‘Vikingos: Valhalla’: la remontada
La secuela de ‘Vikingos’ recurre a más acción y menos misticismo para contar los conflictos de ese pueblo en el siglo XI: la venganza con los ingleses y el principio del fin del paganismo en Europa. Hay personajes atractivos pero apenas se esbozan
Presumían mucho los autores de la serie Vikingos, encabezados por Michael Hirst, de su asesoramiento histórico, pero sabemos que la emoción dramática mandaba sobre el rigor. Que personajes legendarios de las sagas escandinavas aparecerán a la vez, o fuera de lugar, o serán emparentados si conviene al guion. Que la cuestión era la épica, la bravura, el heroísmo. Pues bien, de eso anda sobrada la secuela, Vikingos: Valhalla, disponible en Netflix.
En la producción original nos sedujo Ragnar Lotbrok (bien interpretado por Travis Fimmel), y qué demonios nos importaba si no está probada su existencia: era el carisma, el líder complejo y magnético que lleva a su pueblo a lanzarse a los mares y a comerse el mundo. Y convencía la forma en que te hacían entender los valores de una cultura guerrera y cruel, sí, pero también espiritual e igualitaria. Pero Ragnar desapareció en la cuarta temporada, y con sus hijos, dos de ellos en durísima pugna por el poder, vino la decadencia durante tres entregas más. Decayó la serie, quiero decir, que rozó en algún momento lo tedioso; a los vikingos históricos les quedaban algunas glorias.
Vikingos: Valhalla remonta el vuelo para los que buscan un poco de evasión trasladándose a ese universo. Adelanta un siglo, hasta comienzos del siglo XI, para mostrarnos a ese pueblo que empieza a cristianizarse y que ansía la venganza contra quienes habían masacrado a sus colonos en Gran Bretaña en la llamada matanza del Día de San Bricio, en 1002. Así que tenemos dos grandes conflictos: entre los vikingos y los monarcas de las islas británicas; y lo que apunta a una guerra civil entre los vikingos de Odín y los vikingos de Cristo en sus tierras de origen. Y tres frentes: el de la venganza en Londres; el templo de Upsala, centro espiritual de la cultura nórdica, y Kattegat, el pueblo donde todo empezó cuando Ragnar se juntó con Floki, el constructor de barcos.
Atractivos y licencias
Esta vez no hay un Ragnar, papel irrepetible, pero sí un puñado de personajes atractivos (no lo digo por guapos, que también), si bien apenas son esbozados, no da tiempo a comprenderlos del todo. Destacan Leif Erikson y su hermana Freydis, hijos de Eric el Rojo, que vienen de Groenlandia y habían sido también exploradores de Norteamérica. Leif llega como experto navegante y se presenta de entrada como un pacifista: solo ha matado osos, dice, pero no es tan distinto a matar humanos. Perderá pronto esa virginidad guerrera. A Freydis la apodarán de forma profética La Última, nombre inquietante.
Además, el valeroso príncipe Harald Hardrada de Noruega y su hermano, el violento y fanfarrón Olaf; la reina Emma de Normandía, muy hábil para mantener su estatus antes y después de la invasión vikinga, y su asesor el trepa Earl Godwin; el rey Canuto II, más conciliador y justo que su desalmado padre; un cristiano fundamentalista y siniestro llamado Jarl Kåre. Y el rey niño Edmund, que apenas reina nada y remite al repelente Joffrey de Juego de Tronos, el chico engreído que tarda en darse cuenta de su destino perdedor. Los más puestos en historia se irritan con las licencias que se toma la trama, pero ya sabíamos que esto no es una enciclopedia, sino entretenimiento.
A diferencia del Vikingos original, hay aquí más acción y batallas que intimidad y misticismo. Hirst ya no lleva la batuta, sino Jeb Stuart, que imprime otro ritmo en ocho capítulos que no dan respiro. Frente al reposo de las entregas anteriores, que se hicieron lentas al final, quizás a esta tanda de capítulos le pase lo contrario, que le falta algo de pausa para desarrollar a los personajes, para explorar sus ambigüedades. Claro que estamos en la primera temporada de no sabemos cuántas.
Aún no tenemos noticias de él, pero sabemos que todo esto acabará con el normando Guillermo el Conquistador ganando el trono de Inglaterra. Será el triunfo final de los vikingos, cuya huella ha quedado hasta hoy en el Reino Unido, en Francia y en tantos otros países. Con su conversión al cristianismo muere el paganismo en Europa. Ya no son los mismos que aspiraban a acabar sus días en un banquete con Odín en el Valhalla. No sabemos qué pensaría Ragnar de todo esto; su sombra todavía es alargada.
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