¿Se hubieran salvado los Oscar si hubieran tenido presentador?
La gala de la Academia estadounidense terminó el domingo pasado de forma súbita y fría, con el premio a un actor ausente y un fundido a negro que solo un conductor podría haber salvado
“La Academia acepta el Oscar en su nombre. Gracias”. Con estas escuetas y nada atractivas palabras dichas por el actor Joaquin Phoenix, que entregaba el último galardón de la noche, se cerró el pasado domingo en Los Ángeles la gala de los Oscar menos vista en la historia de los premios. No había nadie para recoger el galardón a Mejor Actor que acababa de recibir Anthony Hopkins (quien en ese momento estaba durmiendo en su casa en Gales a miles de kilómetros, convencido como casi todo el mundo de que el premiado iba a ser Chadwick Boseman a título póstumo). La ceremonia, que por tercer año consecutivo no tenía conductor, terminó de forma abrupta. Sin catarsis ni desenlace.
Los Oscar no son los únicos grandes premios de la industria del entretenimiento que han apostado alguna vez por prescindir de una figura que hile la gala. También los Emmy, los Grammy o los Globos de Oro lo han hecho alguna vez, sobre todo recientemente. La audiencia, por otro lado, se ha desplomado en los últimos años, a mínimos históricos. ¿Es la ausencia de estas figuras un síntoma de la crisis que sufre el formato de las clásicas entregas de premios?
La guionista y directora Cristina López es especialista en este tipo de galas. Ha participado en varias, tres de ellas de los Goya. “Una de las razones por las que estas ceremonias pierden audiencia es porque no hay presentador”, asegura al teléfono. “Pierde gran parte de su atractivo, independientemente de lo que es una gala de premios, que siempre te apetece ver a los que los entregan, los vestidos, etc. El presentador es fundamental, es lo que le da personalidad a la noche. Es uno de los mayores atractivos para ver una cosa que dura mínimo dos horas y media o tres. Esta moda de que no haya presentador es contraproducente para atraer público a las galas”.
La misma idea comparte Emilio A. Pina, productor ejecutivo de Plano a plano, y que desde la Academia de Cine se encargó de la producción de cinco galas de los Goya entre 2007 y 2014: “Las ceremonias no las recordamos por la película que ha ganado. Una gala la recuerdas porque fue, por ejemplo, la de Ricky Gervais [en los Globos de Oro de 2011]. Incluso es más fácil identificarlas con algunos conductores que repiten que por las películas que se llevan los premios, que siempre hay que tirar de internet porque no se recuerda más que al presentador”. El productor recuerda épocas como las de Whoopi Goldberg o Billy Crystal en los Oscar en los noventa y principios de los dos mil, cuando la audiencia en EE UU superaba siempre los 25 millones de espectadores y no los apenas nueve del domingo pasado: “Con algunos de ellos que han repetido y han tenido su época, recuerdas ese sello”.
Aquel Goya de Alfredo Landa en 2008
El vacío creado por el cierre del pasado domingo hace rememorar a Pina el momento de los Goya de 2008, cuando el cómico José Corbacho, conductor aquella noche, tuvo que dar salida con humor y lo más rápido posible a un momento comprometido: Alfredo Landa había subido al escenario a recoger el premio de honor y durante un poco más de un minuto, por el motivo que fuera, no logró articular bien ninguna frase. “Al principio era como que cada uno estaba en su movida hasta que alguien dijo, oye, no se entiende lo que está diciendo. Llevábamos como un minuto y no nos dimos cuenta.”, recuerda Corbacho al teléfono. “Al final se lo llevaron y salí yo diciendo, ‘es Alfredo Landa, que diga lo que quiera ¿no?’. Por quitarle hierro a algo que había sido muy extraño. Si de repente nadie sale y nadie dice nada, aparte de ser extraño es como poco humano y poco empático. Podía haber sido una cosa fría y terrorífica”.
Esa figura que une el espectáculo es vital, dice Pina: “Considero muy fallida la gala de los Oscar, poblada de anónimos, sin conductor, que es poco show. Cuando el único intríngulis es quién gana un premio, puede interesar más a los propios de las industrias, pero un poco menos a la gente que lo ve en su casa”. Para Corbacho, que también había presentado los Goya un año antes, el conductor aporta la calidez necesaria en un espectáculo así: “Vale que nos dediquemos al mundo del cine y la televisión y que haya un factor tecnológico detrás, pero tampoco perdamos el corazón de las cosas. La gente se puede morir en un escenario, le puede pasar algo; que al menos haya alguien que salga y lo recoja y haga un chiste, que le dé humanidad a ese momento”.
“El problema de las galas es que se acaban convirtiendo en un programa de televisión, y hay que adaptarlo al medio, porque si no, no lo televisemos y ya está”, continúa Corbacho. “Nos juntamos la gente del cine en un sitio maravilloso, se dan los premios y luego al día siguiente la prensa da la noticia y ya está. Pero ya que nos ponemos a televisarlos, hay que adaptarlos a la televisión con la dificultad que eso tiene, porque hay una liturgia ahí de premios, de nominados, de agradecimientos, que es complicado hacerlo televisivo”, añade el cómico.
La persona que conduce estas galas suele ser uno de los mayores reclamos para el espectador. Lo fue cuando, recientemente y en diferentes premios, lo hicieron Silvia Abril, Andreu Buenafuente, Pilar Castro y Dani Rovira. “La primera forma de vender las galas siempre es quién las presenta y el hecho de que no haya alguien es un problema. Si es que el presentador no funciona es un problemón, pero son cosas que pueden pasar en cualquier formato de televisión, es un riesgo que hay que correr. Pero si no hay presentador es como una cosa sin forma, como una ristra de entrega de premios. Además en las galas de cine muchas de las películas que optan a los premios el público ni las ha visto”, apunta Cristina López.
Corbacho ve en estas galas sin cabeza un signo de los tiempos: “Lo de los Oscar entró en una sinrazón cuando empezaron a plantearse que nadie los protagonizara, o bien porque al anunciar el nombre saldría un tuit de 1984, o bien por cualquier cosa que dijera después. La gente ya dice, ‘por qué voy a presentar esto si me van a crujir’. Al final lo de quitar al presentador es como una metáfora de decir, hagámoslo todo mucho más aséptico, más tecnológico, y eso es un error para la propia industria del cine, que se está planteando su futuro contra los algoritmos y contra la tecnología mal entendida”.
Algo como lo del domingo no ocurrió en 2017. Aquel año presentó los Oscar el cómico Jimmy Kimmel. Fue cuando un error de la actriz Faye Dunaway hizo que por un momento se diera como premiada a Mejor Película a La La Land cuando en realidad era Moonlight. Kimmel estuvo en aquel caótico escenario con las decenas de personas que habían subido, de una y otra película, y al final pudo reconducir todas las emociones y sentimientos encontrados con un cierre improvisado: “No sé que ha ocurrido. Me culpo a mí mismo de todo esto. Recordemos, es un espectáculo de premios, odiamos ver a gente decepcionada, pero la buena noticia es que tenemos unas estupendas películas. Sabía que iba a fastidiar este espectáculo, lo sabía. Gracias por vernos. Mañana vuelvo a mi programa habitual y prometo que nunca volveré”. Lo hizo al año siguiente.
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