“Necesito ayuda al andar y tengo lagunas mentales”
Jordi Alba, de 55 años, arrastra secuelas cognitivas y motoras tras tres meses en la UCI y sufrir un ictus por la covid
Jordi Alba, de 55 años, pasó los días más aciagos de la pandemia, en marzo de 2020, luchando por la vida desde una cama de cuidados intensivos (UCI) del Hospital de Granollers (Barcelona). Cuando se despertó, el mundo era otro; y él, también. Fue de los primeros en contagiarse y aún hoy, un año después, arrastra las secuelas de la enfermedad y de sus tres meses en una UCI. “Tengo lagunas mentales y para andar necesito ayuda”, relata este empresario de publicidad otrora adicto al trabajo y acostumbrado a viajar por medio planeta por su empleo.
En poco tiempo, el mundo de Alba y su familia ha dado un giro de 180 grados. Al otro lado del teléfono, su mujer, Adriana Payà, de 50 años, ayuda a Alba, todavía convaleciente, a construir la historia del último año. “Todo fue muy rápido. El 11 de marzo de 2020 me dijo que estaba pillando una gripe. A los dos días, ya no podía respirar e ingresó en el Hospital de Sant Celoni. El 21 de marzo entró en la UCI del Hospital de Granollers y ya no volvimos a hablar. Estuvo tres meses muy grave”, recuerda Payà.
Cada día era una agonía para la familia de Alba: una llamada al día con noticias malas, menos malas y otra vez peores. “Lo despertaron una vez tras un mes en la UCI. Me dejaron ir a verlo y cuando me estaba poniendo el equipo de protección individual (EPI) para entrar, todos los médicos desaparecieron. Me imaginé que algún paciente habría empeorado y tendrían que atenderlo. Al rato, vino una doctora y me lo dijo: era Jordi. Había vuelto a recaer”, apunta Payà sin poder reprimir las lágrimas.
Alba venció a la covid tras tres meses en la UCI, pero el virus hizo mucha mella en su organismo. Cuando despertó, no podía ni mover la cabeza. Tampoco comer ni apenas articular palabra. “Estaba como si fuese tetrapléjico”, apunta Payá. Durante su estancia en la UCI, además, había sufrido también un ictus derivado de la covid y tenía un daño cognitivo asociado. “Le afectó a la hora de razonar. Y aún tiene lapsus de memoria y le cuesta mucho leer o hacer cálculos mentales”, explica su mujer.
Aterrizar en el mundo real, recuerda Jordi, tampoco fue fácil. Mascarillas por todas partes, visitas reguladas, protocolos de seguridad… La familia se lo contaba a cuentagotas, tanto lo que había pasado en la calle en esos meses como lo que había sucedido en casa. Por ejemplo, el fallecimiento de su padre: murió también a causa de la covid cuando Alba estaba en la UCI. Se enteró de lo ocurrido cinco meses después del fallecimiento. “Todo me pareció un poco una película de terror”, resume ahora.
Cuando salió de la UCI, Alba fue derivado al Institut Guttmann de neurorrehabilitación, donde estuvo hospitalizado otros tres meses con un programa individualizado de rehabilitación cognitiva, respiratoria y motora. Tras el alta en septiembre, continuó en el servicio de rehabilitación ambulatoria —dos horas diarias tres veces por semana— hasta hace unos días. “A mí me hubiera gustado que se quedara más tiempo, pero la Guttmann es un centro especializado y atienden a los casos más graves. Ahora estamos en un limbo, moviendo los papeles a ver qué recurso le asignan. Porque Jordi necesita a alguien encima, necesita ayuda porque no puede hacer casi nada solo”, relata Payà.
Según les explicaron los médicos, los primeros seis meses son claves para recuperarse del daño cerebral. A partir del año, lo que no se ha recuperado, se pierde, o evoluciona muy lentamente, explica Payà. “Jordi ha terminado la rehabilitación, pero ahora necesita más para ir manteniendo y no perder lo que ha conseguido. Él era adicto al trabajo y ahora le cuesta leer dos frases seguidas. Tiene falta de concentración, cansancio y apatía a causa de la lesión cerebral. No sé hasta cuándo necesitará rehabilitación”, explica su mujer. Alba ya camina solo, pero con la ayuda de un bastón y una férula para avanzar.
A falta de recursos de rehabilitación en la sanidad pública, la familia ha recurrido también a especialistas privados. “Desde que le dieron el alta lo llevo al osteópata y también ha hecho acupuntura. Me cuesta 80 euros cada sesión. A él le iría bien ir al osteópata cada semana, pero no sé cómo va a quedar la situación económica porque él no puede trabajar”, apunta Payà.
Alba también admite que echa de menos la rehabilitación, aunque odia hacer los ejercicios cognitivos —a través de un programa electrónico diseñado por la Guttmann, con tareas de memoria, puzles y otras actividades—. “Una simple suma o resta me cuesta horrores”, reconoce.
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