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La vida en digital

Hoy las catástrofes son (también) tecnológicas

Estamos asistiendo con estupor al efecto de un virus en nuestro ecosistema tecnológico. Hoy, el asteroide Covid-19, procedente de ese espacio exterior que es la naturaleza, ha impactado en el ecosistema artificial que envuelve a la humanidad.

Getty Images

A diferencia de otras especies, que se instalan en nichos donde se dan las condiciones naturales e interrelaciones para su supervivencia, los humanos construimos nuestro lugar en el mundo o, quizá mejor: nuestro mundo en un lugar. Un lugar, por primitivo que sea, es ya una construcción artificial. Y no hemos dejado desde la primera hoguera en la caverna de ir creando lugares en este mundo hasta alcanzar hoy la megalópolis planetaria en la que todos estamos encerrados.

También podemos vernos en este mundo suspendidos de una red, de una red artificial, que no paramos de tejer. Si se desgarrara nos precipitaríamos en una naturaleza en la que si bien venimos de ella ya no nos acogería desprovistos de nuestros artefactos, desnudos. Esta relación tan inestable y frágil es la que mantenemos con el mundo natural que nos creó.

De ahí nuestro temor a que un impacto ciego desgarre nuestro ecosistema artificial. De igual manera que otros impactos han desgarrado el ecosistema natural y han precipitado a la vida en el abismo de la catástrofe.

Este temor ha ido creciendo en el humano a medida que el ecosistema artificial se ha hecho más denso y complejo por el desarrollo tecnológico. Y es que cuando construimos un artefacto dejamos en él una capacidad de nuestra naturaleza humana (destreza, memoria, comunicación, cálculo, esfuerzo, percepción…); pero, como todo artefacto amplifica las funciones naturales que le trasvasamos, se crea una dependencia creciente de los humanos con sus obras. Y dado que el mundo que fabricamos no es un trastero, de objetos inconexos, sino que todos los artefactos están interrelacionados —de igual modo que las formas vivas— se teje una red, un ecosistema artificial del que dependemos.

Y cada vez más. Por tanto, se produce la contradicción actual de que la potencia tecnológica es fabulosa, pero también crece con ella la sensación de fragilidad de nuestra existencia, pues si bien los fallos son improbables y el ecosistema artificial muy resistente, de producirse alguno en cualquiera de los puntos de esa red, el desgarro podría ser catastrófico.

Estamos asistiendo con estupor al efecto de un virus en nuestro ecosistema tecnológico

Estamos asistiendo con estupor al efecto de un virus en nuestro ecosistema tecnológico. Ha impactado como si un asteroide proveniente del espacio exterior golpeara —como ya lo ha hecho anteriormente con resultados catastróficos— en el ecosistema natural que envuelve al planeta Tierra. Hoy, el asteroide COVID-19, procedente de ese espacio exterior que es la naturaleza, ha impactado en el ecosistema artificial que envuelve a la humanidad.

En los primeros momentos costaba entender los avisos de alarma ante lo que se avecinaba, pues se veía como un daño en nuestra naturaleza humana, propensa a estas enfermedades. Cierto que algunas de ellas han sido catastróficas, pero en este caso no parecía muy letal. Pero la alarma sonaba —sin ser atendida— por el impacto que podría producir en un mundo en red, en un acogedor ecosistema artificial, invisible en su mayor parte, pero que sostiene nuestra calidad de vida. La desatención ante los primeros avisos se debía precisamente a no ser conscientes de que estamos sostenidos por esa red artificial.

Hasta ahora, y confiemos en que hasta aquí, el desplome aterrador ha afectado al sistema de asistencia sanitaria y provocado el sufrimiento de las víctimas. Mientras que se miraba con preocupación la resistencia de los transportes, internet, redes de suministros básicos… Todo gestionado por una infraestructura tecnológica invisible, pero imprescindible para el latido de la civilización. Y es que cuesta aceptar que estamos pendiendo de una red de incontables artefactos para no precipitarnos sin remedio en una naturaleza indiferente a nuestro vértigo.

Volviendo a la hoguera del principio: la hoguera es un artefacto (pues no es un incendio, sino un fuego controlado) que procura al humano un lugar en la caverna. Algo proveniente de fuera, algo natural como una ventisca podría apagarla y el refugio dejaría de ser un lugar habitable, y sus pobladores quedarían indefensos a la intemperie. Desde esas primeras amenazas hasta hoy no hemos dejado, ni debemos dejar, de cuidar el fuego que se encendió una vez y que ahora acoge a una megalópolis planetaria.

Cuesta aceptar que estamos pendiendo de una red de incontables artefactos para no precipitarnos sin remedio en una naturaleza indiferente a nuestro vértigo.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

 

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