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La vida después de un infarto: “Tus planes se frustran y te preguntas por qué te ha tocado a ti”

Solo uno de cada 17 pacientes tiene acceso a una unidad de rehabilitación cardíaca, que mejora la esperanza de vida y les ayuda a cambiar de hábitos

Infarto
Alberto Fernández, en la unidad de rehabilitación cardiaca del Gregorio Marañón, en Madrid.Samuel Sánchez
Pablo Linde

Después de jubilarse, Carlos Ortega tuvo “un año de gracia”. Fue lo que tardó en fallar su corazón, una noche del pasado septiembre, cuando tenía 65. Salió del hospital cabreado: “Todos tus planes se frustran y te preguntas por qué te ha tocado a ti”. Aunque no se conoce la cifra exacta, algunos estudios estiman que cada año le toca en España a algo más de 90.000 personas, de las cuales aproximadamente la mitad no llegan vivas al hospital. Las enfermedades coronarias son la primera causa de muerte en el país, así que el cardiólogo José Abellán lo ve de otra forma: “Si sobrevives has tenido suerte, porque la mayoría no lo hace. Pero es algo que te cambia por completo la vida”.

Otra de las suertes de Carlos, dentro de sus circunstancias, es que está siendo atendido en una unidad de rehabilitación cardíaca. En concreto, la del Gregorio Marañón de Madrid. Según un estudio publicado en eClinicalMedicine en 2019, solo uno de cada 17 infartados en España tiene acceso a una, pese a que la evidencia científica demuestra que la recuperación es mejor y que las probabilidades de recaída disminuyen drásticamente. María Rosa Fernández Olmo, de la Sociedad Española de Cardiología (SEC), señala que con los programas de rehabilitación se puede reducir la mortalidad cardiovascular a largo plazo hasta en un 35%. “Pero no todos los hospitales tienen una”, lamenta. Hay más pacientes que plazas, lo que obliga a los médicos a priorizar, justifica Abellán.

Se abren aquí dos realidades muy distintas. Por un lado, la de quienes rehacen su vida de la mano de un grupo multidisciplinar de profesionales (cardiólogos, rehabilitadores, nutricionistas, psicólogos, fisioterapeutas, enfermeras) y acompañados por pacientes en su misma situación. Por otro, la de aquellos que no tienen plaza en una unidad de rehabilitación y se han de valer con las visitas al médico de cabecera y al especialista, que les pautan hábitos saludables difíciles de seguir para personas que, muy a menudo, no los han cumplido a lo largo de su vida.

Carlos Ortega se ejercita en la unidad de rehabilitación cardiaca.
Carlos Ortega se ejercita en la unidad de rehabilitación cardiaca. Samuel Sánchez

Hipercolesterolemia, hipertensión, tabaquismo, obesidad, diabetes y sedentarismo son los principales factores de riesgo para sufrir un infarto cardiaco —lo que no quiere decir que una persona sana y activa, como era Carlos, estén libres de peligro—. La mayoría de los usuarios de la Unidad del Gregorio Marañón reúne varios de ellos. Pero los pacientes a menudo no son conscientes de los peligros a los que se enfrentan. El enfermero David Bedos cuenta que en el formulario que rellenan en su acceso, cuando responden por qué creen que han sufrido el infarto, muchos obvian sus conductas poco saludables. “A lo mejor es fumador de toda la vida, con el colesterol por las nubes, y te dice que piensa que la culpa es de la vacuna de la covid. De esos hemos tenido unos cuantos”, asegura.

Cambio de hábitos

El infarto supone una modificación sustancial de hábitos. O al menos debería si se quiere evitar otro: quien ha tenido uno pasa a ser paciente de muy alto riesgo. “Justo después del accidente es un buen momento para hacer cambios en el estilo de vida porque normalmente les ha asustado y están más concienciados. Pero luego depende de cada uno. Los hay que cambian radicalmente: de ser obesos y fumadores se vuelven unos deportistas. Y con otros cuesta más”, reconoce la cardióloga Irene Méndez.

Alberto Fernández, de 51 años, es de los que han cambiado su vida por completo tras el infarto. Su hábito menos saludable era el trabajo y lo ha dejado para irse al campo, a un pueblo de Cáceres: “Soy coordinador de proyectos de telecomunicaciones. Cuando tengo que entregar uno puedo estar 20 horas sentado en el ordenado pendiente de mil cosas. La presión a la que estás sometido es increíble. El problema es que a mí me encanta y eso hacía que siguiera con ello”.

Ahora está de baja y en paro, porque acabó un proyecto justo antes del infarto y en su sector hay constantes contrataciones y despidos a fin de obra. Pero cuando termine el plan de rehabilitación, que dura ocho semanas, y le den el alta, se hará autónomo y se irá al pueblo de su mujer, donde sus suegros tienen una pequeña explotación ganadera a seguir con ese negocio y gestionar algunos proyectos de telecomunicaciones a otro ritmo.

Hoy por hoy vive para recuperarse. Hace toda la actividad física que le pautan, y un poco más. Es escrupuloso con las comidas y los descansos. “No tanto por mí, sino porque me siento muy mal por mi familia. La noche que me dio el infarto estaban en casa mi mujer, mis hijos y la novia de uno de ellos. Los dejé a todos traumatizados y no quiero que vuelva a pasar”, relata.

El enfermero David Bedos atiende a un paciente de la unidad.
El enfermero David Bedos atiende a un paciente de la unidad. Samuel Sánchez

Para este cambio, cuenta, ayuda mucho el acompañamiento de la unidad. Uno de los mayores problemas de quienes sufren un infarto, según el doctor Abellán, es que los pacientes tienen mucho miedo a la actividad física. “Creen que no deben hacer esfuerzos, que no pueden levantar pesos, y es todo lo contrario”, relata. En las unidades de rehabilitación miden sus capacidades y les indican hasta dónde pueden llegar.

“Lo que peor llevan la mayoría son los ejercicios de fuerza”, cuenta Almudena Fernández, fisioterapeuta de la unidad del Gregorio Marañón. “La gente tiene muy integrado que tienen que moverse, que tienen que caminar una hora. Yo no les limito al tipo de ejercicios: pueden bailar, pueden correr, pueden saltar, pueden montar en bici, pueden hacer lo que quieran, siempre y cuando se ajuste a los límites que les marco”. Pero las pesas han estado desterradas de la vida de la mayoría, “especialmente de las mujeres”, y les cuesta mucho emprender entrenarse con ellas.

No se trata solo de inculcarles la idea de que tienen que ejercitarse y comer sano. Lo que muchos pacientes necesitan es una educación deportiva y nutricional para saber qué es realmente saludable para sus vidas.

Todo es más fácil en grupo, según los pacientes y profesionales consultados. Y por eso es mucho más cuesta arriba para los que no tienen acceso a unidades de rehabilitación. Incluso para los que van a una, el ejercicio físico es un hábito difícil de mantener. “Tomar las pastillas es mucho más sencillo, no supone esfuerzo, pero esto requiere mucha fuerza de voluntad. Aproximadamente el 50% lo abandona”, reconoce Fernández.

Otros, según la médica rehabilitadora Marta Supervía, salen de la unidad mucho más en forma de lo que estaban antes del accidente cardiovascular. “Venir aquí y ser parte de un grupo les ayuda mucho. Quedan por Whatsapp, salen a hacer ejercicios juntos. En algunas edades procuramos hacer grupos por sexos porque hay generaciones a las que les da palo ponerse a hacer ejercicio delante de señoras (o señores, según el caso)”, cuenta.

Terapia psicológica

También es más fácil en grupo el tratamiento psicológico. “Te sientas en un círculo, dices tu nombre, como [los alcohólicos] en las películas, y cuentas qué te ha pasado”, explica Carlos. “Te encuentras en una situación nueva. Y la psicoterapia te hace comprender que estás viviendo una vida distinta y que a partir de ahora todo cambia. Necesitas un punto de resignación que hay que trabajar y para eso ayuda mucho”, reflexiona.

La fisioterapeuta Almudena Fernández atiende a Ana María Gutiérrez, paciente de 65 años.
La fisioterapeuta Almudena Fernández atiende a Ana María Gutiérrez, paciente de 65 años. Samuel Sánchez

Ana María Gutiérrez, de 65 años, sufrió su infarto las pasadas Navidades. Paseaba por la calle con su hermana y notó una presión fuerte en el pecho. Llamaron al 112, cuyos profesionales “llegaron enseguida”. Se lo detectaron tan pronto que no fue consciente del peligro: pasó una noche ingresada y en menos de 24 horas estaba en casa con un stent, un pequeño tubito en una vena o arteria para facilitar el paso de la sangre y que es una de las intervenciones más frecuentes tras los infartos. “La psicoterapia me ha servido para darme cuenta de que es algo serio. A otros les pasa al revés, están muy asustados y ven que, aunque es una enfermedad grave, hay más gente como ellos y se puede seguir viviendo”, cuenta.

Para no llegar a esta situación, los médicos enfatizan la importancia de los hábitos saludables: dieta sana, ejercicio, abstenerse del alcohol y del tabaco. Es más fácil de decir que de hacer. Como para muchos es tarde, Luis Rodríguez Padial, presidente electo de la SEC, resalta la importancia de la disponibilidad de desfibriladores, que podrían evitar muchas de las muertes que no llegan al hospital. Una vez en ellos, más del 90% de quienes sufren un infarto sobrevive, según los datos de la sociedad.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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