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“Mi abuela falleció sin su hija y sin su nieta, pero con la directora de la residencia a su lado”

En Historias de la pandemia publicamos cinco nuevas cartas de lectores de EL PAÍS que recuerdan a los seres queridos que han perdido

Nadie se acordaba de las residencias de ancianos antes de esta pandemia, pero nosotras sí. Mucho antes de saber que existía un sitio en China llamado Wuhan, mucho antes de buscar en Google lo que era un pangolín, mi madre y yo decidimos que era el momento de que mi abuela dejara de vivir en casa y entrara en una residencia. Un alzhéimer temprano pero galopante y un ictus que le impediría recuperar la movilidad acabaron de convencer a mi madre de que necesitábamos buscar un hogar nuevo para cuidar de mi abuela como se merecía, por mucho que fuera contra sus convicciones más férreas y aunque tuviéramos que hacer malabares financieros para pagar la que parecía la mejor de las opciones.

Mi abuela falleció el 28 de marzo en su habitación de una residencia en Madrid, de un absurdo fallo de riñón, absurdo más por el momento y el lugar que por el diagnóstico. Cuando elegimos su nuevo hogar, mucho antes de saber lo que significaba de verdad una pandemia, no sospechábamos que pudiera llegar un día en el que el Hospital de La Paz que le correspondía no admitiría pacientes de 90 años y que hubiera que esperar días por unos antibióticos.

Pero antes de ese sábado negro, mi abuela pasó seis años con visitas diarias de mi madre. “Ya sé que no me reconoce, pero yo a ella sí, y con eso vale”. Mi abuela se dejaba poner los labios de rojo por las voluntarias como nunca lo había hecho en su juventud y luego delante del espejo preguntaba quién era esa señora tan vieja con los morros pintados. Le llevaban el desayuno a la cama y el cocinero le daba todos sus caprichos, aunque la comida estuviese triturada cuando ya no recordaba cómo tragar. Se le olvidaron todos los nombres, pero jamás las letras de las coplas y villancicos que cantaba a partes iguales.

De izquierda a derecha, Carolina Pulgar, María de Todos los Santos Jiménez y María Veiga
De izquierda a derecha, Carolina Pulgar, María de Todos los Santos Jiménez y María Veiga

En los seis años que llevaba en la residencia, nunca habían pasado unos días sin que mi madre fuera a verla, hasta que se declaró el estado de alarma y comenzó el confinamiento. Así que el 28 de marzo mi abuela falleció sin su hija y sin su nieta, pero con Pilar a su lado, la directora de la residencia, que estuvo junto a ella días enteros y pudo cogerle la mano antes de irse. Estuvo con Miguel, un funcionario de la Comunidad de Madrid del que solo sabemos que llamaba a diario para preguntar por los abuelos. Estuvo incluso con los doctores de La Paz que no la aceptaron en el hospital, quizá por ser lo mejor para ella. Falleció con los cuidadores, que nos han llamado para decir que la echan en falta.

Mi abuela se fue muy acompañada, gracias a uno de esos lugares de los que mi madre no quería oír hablar hace seis años, por los que nadie se preocupaba antes de saber que hay un lugar en China llamado Wuhan y de buscar en Google qué es un pangolín.


“Hemos tenido una vida plena”

Josefina García Rodríguez / Madrid

Nuestros padres de 99 y 92 años vivían juntos en una residencia. Conscientes y válidos, festejamos hace dos años su 70 aniversario de casados, en la iglesia de su pueblo, donde también celebraron las bodas de plata y las de oro. Para sus cumpleaños, en marzo y abril, somos cerca de 40, entre hijos, nietos y biznietos.

Estos meses hemos tenido que seguir a distancia la demencia de mi padre y la dura soledad de mi madre acompañándole hasta su muerte, el 21 de abril, el mismo día que ella cumplía años. Nuestro padre se fue sin dar ninguna guerra.

Los padres de Josefina, en el centro de la imagen.
Los padres de Josefina, en el centro de la imagen.

Ha sido tremendo: su incineración, estar al lado de donde vive y no poder ir a abrazarla... Parecía una película de los años 50 en blanco y negro. Viaje de Madrid a Burgos, con mi hermana pequeña conduciendo, y luego de vuelta, con una primavera exuberante al otro lado de los cristales del coche y un silencio atronador dentro.

Mi madre preguntaba: “Está guapo, lo habéis visto... dónde está...”. Creo que no entendía nada, aunque cada día que llamaba intentaba explicarle y alentarla en la despedida que estaba haciendo a su marido. Qué dignidad de mujer y qué capacidad de aceptación. Aún hoy dice: “Sé que me iré yo la siguiente, aquí hay muchas viudas...”. No tengo palabras, y hasta finales de junio no podremos cambiar de autonomía para poder verla, si podemos.

Ella nos dice, con mucha lucidez: “Hemos tenido una vida plena, esto nos está sobrando”, que palabras más castellanas y claras. Ellos nos sacaron adelante trabajando de sol a sol. Yo no tengo palabras.


Días de silencio

Pablo Sánchez Riofrío / Puebla de Almenara (Cuenca)

Este Carnaval no se nos ocurrió nada distinto que improvisar. La misma tarde de las comparsas organizamos una unidad médica de coronavirus con médicos, enfermeros y celadores de distintas especialidades, todos amigos de este, nuestro pequeño pueblo de Cuenca. Ante nuestra sorpresa, fuimos los únicos de esa guisa. No ganamos el concurso, por supuesto, pero entendimos ya entonces lo duro que es el material de protección, los trajes pesados, el sudor pesado bajo esas telas opacas y plásticas.

Solo una semana después empezó mi debacle. Y en diez días, la de todo un país.

Jamás pensé que esa llamada a mi abuela iba a ser la última, falleció de un colapso esa misma madrugada, cinco días antes de la declaración del estado de alarma. Mi viaje desde Madrid a mi ciudad natal en la costa catalana fue el más largo que recuerdo. Pudimos despedirnos de nuestra matriarca como se merecía. En el mismo día de su despedida los ojos de todo nuestro clan se clavaron en él, patriarca viudo de forma repentina, y en su catarro de mal curar. Sin darme cuenta, también estaba despidiéndome de él. Y él de mí, lo puedo prometer.

Solo dos días después, el patriarca ingresó con neumonía en el hospital local. Sábado 14 de marzo. Negativo. Muchos de los miembros del clan hablaban con él por teléfono, se ahogaba, pero podía mantener una conversación. Más rápido de lo que yo pude procesar la información, le intubaron. Luego, le sedaron. “Parece que va mejor”, decía mi padre. Yo llamé a otras fuentes: “Hay que prepararse para lo peor”. Miércoles 18 de marzo. Positivo. Aislamiento, pero tardío.

Los abuelos de Pablo Sánchez.
Los abuelos de Pablo Sánchez.

Se marchó el sábado 21 de marzo, solo, con mi corazón roto en la mano, ya que de entre todo el clan yo me siento su heredero. Jamás estaré suficientemente agradecido a las sanitarias y sanitarios que le acompañaron en su final.

El final de ambos, patriarca y matriarca, es mi principio. Ahora sí que me siento adulto de forma completa. Desde mi confinamiento, ya de regreso en Madrid, viví mi ERTE de reducción de jornada... Han sido días de silencio, de recogimiento, de nuevas rutinas, de insomnios. Pero también de ternura, de conversaciones intensas y sinceras con amigos honestos. También de risas, de buen humor. De convencimiento.

Honrando a los sanitarios de toda clase y condición que han tenido que organizarse, dejarse la piel, despedir a compañeros de batalla. Os estaré agradecido por siempre. A todos, los de cerca de mí y los de lejos. En especial, a todos y todas las sanitarias y sanitarios de Puebla de Almenara, repartidos por cada rincón de esta España en reconstrucción. Sois el orgullo de nuestra comunidad. Nuestro trozo de tierra manchega no es España Vaciada, es más que nunca España Orgullosa.


El bicho se llevó a un buen hombre

Eva Martínez Pareja / Madrid

Entre muchos otros, esta pandemia se ha llevado a Carlos, que tenía salud y supuestamente no tanto riesgo con la covid-19.

Imagen de Carlos.
Imagen de Carlos.

Carlos era una buena persona que debía haber estado mucho más tiempo en este planeta. Tenía que haber visto a sus hijos hacerse adultos y seguir cada uno su camino en la vida. Tenía que haberse hecho mayor con mi amiga Marisol y haber disfrutado de sus ilusiones. En fin, haber vivido como soñábamos que lo hiciera todos los que esperábamos a diario que las noticias mejorasen con un trocito de corazón encogido y mucha esperanza.

En cambio, el pasado 23 de abril nos dejó y no pudimos despedirnos de él ni abrazar a su familia en un momento tan duro. Ahora cada Día del Libro, de la Rosa, de San Jordi también será para algunos el día en el que ese bicho se llevó a un buen hombre.

Te echaremos de menos al lado de los tuyos. DEP


Despedida a un padre

Pedro Alvera / Madrid

Éste es un drama más de los miles que está habiendo. No tiene nada de particular, salvo que me afecta a mí y a los míos.

Empiezo a escribir mientras mi padre, según la doctora, echa sus últimos suspiros. La llamada de hoy ha sido para decirnos que pasemos a despedirnos de él.

Le ha vencido. El maldito virus ha podido con Manuel (84 años) tras tres semanas de pelea.

Uno intenta prepararse durante su vida adulta para cuando llegue este momento. Si todo transcurre con normalidad, tus padres tarde o temprano desaparecerán y tú tendrás que aprender a vivir con ello. Y sin ellos.

Manuel Alvera Llames, con una fotografía del día de su boda.
Manuel Alvera Llames, con una fotografía del día de su boda.

La vida está llena de historias que así te lo indican: a tu alrededor, entre tus amigos, compañeros, vecinos; se escriben libros, se hacen películas, obras de teatro mostrándote este tipo de situaciones. Pero no hubo escritor ni guionista lo suficientemente cruel para algo así. Nadie había previsto que los que se fueran, lo hicieran solos, aislados como apestados y rodeados de un ambiente denso, envenenado y mortífero.

Somos siete hermanos, así que la doctora hace una excepción en nuestro caso y nos deja entrar a su habitación a dos de nosotros en lugar de a uno como dicta la norma. Hay que decidir quiénes van y, prácticamente por descarte, por diferentes motivos relacionados con el virus, nos toca a los dos hermanos pequeños. Otra hermana también viene al hospital y nos espera abajo.

Una hora después ya estamos los tres en el hospital. Un supervisor viene a recogernos a la recepción. Mientras nos lleva a la quinta planta por los oscuros, silenciosos y vacíos pasillos del hospital, nos explica paso a paso todas las medidas de seguridad que debemos realizar para protegernos del astuto virus antes de entrar y salir de la habitación. Vamos a despedirnos de nuestro padre con bata, guantes y mascarilla, guardando más de un metro de distancia y sin poder tocarle a él ni a ningún objeto de la habitación.

Finalmente, pasamos dentro de la minúscula estancia. Durante todo el tiempo, tanto el supervisor como su ayudante nos observan desde la ventanilla de la puerta. En la misma habitación hay otro paciente que no para de preguntarnos quiénes somos, qué hacemos ahí, y que se asegura de informarnos detalladamente sobre lo malito que está nuestro padre, así como diferentes bla, bla, bla... No queremos oír. Mi hermano y yo estamos ante lo que queda de nuestro padre y tenemos a dos personas vigilando nuestros movimientos desde fuera y a un tercero dentro que no comprende el duelo y congoja que llevamos encima.

Las cosas que le decimos a nuestro padre quedarán en la intimidad familiar. Tras los cinco minutos más lamentables de nuestra vida, entre sollozos y con las gafas empañadas por esa mezcla de aliento, lágrimas y mascarilla, decimos adiós para siempre a nuestro padre, deseamos suerte al charlatán y desafortunado compañero, y obedecemos fielmente las instrucciones que nos indica el supervisor desde el otro lado de la puerta para despojarnos del material de protección.

Al salir, nos desinfectan suelas, manos, gafas y nos ponen nuevos guantes y mascarillas. El supervisor y su ayudante nos acompañan de nuevo a la salida. Otra vez silencio, distancia, oscuridad. Aunque parece que esto está tocando a su fin, en realidad se trata de la primera casilla de la siguiente partida: nuestra madre. Ella aún no sabe nada de esta penúltima fase y que no va a poder tener con ella a sus siete hijos para consolarla.

Todo es surrealista y dramático, sí, pero algo que también duele mucho y no había visto venir son los abrazos y besos no dados. A mi padre, a mis hermanos, a mis hermanas, a mi madre. Ni siquiera abrazos de estraperlo, de contrabando, no hay abrazos, están prohibidos.

De vuelta a casa pienso en tantas y tantas familias que, como la nuestra, nos guardamos estos días los abrazos para cuando haya ocasión. Porque un abrazo con máscara y guantes no sirve, ni siquiera lo intentamos. Los abrazos tienen que ser piel con piel. Nos los dejamos a deber, pero algo me dice que ya no será lo mismo, sin el calor del momento, sin esa necesidad y cobijo que ofrece un abrazo de ánimo y amor entre hermanos cuando pierden a su padre. Cuántos abrazos se están perdiendo estos días y qué difícil va a ser recuperarlos.

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