Si emociona, funciona
Banderas subrayó en el primer minuto que la ceremonia de los Goya debía robar parte de la atención de los nominados y justificar su existencia en este año deprimente
Cualquier gala de los Goya debe responder quién se lleva cada premio; los Goya 2021 debían además responder cómo. Ese era el trato. La ceremonia debía robar parte de la atención de los nominados y hablar de sí misma, justificar que los ganadores se conectasen por videollamada, asumir que no podía jamás tener el calor humano de las otras, pero, total, como estamos todos haciendo excepciones a diestro y siniestro, igual tampoco era tanta pérdida.
Antonio Banderas, nuevo productor y presentador de la ceremonia, resolvió la cuestión en su elegante monólogo de apertura, donde sentenció que el cine era indivisible de los terribles titulares de los últimos meses: “Nuestra contribución es dejar testimonio de lo vivido”, dijo, en doble referencia al séptimo arte y a su gala. Con tan solemne primer paso, cualquiera le afea los fallos telemáticos. Fue la noche de Las niñas, pero también una en la que Rozalén recibió el premio a mejor canción original con las palabras: “Y encima no se oye esto”. La hermana de Natalia de Molina pensó que esta había ganado el Goya a mejor actriz de reparto y se puso a celebrarlo delante de todos mientras el premio lo recibía Nathalie Poza. Fernando Trueba aceptó el suyo diciendo: “Estás muteado”. ¡Qué más 2021 que eso!
Lo normal es que la gente se introduzca en la gala: alguien anuncia su nombre, ellos suben al escenario, peroran sobre sus allegados y se marchan dejando su impronta para el siguiente. En 2021, la gala se introdujo en la gente, todos en sus casas, algunos en burbujas (el equipo de Las niñas; el de El año del descubrimiento, tan entrañable; la legión en casa de Mario Casas), otros solitarios, cada uno con una energía distinta. ¿Funcionó? Alguien de 2020 o 2019 habría dicho que no, pero a los de 2021 nos emocionó, porque se parecía a nuestro nuevo mundo. Y en televisión, lo que emociona, funciona.
Fuera de la televisión, en redes sociales, algo no funcionó. En la emisión en Facebook de la alfombra roja, RTVE debió dejar unos micrófonos abiertos entre los periodistas que cubrían el desfile de estrellas. Se filtraron lindezas del estilo: “Esta es la única guapa porque las demás, todas esqueletillos”. La misma voz decía después: “No sé de dónde han sacado a esta pero, macho, esta cobra. Puta, puta, puta”. En el escenario todo estaba bien atado; fuera de él, todo seguía igual.
Banderas diseñó una noche frugal, que saltaba de premio en premio sin las habituales palmaditas gremiales en el hombro: en una hora se había despachado la mitad de los galardones. Arrancó con Pedro Almodóvar, que entregó el galardón a mejor vestuario; siguió Penélope Cruz, luego Alejandro Amenábar, de ahí a Paz Vega y, finalmente, Juan Antonio Bayona. Fue una declaración de intenciones, casi, el no aprovechar esas presencias para introducir un discurso. En hora y media, iba por el repaso a los fallecidos el año, una lista llena de técnicos, foquistas, mezcladores de sonidos y demás puestos habitualmente olvidados. Casi como declaración. Si le quitas el glamour al cine, aún queda cine.
Siguió una sucesión de escenas con vocación de corazón de la gala: Ángela Molina recibió su Goya de honor. Un mensaje de ánimo Sylvester Stallone fue seguido -en un acto de radical autoestima patria- por una imitación de Pepe Isbert hecha por Carlos Latre. Aitana cantó la canción favorita de Barbra Streisand, la cual mandó un mensaje de audio. Una enfermera defendió memorablemente la sanidad pública y entregó el Goya a mejor película. No hubo aplausos al final, dos horas y media después. Cómo iba a haberlos.
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