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Ser docente en tiempos de pandemia

Tres profesores y lectores de EL PAÍS cuentan el papel que ha desempeñado su gremio durante la crisis del coronavirus

Denís Galocha.
Denís Galocha

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Nuestro primer consejo escolar online iba de maravilla. Las madres apreciaban nuestro esfuerzo por formarnos de sopetón, por superar la sobredosis inicial de tareas, por telefonear al alumnado descolgado, o llevarles libros, ejercicios y un par de ordenadores privados, por mandarles consejos sobre cómo cualquier familia podía ayudar a sus hijos en las tareas escolares. El padre agradecía la dedicación con los chavales de necesidades especiales y ensalzaba las ventajas de Class Room sobre Moodle como plataforma para acabar con la diversidad de canales con que, a veces, aturdíamos a las familias.

El director explicaba la utilidad de los aprendizajes imprescindibles de primaria y de infantil, recién aprobados en claustro, y cómo serían la evaluación final y la ordinaria, y dejaba para junio cómo regular este año las reclamaciones. Con más orden que en una sesión presencial, lamentábamos que el Ayuntamiento aún no hubiera ayudado a las 10 familias sin wifi, que en la Delegación Provincial continuaran las contraórdenes y nos siguieran poniendo pegas a entregar libros y materiales al alumnado, o el interés de la Consejería de Educación por diferenciarse del ministerio del mismo ramo, y a veces contradecir las órdenes del mando único del estado de alarma.

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Entonces, una madre dijo: “Es que las tareas son repetitivas y muy aburridas”. El director recordó una cara en el claustro, extrañada de que él volviera con su mantra de “aprender de la vida, aprender para la vida” de John Dewey, con lo que estaba cayendo. Así que, siguiendo a Tonucci, dijo que justo ahora habría que hacer de la necesidad virtud, y aprovechar el hogar como la mejor situación de aprendizaje, pero que eso ya era para nota, y mejor sería abordarlo en septiembre.

Le quedaba nada para dejar su cargo como director, tras 37 años de mandato, y ya había asumido que el profesorado había avanzado bastante en el aprendizaje por tareas integradas y proyectos: formándose, motivando a la comunidad en celebraciones comunes, abriendo la escuela más allá de la cancela, definiendo un currículum claro y sencillo... No estuvo mal el colofón del proyecto de febrero: 25 clases montando chirigotas sobre historia en nuestra trigesimooctava edición del carnaval de las coplas.

Con el coraje que le daba rendirse, se estaba rindiendo a que las modas estuvieran limitando las tareas integradas a unos centros de interés con manualidades incluidas. O a que la enseñanza espectáculo invadiera los días de la Paz o de la Mujer con vídeos con nombre en inglés, como si un festival de Eurovisión escolar se tratase. Y a que los proyectos acabaran teniendo un único formato: semanas culturales periódicas. Se estaba haciendo mayor.

Practicaba la mayéutica de Sócrates, hacer pensar preguntando, no respondiendo, desde que alguien se la recordó hacía 34 años en un aula de la naturaleza. Era muuuy cansino si estaba convencido, y repetía que la meta del aprendizaje basado en proyectos no era un “producto”, palabrita mercantilista, sino un “resultado socialmente útil” que podía ser tan poco tangible como asentar un hábito o descubrir una estrategia. Que lo crucial era plantarse en situaciones reales motivadoras, “tocar pelo” en su jerga, adoptar el papel de personas ajenas para resolver problemas cotidianos, aprender haciendo, empujar al alumnado a buscarse la vida. Dejar de ser profesor de teórica en una autoescuela y enseñar el examen práctico de conducir por el mundo real. Moco de pavo.

Un amigo le mandó el vídeo Quererse de lejos. Le llegó al alma, porque aún no sabía cuándo conocería a su nueva nieta, que debía nacer en Amberes a mitad de junio. Aparcó la rutina con su tutoría de quinto, y decidió diseñar tareas que respondieran a los distintos momentos que estuvieran viviendo él, su alumnado y sus familias. Les mandó una tarea integrada de cinco áreas, basada en ese vídeo. La escribió en letra de tamaño 36 para que se pudiera leer bien desde un móvil, y pidió las respuestas con fotos del cuaderno y audios de menos de medio minuto. ¡Tanta brecha digital de las narices! Se trataba de descubrir las palabras y las imágenes que mostraban el amor a distancia, el orgullo entre padres e hijos, el homenaje al personal sanitario. De pillarle la medida y la rima a los octosílabos. De que no hay educación emocional más ancestral que la poesía hablada. De inventar un poema usando la aliteración, comenzando por “la primera vez que vi tu cara”, la canción con que bailaba pegado, ya pureta. Como haría con las siguientes tareas, la rebotó a sus colegas de ciclo y a amigos de otros centros. Y pidió a la maestra de Pedagogía Terapéutica que ayudara por teléfono a sus alumnos Epi y Blas.

Cuando dejaron salir a las criaturitas, y al poco casi todo el mundo pudo pasear y hacer deporte, al amanecer iba en bici o andando por las marismas chiclaneras. Porque una tarde que subió a las lagunas le recordó los tiempos en que casi nadie tenía coche y los atardeceres poblaban las cunetas de novios, de pandillas y de cristinas, como las llamaba su hijo chico. Así que rehizo una vieja tarea que tenía sobre cómo describir paisajes usando todos los sentidos, la memoria y la emoción. Y cómo usar la animación y la personificación para convertir en mágico el paisaje más anodino. Las respuestas a esa tarea no fueron tan simpáticas, porque su chavalería cogió la imagen del paisaje que iba de ejemplo en la tarea. Encerrados una temporada no iban ahora a salir con el cuaderno de campo. Kilpatrick le dedicó una sonrisa burlona.

El primer amanecer de la fase 1, se plantó en Benamahoma, cuando una nube de nácar se arrastraba entre los riscos del Torreón. Lo pararon los civiles y le desearon buen viaje. En los días siguientes observó cómo los desalmados se vanagloriaban de su imprudencia, acobardando y encerrando a amigas y colegas. Leyó que igual no habría vacuna, como para el sida. Y concluyó que no quedaba otra que aprender a convivir con el virus, a sobrevivir manteniendo lejos su guadaña, y a vivir con prudencia pero a fondo todo lo que deseábamos hacer y nos fuera permitido. Diseñó la tarea “convivir, sobrevivir y vivir” para que se hiciera en familia. Había que descubrir otras palabras derivadas de vivir, y sinónimos de contagiar, comparar las letras en inglés y en castellano de Streets of Philadelphia, grabarse cantándola en karaoke y aventurarse a narrar el tráiler de la película. Analizar los consejos para evitar el contagio, incluso conviviendo con alguien infectado. Desentrañar qué permite la fase 1. Describir cómo hacer de modo seguro cinco actividades deseadas y permitidas. Grabarse bailando el vallenato En la tierra del olvido. Idear medidas para hacer segura la vuelta al cole. Y entender Defender la alegría de Serrat y Benedetti. Mandó la tarea como todos los lunes a primera hora, y se puso a escribir estas páginas como si él ya fuera otro.

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La frustración de los que siempre ayudan y no pudieron hacerlo durante el confinamiento

“Siempre guardaré mi agenda escolar de este año para recordar de lo que somos capaces”

Dolores Rodrígez Cemillán / Alcorcón (Madrid)

El puesto de trabajo de Dolores, desde donde ha dado clase durante el confinamiento, imita un paisaje natural.
El puesto de trabajo de Dolores, desde donde ha dado clase durante el confinamiento, imita un paisaje natural.

Soy profesora, sí, y no he parado de estar en contacto con mis alumnos con mis propios medios y mejorando mi competencia digital de forma autodidácta. Salvando el curso escolar a cambio de una simple carta de agadecimiento del consejero de Educación. Horas sentada delante de mi ordenador, pasando este largo encierro trabajando a distancia, descalza y sin arreglarme. Disimulaba mi ansiedad, mi cansancio y mis ganas de llorar de alegría al oír o ver a mis alumnos en las videoconferencias, en las que puse como fondo virtual un foto antigua de mi aula para sentir que estabamos aún juntos, allí ,en nuestra vieja realidad.

Me siento agradecida porque estábamos todos sanos y por comprobar que no había perdido mi capacidad de motivarles, incluso a través de una fría pantalla. Esta vía de comunicación limita el lenguaje no verbal, antes tan efectivo en clases presenciales. Mientras corregía las tareas, ignoraba el exterior primaveral o las noticias confusas sobre lo protocolos de vuelta al aula. Para recordar siempre esta pandemia, guardaré mi agenda escolar en mi cartera de profesora, hasta que me jubile. Sí, para nunca olvidar de lo que todos fuimos capaces de hacer.

Convertida en profesora youtuber

Christine Anna Sanz Ahrens / Villaviciosa de Odón (Madrid)

Christine Sanz, en una imagen cedida por ella.

¡Madre mía, tengo 55 años¡ ¡Mis conocimientos tecnológicos se reducen a un libro digital que uso desde hace dos cursos y ahora tengo que dar clases online desde mi casa a marchas forzadas! Los primeros días del confinamiento estaba muy nerviosa, no conseguía conciliar el sueño y daba vueltas a la cabeza para ver cómo iba a ser capaz de sacar adelante a unas personitas que, con pocos recursos, iban a depender de las decisiones que yo tomara al respecto. La mayoría de los padres estaban teletrabajando en unos casos, en algunos casos eran cinco en casa para compartir dos ordenadores y otros ni siquiera tenían ordenadores.

Hice rápidamente dos cursos online de Teams (programa de videoconferencias y chats). Empecé a trastear en él, pedí ayuda a mis hijos con ciertos términos que desconocía, vi tutoriales en YouTube... Puedo decir que actualmente estoy bastante satisfecha con el resultado porque he podido continuar con el temario que dejé un poco apartado, sin saber qué iba a ocurrir ni cómo iba a hacerlo, y a pesar de que hay días en que estaba muy angustiada porque no daba a basto con tanto chat y mail. También me agobio porque, al igual que la mayoría de mis compañeros, estoy trabajando muchas horas de más.

Veo que antes de que empiecen las clases online ya están mis alumnos de primero de ESO escribiendo en el chat y preguntando cuándo me conecto con ellos. Creo que he conseguido que tanto mis alumnos como yo, dentro de esta situación tan horrible y anómala que nos ha tocado vivir, tengamos cierta normalidad en nuestras vidas, algo parecido a lo que teníamos antes de la covid-19.

“La relación actividad-tiempo se nos ha desvanecido durante la pandemia”

Jorge Coronel / Medellín (Colombia)

El confinamiento nos ha puesto en el espejo de los trabajos de casa sin abandonar nuestras labores, pero teniendo ahora que acompañar más de cerca a los hijos en el colegio. Pasamos de padres de familia a profesores. Muchos padres de familia nos hemos quejado en esta cuarentena por el conjunto de actividades con que hemos tenido que lidiar. Hasta los famosos se han quejado en este encierro, especialmente, por el volumen de tareas que los profesores les han mandado a sus hijos. No es para menos, todos tenemos el afán de cumplir, sin percatarnos de la cruda realidad en la que estamos. Vivimos nuestro propio desespero.

En estos tiempos no sabemos qué hacer. Ante tantas actividades juntas, en ocasiones, tenemos que tomar aire para no desesperarnos. Parece que el aislamiento no es sólo físico, sino también mental. Se nos escapa, como mariposa en una mano, la idea de que estamos en casa en medio de un conjunto de actividades amalgamadas, donde ya no sabemos si estamos trabajando, estudiando, cocinando, cuidando de alguien o si es todo junto y al mismo tiempo. La relación actividad-tiempo se nos ha desvanecido. Tiempo-trabajo, tiempo-casa y tiempo-colegio, han entrado en un agujero negro del que no sabemos cuándo saldremos.

Las actividades en casa se han fundido entre sí, es difícil separarlas con claridad. Para quienes han tenido que realizar trabajo en casa, supuestamente diferente a teletrabajo, tal vez hayan experimentado serios problemas. No tanto porque no les guste trabajar desde casa, puede ser que en el fondo no les disguste. Lo que incomoda no es el trabajo per se, sino tener que atender el trabajo junto al hogar y el colegio, todo al mismo tiempo.

Para quienes ya teletrabajaban puede que no haya sido tan traumático. De alguna manera estaban más habituados al ambiente del hogar, a estar en casa con familiares, a tener que conciliar momentos de trabajo que se pudieran cruzar con la cotidianidad familiar, lo cual puede ser un viento a favor dentro de esta tormenta que atraviesan. Pero para quienes la experiencia ha sido nuevahLa relación actividad-tiempo, se nos ha desvanecido calvario.

Despertar y conectar al hijo o hija al colegio para luego empezar largas jornadas de reuniones laborales, mientras la conexión con el centro escolar falla, el micrófono no funciona o la cámara deja de operar, es suficiente para entrar en máximo nivel de estrés. Luego tener que pensar en las actividades del hogar, como preparar las comidas y organizar lo básico para evitar el caos, ya son las gotas que rebosan la copa. Así se nos han pasado estos días, así hemos vivido esta cuarentena, donde los roles de padres, madres, esposos, esposas, profesores y jefes de hogar se han fusionado hasta tal punto que es difícil diferenciar cuando estamos reprendiendo, cocinando o trabajando; pero lo peor de todo, es que tal vez somos todo en un mismo instante.

Esta pandemia nos puso frente al espejos de los roles, donde todavía no conjugamos bien cada uno de ellos. Vaya reto. Confiemos en que no confundiremos las tareas del colegio con las labores de cocina, y estas con nuestro trabajo, pues de lo contrario terminaremos trabajando en el colegio, cocinando nuestros despidos y estudiando en la cocina.

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