Un año sin aliento en las UCI
La Unidad de Cuidados Intensivos del Vall d’Hebron de Barcelona, que llegó a ser la más grande de España en la primera ola con 200 camas, se instala en una eterna calma tensa. El servicio combina ahora pacientes con covid y de otras patologías
Una asfixiante calma tensa se ha instalado en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona. El trajín de aquellos primeros días de pandemia, sacando camas y respiradores de debajo de las piedras, ha amainado y, como un acordeón, la que fuera la UCI más grande de España, con 200 camas habilitadas, ha menguado a unas 66 plazas. Ya no hay malabares por una mascarilla ni miradas cabizbajas cruzando aprisa los pasillos, pero dentro de los boxes, la batalla por la vida continúa. Y aunque los pacientes con covid han hecho hueco a los enfermos de otras patologías, el virus sigue marcando los tempos de unos sanitarios exhaustos. Los contagios no cesan y las camas tampoco se vacían: caras cada vez más jóvenes, de 50, 40 o 30 años, combaten en silencio, solos, durante semanas, una enfermedad que no da tregua en las UCI. EL PAÍS vuelve a la misma unidad de críticos que visitó hace un año, en plena primera ola de la pandemia.
“La primera ola era un tsunami de pacientes con un pico muy claro de trabajo. Era un esprint. Pero ahora estamos en una carrera de fondo en la que vas sumando más pacientes. Es como un maratón en el que cada vez se te cansan más las piernas”, resume Ricard Ferrer, jefe de la UCI de Vall d’Hebron y presidente de la Sociedad Española de Medicina Intensiva. España lleva meses sumergida en una intensa presión asistencial que no cesa. Con más de 2.200 enfermos críticos por coronavirus, una de cada cinco camas de UCI está ocupada por un paciente con covid.
Las enfermeras de la UCI de Vall d’Hebron no paran. De aquí para allá, hacen kilómetros por los pasillos de la unidad, entrando y saliendo de los boxes, sorteando carros de curas y compañeros ensimismados en historiales médicos. La mañana está tranquila, pero siempre hay algo que hacer: un tratamiento que ajustar, una analítica que sacar. “Ha sido un año de mucho trabajo. Al principio, había incertidumbre y sorpresa; ahora seguimos con el trabajo y la sensación de que no acabamos. Aún no vemos la luz”, señala la enfermera María José Sala.
En esta ala de la UCI, una decena de pacientes con covid conviven ahora con tres paros cardiacos y un par de trasplantes que se han complicado. En la cristalera frontal de cada estancia, un cartel coloreado marca si el paciente es covid, poscovid o ninguna de las dos. La experiencia es un grado y los sanitarios saben ahora que el riesgo no es el mismo si la infección está activa o el enfermo ya ha superado la enfermedad y tiene anticuerpos. “Hemos aprendido a conocer la covid. No está en las superficies. Las zonas comunes no nos preocupan: ahora lo que es covid es la habitación, no todo el pasillo”, ejemplifica Ferrer. De hecho, los sanitarios ya no visten las tediosas fundas de protección individual ni usan gafas de buzo para entrar a los boxes de los pacientes infectados. En su lugar, batas de un solo uso, guantes y, como mucho, una pantalla ante la doble mascarilla.
Las caras sobre las camillas también han rejuvenecido. En uno de las salas coloreadas con el cartel de “covid”, un hombre de 54 años afronta su tercer día enganchado a un respirador, completamente sedado y ajeno a los tubos de sangre que le extrae una enfermera cubierta con un gorro de flamencos rosas. Al otro lado del pasillo, un joven de 35 años cumple sus primeras 24 horas en la UCI enchufado a unas gafas nasales que insuflan oxígeno a alto flujo. La vacunación masiva a los grupos etarios más vulnerables ha cambiado el perfil de los pacientes con covid en la UCI: los ancianos de residencias y los mayores de 80 están completamente inmunizados y los mayores de 70 y 60 con una dosis puesta rozan el 90% y el 62%, respectivamente. Según el Ministerio de Sanidad, la edad media de los positivos desde la tercera ola ha bajado de 42 a 40 años y la de los pacientes de las UCI, de 63 a 60.
“Los ingresos que tenemos por encima de 60 años van bajando. Aún nos queda alguno de más de 70, pero ingresaron antes de iniciarse la vacunación. El grupo de 18 a 60 años es fisiológicamente más resistente, necesitan menos UCI, pero los que tienen factores de riesgo, como obesos, hipertensos y diabéticos, sí tienen más riesgo de entrar aquí. Cuando este grupo necesita intensivos, tiene estancias muy largas porque son candidatos a todo: son muy jóvenes y hay que luchar por ellos hasta el final”, apunta Ferrer. Por eso la ocupación de las UCI no acaba de bajar: los que entran, aunque cuantitativamente sean menos que unos meses atrás, se quedan más tiempo. “Las estancias más largas son un efecto colateral de haber disminuido la mortalidad. Tenemos pacientes que han estado más de 100 días”, señala el intensivista.
De aquellos primeros días caóticos en los que los pacientes llegaban a riadas y se improvisaba con todo para tratar aquella dolencia desconocida, ya no queda nada. “La primera ola fue una locura. Vino una enfermedad nueva y nos desbordó totalmente. Los pacientes venían muy mal y no sabíamos muy bien cómo tratarlos ni cómo manejar la situación porque eran casos muy trágicos: no era solo un enfermo, era la familia. Nos sentíamos impotentes”, recuerda la intensivista Elisabeth Papiol. El tiempo y la evidencia científica, no obstante, han puesto orden en las dinámicas de trabajo y el abordaje terapéutico. “Hace un año dábamos lo que pensábamos que podía funcionar, no lo que sabíamos que podía funcionar. Con lo cual, los pacientes recibían cócteles de cosas. Ahora no se da nada que pensamos que puede funcionar si no es dentro de un ensayo clínico. El remdesivir, por ejemplo, es un antiviral que se dio mucho y ahora sabemos que en el paciente crítico no funciona y no lo estamos dando”, explica Ferrer.
La importancia de la fisioterapia
El tiempo en la UCI pasa lento y achica mucho. En una de las salas “poscovid”, un hombre de 53 años echa los restos para responder a las demandas del fisioterapeuta, que le pide levantar y bajar los brazos varias veces. Todavía tiene la traqueostomía hecha, pero el sistema de oxígeno de alto flujo ya ha sustituido al respirador. Es un primer paso. El fisio presiona su pecho, luego le mueve las muñecas y otra vez los brazos, arriba y abajo. “Los que pasan muchas semanas en la UCI tienen muchas secuelas. Les queda una neumopatía que ya se evidencia en la UCI: tienen un pulmón rígido, mucha debilidad muscular y les cuesta mucho volver a tolerar el esfuerzo. Los pacientes con covid necesitan fisioterapia intensiva desde el punto de vista respiratorio y motor. Es importantísimo”, apunta Ferrer.
Un año después de aquel tsunami de pacientes que arrasó las UCI en la primavera de 2020, los médicos conocen más la enfermedad, la evolución del paciente e incluso, los imprevistos. Se nota en las dinámicas de trabajo y en los propios sanitarios, que cruzan los pasillos con paso más firme. Con el grueso del personal ya vacunado, además, el miedo a contagiarse es menor; pese a la persistente presión asistencial, el ambiente es más tranquilo. “La situación es un poquito más crónica ahora. La esperanza de que esto vaya bajando está ahí, pero aún no llega. La vacunación da tranquilidad, pero también te da incertidumbre cada vez que cambian las restricciones, la aparición de las variantes…”, admite Papiol.
Lo que no ha cambiado en la UCI de Vall d’Hebron es el rumor de un pitido lejano que sale de los monitores cada tanto. Tampoco las camas llenas ni las historias que guardan las salas de puertas adentro. En una de ellos, por ejemplo, una mujer de 46 años que acaba de dar a luz, lucha por la vida enganchada a un respirador. “En la UCI estamos curtidos para ver cosas graves, pero esto afecta a todo el mundo y tienes más empatía. Son dramas familiares”, insiste Papiol. Y esa carga emocional también pasa factura a un personal extenuado. “No he tenido ni una baja por motivos médicos o psicológicos en mi servicio. Incluso me consta que han pospuesto intervenciones no urgentes para trabajar. Pero veo mucha contención y cuando esto se relaje, tendremos que poner al día muchas cosas que ahora están retenidas”, asume Ferrer.
Lo peor es que la pandemia no ha terminado. “La sensación aquí es diferente a la de la gente de la calle. No tenemos sensación de que esto ha acabado”, apunta Sala. El virus sigue acechando, coincide Ferrer: “Ahora tenemos más certezas, pero quedan incertidumbres, como las nuevas variantes o cómo afectará la caída del estado de alarma con las UCI tan llenas. Si se acaba el toque de queda y se abre la restauración por la noche, el grupo de 18 a 60 años, que es el socialmente más activo, nos aumentará en la UCI. Estamos desconfinándolo sin protegerlo y sobre ellos va a predominar la infección”.
Un curso clínico más rápido con la variante británica
Algo ha cambiado a ojo de los clínicos desde que la variante británica ha ocupado el nicho ecológico en España y es predominante. La comunidad científica ha evidenciado que es más transmisible, pero no más agresiva. Sin embargo, Ricard Ferrer, jefe de UCI del Vall d'Hebron, apostilla un detalle: "La opinión a pie de cama es que el curso clínico es más rápido. Entre la primera visita al hospital porque le falta el aire y estar intubado en la UCI pasan 12 horas. Antes, el paciente llegaba al hospital, se quedaba en planta dos o tres días y luego entraba en UCI".
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