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Susana Draper, profesora en Princeton: “Los señalamientos de agresores en las redes a menudo reproducen tics del sistema punitivo”

La pensadora uruguaya, adscrita al movimiento anticapitalista, publica un manual de instrucciones para detener la violencia machista en el entorno cercano

Susana Draper, escritora y profesora de la Universidad de Princeton, en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Susana Draper, escritora y profesora de la Universidad de Princeton, en el Museo Reina Sofía de Madrid.Jaime Villanueva
Miguel Ezquiaga

Las tesis políticas de Susana Draper (Montevideo, 49 años) se sustentan en saberes colectivos. Profesora de Literatura comparada en la Universidad de Princeton, gran laboratorio de la élite estadounidense, reniega del academicismo y propone “aprender haciendo” en las luchas sociales, como ella misma hizo en Occupy Wall Street. “Hay una idea de que el único saber legítimo es el universitario, pero excluye a mucha gente”, concede en el Museo Reina Sofía de Madrid, donde presenta Libres y sin miedo. Horizontes feministas para construir otros sentidos de justicia (Traficantes de sueños), un manual de instrucciones para detener la violencia machista que acontece en el entorno cercano. El ensayo adquiere aún más notoriedad tras la caída del diputado de Sumar Íñigo Errejón entre acusaciones de agresión sexual que han incendiado las redes, aunque esta charla tuvo lugar unos días antes.

Pregunta. Usted es crítica con el señalamiento de supuestos agresores.

Respuesta. El escrache tiene una historia política detrás, emerge en los barrios de Argentina para denunciar a los responsables de la dictadura militar. En las redes, se empieza a utilizar como una manera de propagar testimonios silenciados, pero a menudo reproduce ciertos tics del sistema punitivo y puede resultar retraumatizante. La clave está en preguntarnos para qué nos movilizamos: ¿se busca simplemente que el denunciado desaparezca, tal vez inhabilitarlo? Esa es la función de la cárcel, que está claro que no ha logrado terminar con la violencia.

P. El movimiento MeToo nació en 2017 en internet, digamos que es su espacio natural.

R. Las redes crean la ficción de conectarnos, pero nos separan mucho, por eso los movimientos feministas populares —bajo las consignas de MeToo y NiUnaMenos— nos aterrizaron en la cotidianidad. Mostraron que el abuso va más allá de casos particulares, es algo sistémico, y empezaron a plantear cómo podemos resolverlo sin reproducir las lógicas del castigo y antes de llegar a situaciones letales. El habla por sí misma no es curadora, necesitamos trazar un horizonte común.

R. A lo largo del libro hila algunas experiencias feministas que van en esa dirección.

R. Por ejemplo, las de Intervenciones Creativas, un grupo estadounidense que empezó a recopilar herramientas prácticas, historias de personas que lograron lidiar con la violencia en el entorno cercano. Entre ellas, resalta la experiencia de una madre que ensaya con su hijo adolescente cómo reaccionar si varios pibes se llevan a una chica de una fiesta. Son cosas básicas, pero cuando solo sabemos recurrir a la policía nos privamos de aprender a actuar antes de que llegue el daño.

P. ¿Qué hacer cuando la pareja de alguien cercano empieza a mostrar signos de agresividad?

R. No hay fórmulas mágicas, pero es importante atender al contexto de esa persona. Está más que estudiado que los casos graves de violencia machista rara vez acontecen de golpe, sino de forma gradual. Pensar horizontes de justicia feminista significa anticiparse a ese momento; contactar con el entorno de la persona que puede generar daño para que le ayuden a deponer esa actitud y arropar a la otra parte.

“La clave es que el grito contra la cultura de la violencia sexual pueda traducirse en otras formas de vincularnos”

P. Eso pasa por reconstruir lazos en un mundo donde mucha gente se siente sola.

R. La clave es que el grito contra la cultura de la violencia sexual pueda traducirse en otras formas de vincularnos, relacionarnos y educarnos. Por eso los movimientos por unas condiciones materiales dignas, como el de vivienda o autonomía alimentaria, son tan importantes. Constituyen ya otra forma de estar entre nosotros.

P. ¿Los servicios sociales deben desempeñar ese trabajo de prevención del que habla?

R. Los que yo conozco están demasiado profesionalizados y vinculados al sistema policial. Su actuación se guía por una subjetividad universal de clase media blanca, sin atender a la base de la pirámide social. En EE UU, es muy normal que una mujer migrante se niegue a denunciar por miedo a ser deportada. ¿Qué hacemos en esos casos? Yo diría que los asistentes sociales tienen que potenciar la autonomía comunitaria, en lugar de incentivar una mayor dependencia del Estado.

P. ¿La ola reaccionaria que recorre América invita al pesimismo?

R. Hay que verla como la reacción a procesos sociales que han acontecido en los últimos años, como el avance del feminismo. Está claro que esos Gobiernos buscan intensificar los sistemas de vigilancia y hacernos pensar que la solución a la creciente violencia pasa por construir más cárceles. El caso de Nayib Bukele en El Salvador es el más visible, pero ese también es el modelo de Patricia Bullrich en Argentina. Luego una mira las fotografías de los presos salvadoreños y lo que ve son chicos muy jóvenes, pobres y racializados.

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Sobre la firma

Miguel Ezquiaga
Es redactor en la mesa web de EL PAÍS. Antes pasó por Cultura, la unidad de edición del diario impreso y ejerció como reportero en Local. Su labor informativa ha sido reconocida con el Premio Injuve de Periodismo, que otorga el Ministerio de Juventud. Cada martes envía el boletín sobre Madrid.
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