito de Planeta Tierra, el mismo esfuerzo por despertar el sentido de la maravilla ante la naturaleza, pero aquí recreando (con el uso de paisajes reales) un mundo y unas criaturas desaparecidos hace millones de años. Ahí está la mágica escena de los amonites bioluminiscentes brillando en el mar bajo la luna llena, puro misterio y belleza. La siempre evocadora música de Hans Zimmer es una baza importante en el viaje antediluviano.
Ha pasado mucho tiempo desde Caminando con dinosaurios (1999) y es increíble el grado de realismo con que se visualiza ahora a los dinosaurios, no solo en su aspecto y movimiento, sino en su integración en el entorno. Ese realismo es gracias a los logros tecnológicos, claro, pero también a los avances en el estudio de esos animales. En Planeta prehistórico los vemos como criaturas reales y vivas, fascinantes en su diversidad (aparecen medio centenar de especies distintas, algunas muy raras) y complejidad, vigorosas y adaptadas a los ecosistemas más variados. Son preciosas y conmovedoras las escenas de los hadrosaurios tendidos a la sombra de las grandes dunas, como las tiendas del campamento de Feisal en Wadi Rum, y luego en su jornada épica hacia el mar, o, en un hábitat completamente distinto, las de la estampida en el hielo de otra manada de esos dinosaurios de pico de pato acechados por dromeosáuridos. Extraordinario el episodio de los tres velocirraptores (mucho más pajariles que los de Spielberg) descolgándose por un acantilado para depredar una colonia de pterosaurios: una escena que tiene un sabor al famoso capítulo de El hombre y la tierra en el que un águila real atrapa a una cabra montesa. ¡Lo que habría hecho Félix, nuestro malogrado Attenborough burgalés, con un tiranosaurio!
Muchísimos detalles finos en la serie: el cuidado parental en distintas especies, la ingestión de gastrolitos por los elasmosaurios, los insectos que infestan a los hadrosaurios, las plumas como cerdas en la nuca del tiranosaurio, la mirada desolada del gigante volador Quetzalcoatlus cuando descubre que le han depredado el nido, la posición y marcha en tierra de todos los pterosaurios… No en balde el asesor de Planeta prehistórico es el paleontólogo Steve Brusatte, del que es muy recomendable su libro Auge y caída de los dinosaurios, la nueva historia del mundo perdido (Debate, 2019), una gozada que recuerda que T. Rex no era ningún tonto (más inteligente que un perro), aunque eso sí no corría más que un jeep como lo retrata, entre otros errores, Parque Jurásico. Por cierto, Brusatte describe en su libro de manera estremecedora la caída del asteroide que acabó con los dinosaurios, un dramático punto y final que, curiosamente, no aparece en la serie.
La apuesta por la emoción hace que haya algunos excesos de épica, sentimentalismo y antropomorfismo, incluso waltdisneyismo, en Planeta prehistórico, que se compensan sobradamente con la solidez científica y el hecho de que, pese a los plesiosaurios altruistas, no se esconde la violencia consustancial al mundo de los dinosaurios, y al mundo natural en general. El T. Rex disfrutará nadando, tendrá su corazoncito (cien veces más grande que el nuestro) y Attenborough lo espiará, en plan voyeur cretácico y bajando la voz, en una escena de sexo, pero no se escamotea que era la máquina biológica de matar más grande que ha existido y sin duda el terror trascendental que no cesa de encender nuestra imaginación. Difícilmente hubiera habido en el mundo a la vez lugar para él y para nosotros…
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