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La lucha de una mujer con discapacidad para romper la exclusión: “Sé lo que es no tener nada”

Tamara Villafranca se quedó en silla de ruedas con 20 años. Su caso refleja las barreras a las que se enfrenta todo un colectivo

Federeación de Asociaciones de Personas con Discapacidad Física y Orgánica
Tamara Villafranca, a las puertas de la residencia en la que vive, en Cáceres, el 6 de mayo.ROBERTO PALOMO
María Sosa Troya

A los 20 años, Tamara Villafranca no era consciente de que se multiplicarían sus dificultades para trabajar, para acceder a una vivienda, para conseguir un buen salario. Entonces, el verano de 2011, comenzó a sufrir problemas. Se le nublaba la vista, no le respondían las piernas... Primero se achacó al estrés, pero se trataba de un problema neurológico que aquella Navidad la llevó al quirófano de urgencia. “Me operaron a vida o muerte”, recuerda ahora, con 30 años. Desde entonces, por una complicación durante la cirugía, está en silla de ruedas. En este tiempo se ha topado con barreras que en su momento ni imaginó. Sabe lo que es no poder salir de casa sin ayuda, porque no estaba adaptada; que la rechacen en trabajos por su discapacidad; lo que es contar cada euro para llegar a final de mes con una pensión no contributiva de 350 euros. “Somos los olvidados”, dice.

En España, más de cuatro millones de personas declaraban tener una discapacidad en 2020. No hay un único perfil, se trata de una realidad enormemente diversa. “Cada uno llevamos nuestra propia mochila”: así lo define Villafranca. Pero al analizar datos hay una conclusión indiscutible: existe una brecha social de la discapacidad, lo tienen más difícil para casi todo. Aparece “de forma transversal en todos ámbitos de la vida”, afirma Enrique Galván, director de Plena Inclusión, asociación que agrupa a familias de personas con discapacidad intelectual y del desarrollo. Pilar Villarino, directora del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (Cermi), habla de “una clara discriminación” y de “miles de fracturas”.

Esas fracturas se manifiestan en forma de peores datos para el colectivo. La Estrategia Española sobre Discapacidad 2022-2030, aprobada recientemente por el Consejo de Ministros, da buena cuenta de ello. El documento, que fija la hoja de ruta a seguir en los próximos años, con un amplio paquete de medidas, recoge metas concretas. Para ello va desglosando las últimas cifras disponibles en una serie de indicadores, la mayoría de 2019 y 2020. Por ejemplo, que en ocho años se haya elevado en más de 10 puntos el porcentaje de personas de 25 a 44 años que alcanzan la educación superior (hasta llegar al 31%) y que se reduzca del 34% al 18% la proporción de personas con discapacidad con problemas de accesibilidad en su vivienda.

Así, con una cifra detrás de otra, en la estrategia se dibuja esta brecha: entre los parados, aquellos que llevan más de 12 meses buscando empleo superan en 20 puntos en este colectivo al de personas sin discapacidad (64,8% frente a 44,2%), la tasa de población en riesgo de pobreza o exclusión social es más del doble (48,90% frente a 23,60%), el 40,4% de las mujeres con discapacidad ha sufrido algún tipo de violencia por parte de alguna pareja, frente al 31,9% de las mujeres sin discapacidad.

La lista es larga y Villafranca ha sentido en su piel lo que es formar parte de la estadística. Sus últimos años han sido una carrera de obstáculos que ella cuenta con desparpajo, desahogándose, por un lado, y deslizando alguna broma cuando puede. La conversación es por videollamada. Atiende desde el centro al que se mudó el pasado enero, en Cáceres, gracias a una plaza otorgada a través de la ley de la dependencia, perteneciente a la Confederación Española de Personas con Discapacidad Física y Orgánica (Cocemfe). Con 30 años, vive en una residencia. Por fin, dice con otras palabras, es dueña de su vida. Hace no tanto, la historia era bien distinta.

A Villafranca la crio su abuela en Móstoles. “Era mala estudiante y dejé los estudios. Estaba en la escuela de adultos para sacarme el graduado escolar [el graduado de la ESO] cuando tuve el primer episodio”. Así empezó todo. Una operación llevó a otra, y a otra. Cuenta que su familia “no ha sido buena”, a excepción de su abuela. En la Comunidad de Madrid vivió en un par de centros para personas con discapacidad, mientras hacía rehabilitación, y a través de una trabajadora social logró que el Instituto de la Vivienda le otorgara una casa en alquiler. “Me saqué el graduado en uno de los centros, allí nos ayudaban, no había tantas barreras como si sales a la calle. Soy monitora [da charlas con una asociación] y, cuando voy a alguna universidad, digo: ‘No está preparada para que venga alguien con discapacidad’. El mundo real, como yo lo llamo, es más difícil”. Los expertos piden mayor inversión, más apoyos, porque muchos alumnos van desistiendo a medida que las cosas se van poniendo difíciles.

Tamara Villafranca, en los alrededores de la residencia en la que vive.
Tamara Villafranca, en los alrededores de la residencia en la que vive. ROBERTO PALOMO

En el mundo real del que habla Villafranca, ella trabajó como teleoperadora para la Dirección General de Tráfico en 2015. “Por un problema de salud tuve que coger la baja”, explica. Pero desde 2016, nada. “Yo soy consciente de que no podría trabajar de barrendera o en limpieza, pero en una recepción, o de dependienta, sí. Tú entras a una tienda y te dicen: ‘Es que, con la silla, la imagen…’ Te van cerrando puertas y puertas, y no tendría que ser una barrera que yo vaya en silla. Los trabajos que nos ofrecen están muy limitados”, se queja. Tres de cada 10 jóvenes de 15 a 24 años con discapacidad ni estudian ni trabajan (frente al 17,1% sin discapacidad); la tasa de actividad para la población de 16 a 64 años, que agrupa a quienes están trabajando o buscando empleo, es del 34,3% frente al 76,1% de personas sin discapacidad.

Pilar Villarino, del Cermi, dice que es vital revertir esta última cifra. Enrique Galván, de Plena Inclusión, habla de falta de motivación y de expectativas: “Muchos piensan que no van a conseguir empleo”. Ambos lo relacionan con la formación y la falta de apoyos. Villafranca quiere ser teleoperadora y actualmente está en proceso de apuntarse como demandante de empleo. Se le ilumina la cara al decirlo. “Yo quiero trabajar, al final del mes ver el dinero en la cuenta y decir: ‘Esto es mío, me lo he ganado yo”.

A estas dificultades se añade, además, un sobrecoste ligado a la discapacidad. Según Plena Inclusión, la media anual para familiares de alguien con discapacidad intelectual y del desarrollo es de unos 25.000 euros, para familias que cuidan de personas con grandes necesidades de apoyo asciende a 50.000. Las necesidades se multiplican y el presupuesto de los hogares, también.

Ahora, Villafranca habla con la tranquilidad de sentirse segura. Pero durante mucho tiempo la situación fue bien distinta. “Sé lo que es no tener nada. Que llegue el día 15 del mes y no tener dinero, o lo justo para una última compra”, dice. Las complicaciones de salud y aquellos primeros años de limitaciones, físicas y sociales, se le hicieron cuesta arriba. “Intenté suicidarme”. En 2018 se mudó a un pueblo de Badajoz, asegura que obligada por sus tías. “Fue en contra de mi voluntad”.

Ahí empeoró todo. “Vivía con mi tío y con mi abuela. Él siempre me ha tratado mal, pero a raíz de mi discapacidad, fue a peor; la usaba para meterse conmigo. Me llamaba puta, gorda, o me decía: ‘Venga, vete andando. Ah, no, que no puedes, qué pena”. Y sigue: “Ahora estoy morena, pero entonces no me daba el sol; mi tío solo me sacaba para ir al médico y yo dependía de que colocara una rampa para poder salir. Dormía en el salón porque la casa no estaba adaptada. Un día le dije a mi abuela: ‘O me voy de aquí o me muero”. Cuenta que fue un vecino quien la ayudó, que comenzó a ir a recogerla para salir a comprar y fue así que puso hablar con la Policía Local sobre lo que ocurría. “No llegué a poner una denuncia”.

“Hay muchos factores que influyen en mayores cifras de violencia. Hay situaciones en que se cosifica a las mujeres, se las considera seres asexuados hacia quienes se puede tener una violencia más impune. En otros casos, hay poco empoderamiento de las mujeres y los agresores actúan con conciencia de que no se van a quejar”, apunta Villarino, del Cermi. Esta experta habla de intersecciones. “Si asocias diferentes factores que pueden ser origen de exclusión, se multiplica la brecha. No es lo mismo la situación de un hombre con discapacidad que la de una mujer. En el caso de una mujer mayor migrante con discapacidad que viva en un entorno rural se suman todos esos factores”.

Algo en lo que también insiste Arantzazu Alejos, técnica de Igualdad de Cocemfe. Villafranca está haciendo un curso de inserción sociolaboral organizado por ellos, en el que el año pasado participaron 568 mujeres. “El objetivo es que cojan las riendas de sus propias vidas”. Alejos habla de una concepción social por la que se ve a las personas con discapacidad “como ciudadanos de segunda”. Villarino lo define como “estigma” debido a una “concepción mal entendida de la normalidad”.

Villafranca cuenta que ella solo quiere salir adelante, que no la ayuden si ella no lo pide. Que no la limiten. Quiere trabajar, y poder tener una casa, “porque con 350 euros nadie puede pagar una vivienda”, vivir con su pareja y, quién sabe, quizás tener hijos. Pero lo primero que está intentando es volver a andar; ya lo logró dos veces hace años. Ahora quiere volver a hacerlo. “Con muletas, con andador, lo que sea, pero volver a andar. Me queda poco para conseguirlo. La fisioterapeuta se sorprende de mis avances. Yo he venido aquí a luchar. La vida es muy bonita y hay que vivirla”.

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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