Tener autismo y una vida independiente: “Ahora mi comida la elijo yo, me compro napolitanas de jamón york y queso”
Tras pasar por residencias, tres personas con discapacidad y grandes necesidades de apoyo se mudan a una casa en la Comunidad de Madrid junto a cinco compañeros. El Ministerio de Derechos Sociales financia 20 proyectos para ensayar otro modelo de cuidados
Esta es una urbanización de grandes casas, con sus ladrillos marrones, sus jardines y piscinas. Pero a diferencia del resto de viviendas, el número 10 de la calle no acoge a una familia. Un balón de baloncesto descansa en la entrada, donde hay una barbacoa preparada para actuar en cuanto amaine este calor asfixiante. Pasadas las diez y media de la mañana, todo el mundo está en marcha. Cada uno ha elegido cuándo se duchaba, en qué momento desayunaba y qué comía. Nada del otro mundo, podría parecer. La realidad es que sí lo es para estos ocho inquilinos, personas con autismo que tienen grandes necesidades de apoyo, la mayoría con trastornos de conducta. Un colectivo lamentablemente acostumbrado a que decidan por ellos. Tres de los ocho provienen de residencias, allí había habitaciones compartidas, horarios rígidos, menús y actividades preestablecidas, y mucha más gente. Ahora viven como compañeros de piso, siempre con personal de apoyo.
Desde la calle, al otro lado de la valla, se escucha. “¿Dónde vamos? A casa. ¿Dónde vamos? A casa”. Con la misma entonación, casi musical, Mario Monsálvez repite una y otra vez esta frase desde el jardín. Cuando los visitantes acceden a la parcela, el joven, de 27 años, saluda y rápidamente se adentra en la vivienda. Un sendero de piedra guía hasta la puerta. En el interior, las persianas bajadas del salón protegen del sol. Yago Arnesto, de 41 años, es el veterano. Prefiere estar aquí, zanja mientras se encoge de hombros. Hace poco más de un año vivía en una residencia. En abril de 2021 hizo el camino inverso al que tantas personas andan: de un centro pasó a esta casa, que ahora es la suya. Contesta con frases cortas, y así va deslizando las claves de su nueva vida. “Ahora voy a hacer la compra”, explica, “mi comida la elijo yo”, “me compro napolitanas de jamón york y queso”. Le encanta desayunarlas. De esta forma dice también, sin decirlo, que si antes comía un menú diseñado para un centenar de personas, ahora son ellos, junto a los trabajadores, quienes preparan la comida.
En España hay unas 32.000 personas con discapacidad intelectual y del desarrollo que viven en residencias, según una estimación de la federación Plena Inclusión, que aglutina a 950 entidades de familiares y miembros de este colectivo en todo el país. Se usa un cálculo porque no hay una cifra oficial. En 2017, tras realizar un estudio, constataron las pocas posibilidades de inclusión social de quienes más necesidades de apoyo tienen y la alta tendencia a vivir en centros, “muchas veces alejados de la comunidad, sin tomar sus propias decisiones”, explica Sofía Reyes, responsable del proyecto Mi casa. El hogar de Yago y de Mario, en una zona acomodada de San Sebastián de los Reyes, en Madrid, forma parte de esta iniciativa, uno de los 20 proyectos piloto de desinstitucionalización que el Ministerio de Derechos Sociales financia con fondos europeos para ensayar nuevas formas de cuidados de larga duración. Que se fomenten los servicios en el entorno domiciliario, que se potencie la vida independiente.
En la vivienda, que gestiona Apadis, miembro de Plena Inclusión, Pablo Posada está sentado en el salón. Viste una camiseta con pequeñas hamburguesas y tiene 37 años. Un compañero se sienta en el suelo, en una esquina, y se cubre la cabeza con la camiseta. Pablo da varios golpes con la palma de la mano a Cristina Barroso, la terapeuta ocupacional, que está de pie a su lado. Ella le responde con besos en la frente. “Es bueno, es su forma de comunicarse”, explica. Para que su trabajo dé sus frutos, la interacción “tiene que ser directa”, no en la típica sala que hay en los centros, añade. “Si quiero que un chico se vista solo, tendré que intervenir en ese momento”, afirma. Así que normalmente está allí por las mañanas, junto a otros dos profesionales. Hay otros tres por las tardes y otros dos, de noche.
El proyecto trasciende el propio edificio, con habitaciones individuales (Yago comparte, pero en breve, cuando una compañera se marche y pasen a ser siete, cada uno tendrá su propio cuarto). Es por la forma de trabajar, de adaptarse a lo que realmente quieren ellos.
Aquí prácticamente todos tienen alteraciones de conducta, que se deben a dificultades adaptativas y para comunicarse. Los progresos son elevados, cuenta la responsable del proyecto a nivel nacional, Sofía Reyes: “Se está viendo cómo personas que llegaron con grandes problemas los están reduciendo. Había una partida presupuestaria muy importante en roturas, que ha disminuido muchísimo. La medicación también ha bajado, y han mejorado la calidad de vida, su bienestar emocional, físico, su desarrollo y relaciones interpersonales”.
Además de Yago, también Raúl Pérez, de 19 años, vivió en una residencia. Pablo lo hizo los fines de semana. El resto llegó directamente desde sus casas. Rafael Ballester, de 39 años, ha recreado su habitación, como en su vivienda familiar. Con su sillón azul, sus peluches, fotos en las paredes y una alfombra en el suelo. Su armario no tiene puertas, como tampoco las tienen los muebles del salón, y la del baño está rota. De nuevo, esta no es la típica casa del vecindario. Una red protege el hueco de la escalera, y la madera algo hinchada del pasillo recuerda que las duchas que los residentes se dan de forma autónoma más de una vez acaban en una pequeña inundación. Pero, aunque haya que ir adaptando cosas aquí y allí, el proyecto cada vez fluye más, según sus responsables. Nada que ver con los inicios.
Miguel Ángel Jiménez, director general de Apadis, recuerda el aterrizaje. Les costó encontrar casa. O no tenían suficientes habitaciones o directamente los propietarios se negaban a alquilársela a ellos. Hasta que dieron con esta, por 2.800 euros al mes. La sede de la entidad está a apenas un kilómetro y medio, por si hay alguna emergencia. Llegaron en enero de 2020 y poco después estalló la pandemia. “El principio fue duro. Ahora no se nos oye, al principio sí”, dice. “Tienen conductas y sonidos muy repetitivos. Se entiende mejor que el vecino haga una barbacoa hasta las dos de la mañana a que yo salga a las cinco de la tarde y emita sonidos. Pero es una labor de todos ser más inclusivos”. Cristina, la terapeuta ocupacional, lo secunda. “Vinimos aquí dos meses antes de la covid y de pronto no podían salir a la calle, y encima los vecinos se quejaban. Rafa estaba acostumbrado a salir todos los fines de semana con su familia y tomar una hamburguesa. ¿Cómo le explicas que no puede? El confinamiento fue una adaptación larga”.
Al principio la vivienda salió adelante gracias al empuje de las familias, que abonaban el coste de forma privada. Ahora todas las plazas tienen un concierto con la Comunidad de Madrid. Las familias pueden acudir de visita cuando quieran. La responsable del proyecto a nivel nacional insiste en que querían dar “una oportunidad a los más invisibles, dar todos los apoyos que necesiten para que puedan tener una vida elegida”. Y, además, conseguir comunidades y barrios más inclusivos. Pese a que la financiación del ministerio (unos 25 millones de euros en total) y el proyecto piloto como tal arranca este año, su programa empezó antes, en 2018. Entonces comenzó un cambio cultural en entidades que forman parte de Plena Inclusión.
Actualmente, hay 15 casas como esta en seis comunidades autónomas. La idea es que de aquí a dos años tengan 66 viviendas en marcha, en siete autonomías, y sistematizar la recogida de datos para aportar evidencias del funcionamiento, hacer un estudio sobre los residentes, sobre la vida en los barrios. “Vamos a acompañar a 284 personas a transitar de residencias a la vida en comunidad, y a 291 personas con grandes necesidades de apoyo que acuden a un centro de día”, prosigue Sofía Reyes.
Yago enumera las actividades para cada día. “Lunes, compra; martes, caballos; miércoles me voy a casa en metro; el jueves me voy con Inma a dar un paseo y el viernes hago buzoneo”. Los jueves da un paseo porque a él no le gusta ir a la piscina, por eso mientras el resto se da un chapuzón, para él se plantea una alternativa. “Buscamos actividades para que puedan participar. En la medida de lo posible, aquí cocinamos juntos, y unos ponen la mesa, otros sirven las jarras de agua... A lo mejor Pablo no puede batir un huevo, pero sí echar la leche en un bol”, señala Laura Garrido, responsable de esta vivienda. Ella explica que necesitan un periodo de adaptación. Tuvieron meses muy complejos, con más momentos de gritos que de silencio. Pero eso fue hace ya tiempo. Ahora, Fito y Fitipaldis suena en el salón. Cristina, la terapeuta ocupacional, despierta a Raúl en el sofá. “Arriba”, le dice, mientras baila. Deben decidir qué hacer. Quizás vayan a tomar el aperitivo. El plan solo depende de qué les apetezca.
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