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“No poder comprobar que los restos eran los de mi padre nos pesará en la conciencia”

Cuatro lectores de EL PAÍS comparten sus cartas dedicadas a sus familiares fallecidos en la serie 'Historias de la pandemia'

Denís Galocha
Denís Galocha

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Pocos pensábamos cómo la covid-19 cambiaría nuestras vidas cuando se comenzó a hablar de ella. Primero la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia global el 11 de marzo y, dos días después, el Gobierno de España decretaba el estado de alarma. El virus se expandía por España, pero de manera muy especial por la Comunidad de Madrid, autonomía en la que resido. Desde entonces, he albergado gran parte de las 27 emociones que puede presentar un ser humano a excepción del aburrimiento, la diversión, el deseo sexual y el asco.

Comencé el confinamiento con sorpresa y apreciación estética sobre la forma en la que el Gobierno central y el autonómico estaban gestionando esta difícil situación. Me sentía igual al pensar en las medidas que podían haber adoptado y no ejecutaron. Mi hija llevaba ya días sin actividad escolar y su padre tenía que seguir trabajando, ya que su profesión está entre las catalogadas como esenciales. Salíamos solo para lo más importante y nos dividimos los cuidados a las personas dependientes de la familia. Era necesario cuidar de nuestro tío, recientemente salido de la UCI y que tiene más de 80 años.

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Esa responsabilidad no podía quedar solo en su hermano, mi padre, ya que por su edad -tenía 76 años-, también debía protegerse del virus que día a día crecía de forma exponencial en la Comunidad de Madrid. Nos repartimos entre mi padre y yo las tareas, como hacer la compra o acompañarle a las pruebas clínicas, que no quedaron suspendidas hasta el día 19 de marzo (el mismo 18 mi padre le acompañó al hospital de Getafe a una extracción sanguínea). Apenas 48 horas después y con bastante incredulidad, mi padre comenzaba a presentar fiebre, que fue en aumento durante el fin de semana hasta alcanzar picos de 39,5 grados. El paracetamol solo bajaba ligeramente la temperatura, sin llegar a desaparecer por completo la fiebre. El descenso cada vez duraba menos tiempo.

Mientras los datos de contagiados y fallecidos seguían creciendo siendo impactantes y el número de teléfono que se habilitó para dudas sobre la enfermedad resultaba ineficiente, me dirigí un lunes por la mañana al centro de salud al que pertenecía mi padre. Quería ver si era posible asistir a consulta, que un profesional le visitara en domicilio o, simplemente, que un médico le llamase para valorar la situación. Pero esa llamada no llegó hasta transcurridas 48 horas de mi petición y en ese momento se le remitió al hospital para que le hicieran analítica y placa. Llevé a mi padre al hospital, ese fatídico 25 de marzo, en pleno pico de la pandemia. Jamás olvidaré las imágenes que viví con horror. La sala de espera se había habilitado como zona de hospitalización para enfermos cuyo posible pronóstico era covid-19. Personas con más de tres días de hospitalización en esa sala convivían con aquellos que acudíamos por vez primera. Sin sillas para que se sentaran los enfermos, aquellos con más suerte recibían su tratamiento o lo esperaban sentados en las sillas con respaldo reclinable que habitualmente están en las habitaciones de hospitalización, otros en las sillas habituales de la sala de espera y otros ocupaban sillas de rueda.

Mi padre encontró una silla de las habituales junto a la zona marcada como “hospitalización”, donde vio cómo una persona se desmayaba delante de él, lo mismo que a él le sucediera minutos después en el aseo. Yo esperaba en la calle, con doble protección para evitar seguir aumentando la curva de contagios. Unas horas después y con cierto alivio, el personal médico me informa de que le mandaban a casa con seguimiento hospitalario. Debería permanecer en aislamiento y esperar la llamada de seguimiento que le realizaron a las 48 horas. Se apreció cierta dificultad respiratoria, por lo que nos tocó volver al hospital para repetir pruebas. Volví a llevar a mi padre a la zona de urgencias y con temor de lo que nos esperaría, subimos la rampa de acceso andando, sin imaginar que ese 27 de marzo sería el último día que volvería a pisar la calle.

Carlos Álvarez, padre de Ana María, a los 77 años.
Carlos Álvarez, padre de Ana María, a los 77 años.

Las medidas de seguridad eran más estrictas. No esperaba de forma voluntaria en la calle, sino que ahora era la recomendación del personal del hospital era dejar datos de contacto y esperar en el exterior. Allí estuve durante horas hasta que me notificaron que los parámetros de la analítica habían empeorado bastante y que se iba a quedar hospitalizado en urgencias en espera de cama. Me autorizaron a llevarle artículos de uso personal y volví con algunos de ellos, como el cargador del móvil para que, en la medida que fuera posible, estuviera en contacto con su familia. Allí me informaron que nos llamarían diariamente (mientras no subiera a planta) para informarnos de su estado.

Todas las mañanas esperaba con ansia que mi teléfono sonara y que en él se viera el típico número de centralita. O que la pantalla registrase un número desconocido. La saturación de oxigeno no era buena, lo que desde el principio le llevó al uso de mascarilla con reservorio. Durante ese fin de semana nos familiarizamos con términos como “episodios de desaturación”, “infiltrado pulmonar” o con las distintas tipologías de mascarillas de aportación de oxigeno de alto rendimiento, mientras mi madre comenzaba a presentar tos bastante seca que iba en aumento. Al día siguiente volví al centro de salud para que el personal médico, al que diariamente le demostrábamos nuestra admiración y agradecimiento sumándonos a los aplausos colectivos, valorasen un nuevo posible caso.

Pasaron a mi madre a consulta y la auscultación no gustó en absoluto. Nos remitieron de nuevo al hospital para realizar placa y analítica. Volvía el miedo, la incertidumbre y la ansiedad por no saber que nos deparaba el futuro inmediato con las altas cifras de fallecidos que presentaba la Comunidad de Madrid. Los malos presagios nos volvieron a invadir: mi madre también quedaba hospitalizada, presentaba neumonía y un posible trombo pulmonar.

Ese mismo día mi padre no era “apto” para pasar a UCI. Sentí un dolor empático con todas esas familias de los fallecidos que como mi padre tenían más de 75 años, con los que el personal sanitario tuvieron que “optimizar recursos”. No podían dar respuesta a mi pregunta de cuáles eran los motivos por lo que no era apto… Las consecuencias de esta pandemia han sido más latentes tras las décadas de políticas de recortes que el Partido Popular ha aplicado en la Comunidad de Madrid, situándonos con uno los peores datos en gasto de sanidad, y ratios de camas y camas/UCI entre las distintas comunidades autónomas. Todo esto ha provocado que se disponga de menos recursos, materiales y humanos, para poder hacer frente a los estragos que la covid-19 ha provocado en muchas familias.

Nunca olvidaré el 31 de marzo, cuando la tan ansiada llamada hospitalaria, que ahora se tenía que producir con duplicidad, indicaba que el estado de mi padre se estaba “torciendo”. Volvía a presentar fiebre con picos superiores a 39,5º. Respiratoriamente estaba muy justo y no “reaccionaba” a los tratamientos. Neumología le había revisado y hacía todo lo que podía, pero experimentaba un deterioro progresivo importante, por lo que, si así lo deseaba y con todas las medidas de seguridad a nuestro alcance, nos gestionaban una visita para que pudiéramos estar con él… Tras unos instantes de confusión entendimos que nos estaban autorizando a “despedirnos”. Con torpeza atiné a decir un “de acuerdo” y nos pusimos de acuerdo en cómo acceder al centro hospitalario.

Una vez allí me armé de valor para a subir al ala 4A, donde estaba mi padre desde que el domingo por la noche lo trasladaran desde su box de urgencias. Allí me invadió un sentimiento de “entrancement”, ya que vi a mi padre contento con mi presencia, alegre y bromista como siempre y tuvimos unas horas de muy buena charla. Salí satisfecha con la visita y así se lo hice ver al personal de planta. Quise pensar que de forma más lenta de lo habitual su organismo reaccionaba y cabía la esperanza de una mejora en su estado. Que había hecho bien al seguir las recomendaciones de los profesionales de no contarle que mi madre también estaba hospitalizada, pero esa misma tarde noche su mejora había sido notable y se había animado a llamar a casa para hablar con su mujer. No conseguía contactar con ella, por lo que aumentó su estado nervioso y le tuve que mentir indicando que teníamos una “avería telefónica”.

Mi madre, que por la mañana nos habían indicado que seguía en urgencias pendiente de cama, tenía el móvil apagado y no había forma de avisarla para que secundara mi versión y le tranquilizase. Esa noche puse patas arriba el hospital para que localizaran a mi madre, que alguien la ayudase a cargar y encender su móvil y hablase conmigo. Quiero agradecer al personal que ese día me ayudó, comenzado por el personal nocturno que está en centralita por la noche, quien tras escuchar lo que me pasaba me transfirió la llamada a urgencias. Al personal de urgencias que buscó a mi madre y me dijeron que había sido trasladada a la segunda planta y que les avisaban ellos. Y por último al personal de la segunda planta, que localizó a mi madre, la ayudó a encender el móvil y la puso en contacto conmigo para que pudiera contarle todo lo que había ocurrido. Cuando colgué experimente la calma por haber conseguido mi objetivo.

En los días sucesivos ambos experimentaron una mejoría, aunque no con la misma velocidad en ambos casos, lo que hizo posible que mi madre fuera dada de alta el viernes 3 abril por la mañana y ambos cónyuges pudieran hacer una videollamada. Aún recuerdo con mucha emoción a mi padre repitiendo “bien coño, bien, por fin buenas noticias” mientras portaba la mascarilla de alto rendimiento que le alternaban con la del reservorio. Comenzaba para mi madre en esos momentos su aislamiento. Y para mi padre, el que sería su último fin de semana de contacto con su familia. Durante ese fin de semana, al estar en planta, no iban a informar a la familia, salvo que se produjera un empeoramiento en el estado de salud. Ese domingo hablamos con él por última vez, una llamada en la que no faltó la recomendación de que estuviésemos pendientes de las medicinas de su hermano. Se le veía menos cansado que el día anterior y con menor dificultad respiratoria, lo que hizo que pudiera mantener con su nieta y sus hijas e hijos una conversación algo más larga. Minutos después cerró el WhatsApp y nunca más volvió a usarlo para contestar mensajes o llamadas. Aún hoy estoy intentado reunir las fuerzas para poder ponerlo en marcha y cerrar las cosas que dejó pendientes y que este “bicho” le ha privado de terminar.

Al día siguiente el parte médico nos indicaba que había tenido episodios de desaturación durante el fin de semana, que cada vez era más difícil recuperarle de estos episodios. Las placas indicaban un alto volumen de tejido infiltrado en ambos pulmones, pero seguía sin ser candidato para UCI. Lo habían valorado durante el fin de semana, pero su recuperación era poco probable. Con apenas unos 20 minutos de diferencia, ese lunes 6 de abril, volvimos a recibir llamada del hospital indicando que lo bajaban a la UCI y que la función de información quedaba en sus manos. En esos momentos de estrés y tensión no atiné a preguntar si había pasado algo que motivase el traslado urgente o por qué ahora ya era “candidato”… Lo “especial” de esta situación es que era nueva para los pacientes que han estado solos durante su enfermedad, también para los profesionales, que han vivido situaciones de dolor y tristeza, y para las familias, que sufrimos la tristeza de forma directa y estamos desinformados al no poder estar junto a nuestros seres queridos.

Desde ese día comencé, con mayor interés si cabe, a anotar una especie de diario, donde después comparaba resultados con días anteriores, a medida que seguía con la familiarización de más “términos” médicos en los que fui profundizando poco a poco. Averigüé que estaba en la zona de reanimación, habilitada como UCI durante esta crisis sanitaria. Aunque no era costumbre, casi como una necesidad mental, sentí la necesidad de recurrir en estos momentos duros y críticos a adorar lo que se suele llamar ser divino.

Durante toda esa semana cambiaron la postura del enfermo en varias ocasiones. Me indicaban que en posición “prono” se maximizaba más la oxigenación, pero cuándo volvía a la de “cubito supino” volvía a empeorar. Los antivíricos que estaban usando de forma “experimental” no se aplicaba en UCI. Sus pulmones, sobre todo el izquierdo, seguían presentado infiltrado y seguía necesitando la ventilación mecánica, pero no presentaba afectación de órganos ni de sus funciones. Así fui recabando datos sobre los resultados de la PCR, de los iones de sodio y potasio, de los parámetros inflamatorios en sangre, de la tensión, el ph y la fiebre, aunque ellos se centraban siempre en los parámetros de oxigenación, que eran los importantes y significativos para su estado de gravedad.

El 14 de abril empezaron a darnos buenas noticias. Ya mantenía los parámetros respiratorios en niveles óptimos en la posición de cúbito supino y el resto de parámetros mejoraban, por lo que cabía la posibilidad de comenzar en breve con la retirada del bloqueo neuromuscular. Pensábamos y teníamos cierta tendencia al romance, pensando que podríamos celebrar su cumpleaños. Cumplía 77 el 18 de abril, con una extubación… Pero esto no se produjo, en su lugar hubo un sangrado provocado por la entubación, que obligó a realizarle una traqueotomía días después. Pensaron que ese método sería más lento, pero a la vez seguro para que le pusieran el respirador en tipo “presión de soporte”. Sin embargo, algo cambió…

Pese a que el día 22 sus parámetros estaban “mejor que otros días” y veían tendencia a la mejora, al día siguiente experimentó un estancamiento. Comenzó a presentar acumulación de aire subcutáneo y el día 24 la llamada comnezó así: “No está respondiendo bien, esta mañana se le ha realizado un escáner que muestra que los pulmones están muy afectados. Puede que estén rotos, lo que hace imposible la vida. La aportación de oxigeno es máxima y satura por debajo del 90%... El desenlace es inminente. Si quieren venir a verlo, le gestionamos permiso a una persona”.

Esa tarde fui a verlo. Me hicieron entrega de sus objetos personales y me pidieron que me fuera porque el riesgo de contagio era muy elevado. Apenas unos minutos después de marcharme, el bicho apagó la luz de mi padre, y la covid-19 nos lo quitó como a los 26.277 restantes (datos oficiales a 9 de mayo), de los que 8.551 son de nuestra comunidad.

Después llegó la tristeza. Si una pérdida es dura, estas circunstancias lo hacen aún más difícil. De la tristeza y la nostalgia del recuerdo pasamos al enojo, ya que la compañía aseguradora cometió un error en una llamada e informó de un proceso distinto al que quería la familia. Pasamos de desear inhumación a que se gestionase una incineración. A pesar de que aseguran que es un error de la aseguradora, que solo figura en su base de datos, el no poder comprobar que el cuerpo que te entregan es el de tu ser querido siempre será una duda que pesará en nuestra conciencia.

¿Es justo no poder despedirnos de ti, vivo o muerto?

Paz Ventura Martín / Leganés (Madrid)

Querido papá,

Me han dado la oportunidad de poder escribirte estas palabras. Solo decirte que no pudimos hacer nada por ti. El 9 de marzo ya no pudimos verte en la residencia. A finales de marzo, después de muchos días sin coger el teléfono, nos dijeron que no comías, lo que nos extrañó muchísimo. El 15 de abril te trasladaron al hospital para confirmar con dos test que ya habías generado anticuerpos, pero el virus te había dejado destrozado y te quedaba muy poca vida. Volviste a la residencia sin poder tener la más mínima presencia de tus seres queridos. Otra vez la pesadilla, sin poder abrazarte, nosotros que no hemos faltado ni una sola tarde a la residencia para estar contigo. ¿Es justo morir solo? ¿Es justo no poder despedirnos de ti, vivo o muerto? ¿Qué duelo nos espera?

Eugenio Ventura Lorón, en el centro de la imagen, rodeado de su familia en su 80 cumpleaños.
Eugenio Ventura Lorón, en el centro de la imagen, rodeado de su familia en su 80 cumpleaños.

No fuimos capaces de ver la destrucción del virus, aunque jugábamos con ventaja pues ya había ocurrido lo mismo en China. Y ahora, papá, se dedican a echarse las culpas unos a otros como si a los familiares nos importaran las broncas en el Congreso. Solo espero que se revise seriamente el modelo actual de residencias, sin broncas ni culpas. Y que entiendan de una vez que solo pueden ser cien por cien públicas.amás se puede esperar beneficios porque ocurre lo que ha ocurrido.

A tu mujer y a tus hijos solo nos queda la esperanza de que hayas muerto asistido, de acuerdo al siglo que estamos y no abandonado en una habitación sin medicalizar (jamás lo sabremos). Buen viaje nos dejas un recuerdo inolvidable.

“Mi duelo personal y único se quedó confinado”

Marga Vila Pena / Meco (Madrid)

La pandemia llegó y mi duelo se quedó confinado. Durante todas estas semanas he vivido entre el trabajo desde casa, las compras por internet y el teléfono para hablar y ver a amigos y familia, la cocina de mis platos preferidos, la compañía de mi amado compañero y de nuestros gatos. El 13 de marzo llegó a mi vida, en un momento intenso, único y triste de duelo por la muerte de mi querida hermana apenas un mes antes, después de meses y años muy especiales en los que su enfermedad consolidó y generó una relación única y mágica de hermanas de vida. Y mi duelo personal y único se quedó confinado.

Durante semanas, la inmensidad e intensidad de lo que ha pasado, las tragedias personales cercanas y lejanas, me han envuelto y han confinado mi dolor en un espacio muy pequeño en el fondo de mi corazón. Sentí dolor por cada muerte cercana, preocupación por cada contagio conocido, agradecimiento y emoción por mis amigos, mis compañeros de trabajo y por todas las personas que han soportado esta crisis y me han permitido llegar hasta hoy sana y tranquila. Pero con un asunto pendiente, llorar la muerte de mi hermana y prepararme para continuar mi vida sin ella.

Querida hermana, cuánto te he echado de menos estas semanas, cuántas llamadas por hacer y cuánta inquietud sin compartir. Allá donde estés, que sepas que todos estamos bien. Mamá, a sus 93 años, sigue bien, protegida y cuidada en su residencia que la covid-19 no visitó.

Carta de una viuda al marido que no pudo velar

Elizabeth López Caballero / Las Palmas

Aún recuerdo 20 veinte de enero de hace ya muchos años cuando el cura dijo: “En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe”.

Tú asentiste con el rostro muy serio. Venías de hacer la mili y aún desprendías ese olor a soldado entregado a su patria.

Yo también asentí con rubor en las mejillas.

Me había llevado al chico más guapo del pueblo y por supuesto que pensaba quedármelo para mí hasta que la muerte nos separase.

De eso hace ya 68 años.

¡68, Miguel!

¡Cuánto ha llovido desde entonces!

Durante este tiempo fuiste un buen marido y un maravilloso padre.

Un adelantado a tu tiempo, decían las malas lenguas, al “permitirme” trabajar de maestra a la escuela rural.

Siempre atento y dispuesto a ayudar a todo el mundo.

Con tu gran sonrisa como carta de presentación.

Crecimos y envejecimiento juntos, Miguel. Y, fiel a lo que nos hizo prometer el cura, como buenos cristianos, nos cuidamos en la salud y en la enfermedad.

Al principio, cuando éramos jóvenes, en una gripe o en un virus de estómago.

Con los años apareció mi diabetes y tu hipertensión.

La artrosis vino para quedarse a vivir en nuestra estructura ósea y la vista y el oído fueron perdiendo calidad.

Pero a ti, Miguel, siempre te vi sin dificultad y no hubo noche que no me hiciera eco de tu “te quiero” entre líneas.

"Estoy como un toro", solías decir y yo nunca te contradije.

¿Cómo iba a contradecirte, Miguel, si 68 años después seguía igual de enamorada que aquella chiquilla atolondrada que se perdía en la hierba de tus ojos?

Pero algo falló, querido.

Porque aunque lo intentaste -me lo dijo la enfermera que me llamó para darme la noticia-: "Luchó hasta el último momento". No pudiste ganarle la batalla a este bicho del que parece que no podremos deshacernos.

Y yo también fallé, Miguel.

Te fallé a ti y le fallé a Dios porque no pude estar a tu lado.

Cogerte de la mano.

Decirnos todo con la mirada como hemos hecho siempre.

Un golpe de tos.

Dos.

Dificultad al respirar.

Fiebre...

Y lo último que recuerdo es la ambulancia alejándose a través de una calle vacía. “No puede acompañarlo, señora, es el protocolo”. Me dijo el muchacho de la ambulancia. “Pero es mi marido”, repliqué con un hilo de voz. “Es el protocolo”. Y la conversación concluyó.

Era la primera vez que nos separábamos en 68 años, Miguel.

Y aún sigo esperando a que entres en casa llamándome a voz en grito: "¡Carmela, Carmela, ya estoy aquí". Pero no regresas y aquí estoy yo, sin haberte podido ver por última vez.

Sin tus cenizas.

Sin tu cuerpo.

Sin tu voz.

Aquí estoy, Miguel, escribiéndote esta carta sin saber si, allí a donde hayas ido, llega el correo.

Adaptándome a esta "nueva normalidad" y deseando encontrarme pronto contigo.

Siempre tuya,

Carmela.

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