Una serie para el finde: ‘La conjura contra América’, qué fácil salta la chispa del odio
El antisemitismo se extiende por unos EE UU complacientes con Hitler y lo vemos desde los ojos de un niño judío. La historia de Philip Roth, adaptada por David Simon, tiene una lectura muy actual
La democracia no es tan sólida como solemos dar por sentado, la razón no ha vencido para siempre a la barbarie, la convivencia es frágil. El odio que se alienta siempre desde arriba va calando abajo, de forma que se va nutriendo una masa lista para la insurrección. Entre la turba que asaltó el Capitolio el pasado miércoles, muchos se fijaron en el extravagante tipo adornado con pieles y cuernos, pero menos repararon en el visible lema en el pecho, impreso en su sudadera negra, de otro de los sediciosos: “Campo de Auschwitz. El trabajo os hará libres”. El lema que recibía a las víctimas del Holocausto.
Cuesta entender la raíz tan profunda del antisemitismo, más allá de la etiqueta del pueblo “deicida” que puso el cristianismo romanizado, más allá de la intolerancia religiosa del medievo, más allá del nacionalismo hostil con las minorías que surgió a partir del siglo XIX. Hitler no inventó este prejuicio aunque lo llevara al límite. Cuesta entenderlo, pero ahí sigue el antisemitismo, profanando tumbas, atacando sinagogas o difundiendo bulos por las redes. En EE UU, en Europa, en la mismísima Alemania. El monstruo adopta nuevas formas, y apunta a nuevos colectivos como chivos expiatorios, pero aparece una y otra vez.
Lo inquietante de La conjura contra América (en HBO) no es el ejercicio de historia alternativa, no es imaginar un EE UU complaciente con Hitler, que se aferra a la neutralidad y deja a los europeos a los pies de los nazis en los años cuarenta. No, lo terrible es comprobar con qué facilidad puede extenderse el odio contra las minorías. No hace falta un líder abiertamente fascista o supremacista: basta con que legitime las ideas extremistas, que haga algunos gestos, que diga que son buena gente, o “personas muy especiales”. Basta con que deje hacer a los fanáticos sin responsabilizarse en ningún momento de sus actos. Así actúa Lindbergh, el héroe de la aviación de retórica incendiaria, personaje real, que en la ficción alcanza la Casa Blanca.
David Simon, el creador de The Wire, adaptó como miniserie la novela de Philip Roth, quien se ponía a sí mismo de protagonista: un niño judío de Newark, perfectamente integrado en su entorno, que no entiende por qué de repente empiezan a señalarlo como diferente. La narración es fiel al libro, no como The Man in the High Castle, la otra ucronía de nazis triunfantes (en Amazon Prime Video) con la que es inevitable la comparación. Lo que en La conjura es casi todo intimismo, la visión del despertar del monstruo antisemita desde los ojos de una familia corriente y angustiada, en The Man desborda la novela de Philip K. Dick para extenderse como una fantasía de ciencia ficción resultona pero sin más mensaje. La novela de Roth es muy anterior a Trump, de 2004, pero la serie se estrenó el año pasado, y Simon recalca sutilmente los paralelismos entre el pasado más negro y el presente tirando a oscuro de su país.
Lo que leemos en el libro de Roth y lo que vemos en la serie de Simons no es un pasado imposible, sino un tiempo cualquiera. Esos mensajes venenosos los hemos oído, los seguimos oyendo. En La conjura contra América aprendemos que todos podemos ser judíos de algún modo. Que la chispa puede encenderse en cualquier momento, en cualquier lugar. Cualquier 6 de enero, sin ir más lejos.
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