Las mejores universidades de Brasil refuerzan las plazas para pobres y negros: “Soy la prueba viva de que las cuotas funcionan”
Los diputados aprueban extender un sistema que en la última década ha propiciado que la mayoría del alumnado ya no sean blancos ricos, sino mestizos y negros de clase media-baja
La brasileña Milena Hildete Teixeira, de 27 años, nunca olvidará el día que la invitaron a participar como entrevistadora en el clásico programa de televisión Roda Viva, en el que las personalidades más relevantes del país responden durante dos horas a preguntas de varios periodistas. “Ese día todo el barrio paró para verme. ¡Fue muy guay!”. Esta joven creció en una de esas favelas donde soñar con un futuro brillante y prometedor es un lujo que casi nadie puede —o podía— permitirse. Tampoco ella. Ni se le pasó por la cabeza ser periodista hasta que una profesora le sugirió Periodismo en vista de que era comunicativa. Agarró el guante y se matriculó sin mucha confianza en que aquello saliera bien. Fue un éxito. Ahora es el orgullo de la familia, la primera licenciada.
Pero, además, su paso por la Universidad le dio un giro extraordinario a su destino. La llave que le abrió la puerta, la que le dio una oportunidad crucial que supo aprovechar, son las cuotas que desde hace una década reservan la mitad de las plazas en las mejores universidades brasileñas, las federales, que son públicas, para el alumnado de la escuela pública, con prioridad para pobres, negros, mestizos e indígenas. “Soy la prueba viva de que las cuotas funcionan. Creo que es una de las cuestiones en las que Brasil ha tenido más éxito”, dice desde Brasilia durante una entrevista por videollamada.
Dos meses después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos diera un golpe mortal a la discriminación positiva por raza en la enseñanza superior, Brasil acaba de consolidar y extender su sistema. Cuando la Cámara de los Diputados brasileña, dominada por hombres blancos de mediana edad, tomó la trascendental decisión el pasado 9 de agosto, Teixeira estaba allí, en el mismísimo corazón del poder, cubriendo la noticia para la emisora de radio CBN.
En el hemiciclo había otras dos mujeres en posiciones más destacadas que tampoco pierden la ocasión de recordar que, si han llegado tan lejos, es por las cuotas: la diputada que defendió el proyecto, Dandara Castro, de 29 años, del partido de Lula, y la ministra de Igualdad Racial, Anielle Franco, de 39.
La principal novedad de la recién aprobada actualización es que consagra las cuotas sociorraciales como permanentes, con revisiones cada 10 años. También rebaja el umbral de los ingresos familiares para que no solo beneficien a las capas altas de los pobres e incluye a los quilombolas, los descendientes de los esclavos que se rebelaron contra sus amos y viven en las comunidades que fundaron hace siglos. Teixeira fue una de las que temió que el Congreso brasileño, el más conservador de la historia, aboliera las políticas que dan preferencia a los que históricamente han tenido pocas o ninguna oportunidad.
Las cuotas, unidas a una expansión formidable de la enseñanza superior impulsada por el Partido de los Trabajadores, se han traducido en una diversidad racial y económica inédita en las aulas universitarias, que ahora se parecen mucho más al Brasil real que a principios de siglo. Entonces, el 55% del alumnado eran blancos de clase alta, una proporción que ahora han alcanzado los mestizos y negros de clase media y baja, según un estudio publicado en Nexo. Es decir, los alumnos no blancos se han cuadruplicado hasta llegar a 1,2 millones en dos décadas.
La madre de la reportera regenta un bar minúsculo en una barriada de la zona metropolitana de Salvador; su padre trabaja en lo que salga. Ambos tienen solo la educación básica. Que Teixeira estudiará en la Universidad Federal de Bahía fue un enorme esfuerzo familiar y personal, incluidas dos horas diarias de ida y dos de vuelta a la facultad. Ella, que el último curso escolar estuvo tres meses sin profesor de Portugués, se sentía fuera de lugar. “Cuando entré a la universidad, no hablaba. Tenía miedo de hablar mal, con errores”. Las aulas estaban repletas de blancos también en Salvador, la capital más negra de Brasil porque fue uno de los principales puertos de los barcos negreros.
“Siempre he entendido las cuotas como una reparación, yo tenía que ser compensada porque mis antepasados fueron esclavizados”, recalca esta profesional que luce orgullosa un pelo ensortijado que generaciones de mujeres negras se alisaron a conciencia. Tras la abolición en 1888, los negros fueron abandonados a su suerte, sin tierras, educación o trabajo mientras las autoridades brasileñas atraían inmigrantes europeos y japoneses con terrenos y créditos.
La periodista Teixeira, la ministra Franco y la diputada Dandara encarnan esa generación que ha revolucionado la sociedad. Los hijos de empleadas del hogar que lograron una licenciatura en derecho, sociología, medicina… Y han ascendido rápidamente varios peldaños en uno de los países más desiguales y con menos movilidad social del mundo. Nueve generaciones hacen falta aquí para dejar atrás la pobreza y entrar en la clase media, según un estudio de la OCDE; en Dinamarca bastan dos.
“La primera vez que fui al dentista tenía 22 años y un trabajo con contrato”, exclama la periodista. Cuando se propuso ir a la universidad, sabía que su vida mejoraría, pero no sospechaba que el cambio sería tan profundo: “Lo cambió todo, ¿sabe por qué? Cambia el enfoque, la forma de hablar, de vestir, de peinarte, de alimentarte, te da acceso a otros espacios, a otras perspectivas de vida”. Vivir y trabajar en el corazón de la capital dibujada por Óscar Niemeyer no es que fuera un sueño inalcanzable, es que ni se le pasaba por la imaginación. Las expectativas eran tan cortas como el trayecto a la tienda de la esquina.
Brasil, como India, tiene unas universidades públicas tan envidiables como lamentable es su enseñanza básica. La enseñanza superior es uno de los pocos servicios públicos que los brasileños más privilegiados utilizan, de manera que la implantación de las cuotas, en 2012, tocó un nervio de la élite, que puso el grito en el cielo. ¡Los hijos de sus porteros iban a dejar a sus niños sin plaza para estudiar una carrera! Una década después, nadie de relevancia aboga porque sean abolidas, aunque las críticas desde la derecha son numerosas.
La promotora de equidad de género y raza Rachel Quintiliano apunta que el sistema vigente, más allá de las mejoras personales y familiares, “contribuye a que el país se desarrolle, a que avance”. La también columnista de la revista Raça recalca que las cuotas “reducen la desigualdad porque también forman una élite de intelectuales. Si en 15 o 20 años hay más personas negras [en puestos de poder] aumentan las posibilidades de tener leyes menos desiguales”. Advierte que el título universitario es solo un primer paso. El acceso al mercado de trabajo es complicado. “El racismo sigue ahí, las otras barreras están ahí, persisten las microviolencias cotidianas”.
El efecto de las cuotas en Brasil es mucho mayor que en EE UU porque aquí negros y mestizos son más de la mitad de la población; los afroamericanos suman allí solo el 14%. En el país norteamericano la segregación fue mucho más severa. Por eso determinar quién es negro o mestizo es más difícil. Brasil se rige por la autodeclaración. El fraude, del que tanto se habla, ronda el 1%. Y en caso de duda, el alumno se somete a las llamadas comisiones de heteroidentificación que al principio fueron denostadas como tribunales raciales. Ellas tienen la última palabra.
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