Que el clima no pierda la guerra
Lo que esta crisis nos enseña es que la mejor forma de garantizar la soberanía y la seguridad energética es acabar con la dependencia de los combustibles fósiles
Si la gran dependencia que tenemos de los combustibles fósiles hacía ya muy difícil reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y luchar contra el cambio climático, una guerra inesperada en el corazón de Europa ha venido ahora a complicar las cosas. No es una guerra cualquiera. La protagoniza el tercer proveedor mundial de combustibles fósiles después de EE UU y Arabia Saudita, y pone en riesgo el suministro del 40% del gas y el 11% del petróleo que consume Europa. Las sanciones económicas impuestas a Rusia excluyen el comercio de gas y petróleo, pero los dirigentes de la Unión Europea saben que para obligar a Putin a desistir de su agresivo plan de expansión han de dar una vuelta más a la tuerca y suspender la compra de gas y petróleo. Pero la decisión no es fácil. Todos saben que la medida tiene un indudable efecto bumerán.
De momento, la Unión Europea se propone reducir a un tercio en un año las importaciones previas a la invasión, pero sea cual sea la decisión final, corremos el peligro de que la guerra acabe comportando un retroceso en la lucha contra el cambio climático precisamente en Europa, que hasta ahora ha sido su principal motor. Si el gas que se deje de comprar a Rusia se sustituye por carbón o por derivados del petróleo, aumentarán las emisiones. Si en lugar de llegar de Rusia por gaseoducto, como ahora, el gas llega de Argelia o de Estados Unidos en barco, también aumentarán las emisiones. Cualquiera que sea la solución, encarecerá el coste de la energía. Algunos estudios calculan que la crisis energética reducirá en un 2% la renta disponible de los ciudadanos europeos. La cuestión no es solo el aumento de la factura que vamos a pagar, sino en qué medida dificultará la agenda ecológica.
Pero toda crisis encierra también una oportunidad. En este caso, la oportunidad de acelerar la transición energética y adelantar cambios estructurales que de todos modos habrá que hacer y que chocan con fuertes resistencias de los intereses creados. Y el primer paso podría ser intervenir en un asunto que parecía intocable: el sistema de fijación de precios en el mercado mayorista de la electricidad. El precio del gas ya se había disparado mucho antes de la invasión de Ucrania. En enero de 2021, en pleno pico de la demanda por el temporal Filomena, el precio de la electricidad en el mercado mayorista español era de 93 euros MGW/h. EL 15 de diciembre superó los 300 euros y, con la guerra, el pasado siete de marzo superó los 500. El problema no es solo que el precio del gas sea más alto, sino que el sistema marginalista de fijación de precios que rige en Europa hace que todas las energías que consumimos se paguen al precio de la última que se incorpora a la subasta diaria, que suele ser el gas, es decir, la más cara. Eso ha dado a las grandes compañías eléctricas ingentes beneficios caídos del cielo, pues cobran al precio del gas toda la energía producida, incluidas la de fuentes mucho más baratas y ya amortizadas, como la nuclear o la hidroeléctrica. La guerra va a permitir, por fin, cuestionar ese tabú.
Hay muchas razones para apretar el acelerador. La primera, que Europa no puede seguir dependiendo de un proveedor que utiliza la energía como elemento de chantaje. Pero también que la volatilidad de los suministros energéticos y la fluctuación de los precios nos impelen a buscar alternativas más seguras y controlables. Las inversiones que hagamos en acelerar la transición energética han de servir para reforzar tanto la soberanía como la seguridad energética y las energías renovables, en la medida en que dependen de los propios recursos, son las que mejor lo garantizan. Lo que esta crisis nos enseña es que la mejor forma de garantizar la soberanía y la seguridad energética es acabar con la dependencia de los combustibles fósiles.
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