Madrid, la geopolítica del terraceo
La libertad es esa emoción tan subjetiva sobre la que todos debatimos estos días mientras cenamos y tomamos unas cañas en la capital europea del desconfinamiento
La noticia está en casi todos los periódicos y televisiones italianas. La foto de Olmo Calvo, esa Libertad guiando al pueblo enarbolando una bolsa de El Corte Inglés y un cubata de plástico, ha hecho fortuna también en todas las portadas. “¿Es verdad lo que pasa en Madrid?”, pregunta mi casero romano al teléfono. Los hoteleros y comerciantes transalpinos, en cambio, lo envidian y denuncian el éxodo de clientes a España. ¿No se puede salir del municipio, pero sí viajar a Madrid o Canarias? Las imágenes de algunas calles madrileñas son para muchos la sublimación del estereotipo español que ha coleado en Europa desde el tardofranquismo. Un lugar donde cenar tarde, beber sangría y continuar la fiesta de madrugada hasta que irrumpa ilegalmente la policía. Una postal difícil de borrar ya. Nada reconforta más que un soplo de realidad confirmando tus prejuicios.
El aterrizaje desde Roma en el aeropuerto de Barajas muestra de forma luminosa las señales del nuevo mundo. Los laboratorios de análisis de covid-19, único salvoconducto para el viaje de desconfinamiento, ocupan fabulosos espacios publicitarios reservados antes a marcas de ropa. Hay cola en los restaurantes de la terminal para la baguete de jamón ibérico (El aeropuerto de Fiumicino, vacío, parece una estación espacial estos días) y circulan, aunque poco, los taxis. “Mejor esto que nada”, se conforma uno de ellos mientras arranca el motor. “Aquí cenará, irá de cañas y puede ir al teatro. Y todo es gracias a la presidenta [regional, Isabel Díaz Ayuso]”, anuncia. Comienza así un viaje a un lugar borroso entre el pasado y ese futuro con aroma a hidrogel alcohólico donde todo el mundo sonríe bajo su mascarilla. La región, también, con más ingresos en UCI y la segunda con más contagios de España: 267 casos por cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días de incidencia acumulada (en Italia se pasa al confinamiento automático a partir de 250 casos).
La emoción se confunde al principio con el sentimiento de culpa. Con el recuerdo de hospitales de campaña. Luego, como sucede con lo bueno, crece el ruido alrededor y desaparece el incómodo remordimiento. El eslogan de campaña del PP martillea el inconsciente y la frivolidad de cada brindis con los amigos reencontrados en las abarrotadas terrazas de Lavapiés. “¡Comunismo o libertad!”. ¿Quién no elegiría lo segundo? Esa idea tan subjetiva sobre la que, en realidad, todos banalizamos estos días mientras tomamos cervezas en las calles de este gran bar de Europa.
Llegar desde Italia, un país que entra y sale de confinamientos más o menos restrictivos desde que comenzó la pandemia (ahora está completamente cerrada), impresiona. Las últimas semanas, ante el aumento masivo de la variante británica y el riesgo de una cuarta ola, el Gobierno de Mario Draghi —como lo ha hecho Francia— ha bajado la persiana. Excepto para huir al extranjero. En algunas calles de Madrid puede escucharse tímidamente el italiano, sepultado por un intenso rumor francófono. El magnetismo del turismo de desconfinamiento español, de esa geopolítica del terraceo, se impone en Europa: el vuelo de ida y vuelta a Roma, con algunos pasajeros en transfer desde Canarias, va completamente lleno. Y siempre alguien, en alguna conversación, pronuncia el mismo nombre con más o menos acento: Ayuso. El fenómeno también se ve gráficamente en el centro.
En Cascorro, junto a la estatua de Eloy Gonzalo, un bar exhibe en uno de sus cristales el secreto de su plato estrella: “Papas a la Ayuso. Pocas papas y muchos huevos”. Menos original es el despliegue de la calle Ponzano, zona cero del ayusismo chamberilero (se ve que es donde nació la presidenta regional). “Todos somos Ayuso. Gracias por cuidarnos, presidenta”. Marisquerías a las que fuimos siempre, donde compartimos salpicón y ensaladilla con amigos de todo pelaje político y social, toman partido descaradamente en periodo preelectoral. “No vienen por el cartelito. Vienen a comer. ¿Qué más dará?”, puntualiza un camarero. Y si no vuelven, pues que no vuelvan.
Madrid nunca tuvo una identidad muy nítida. Y los que pasamos aquí algunos de nuestros mejores años lo contábamos entusiasmados cuando volvíamos a casa. La teoría del procés mesetario parece algo forzada. Pero después de un año sin regresar, cada vez se ven más banderas en los balcones y un cierto desafío al disidente. A favor, o en contra. Si te gusta bien. Y si no, también. “Esa idea de que Madrid lo hace todo mal. Lo de que nos equivocamos en todo, nos ha unido en torno a ella y ha dado una identidad. Esto no es ideología. Es carisma”, matiza una persona cercana a Ayuso en una plaza del centro.
El recorrido nocturno obliga a pasar por las calles de Barcelona, Cádiz y Espoz y Mina. Unos franceses con camisa hawaiana toman copas en el callejón de Álvarez Gato. Salen chupitos humeantes de vodka (el autor de este texto caza uno al vuelo), suena el traqueteo de la maleta de nuevos visitantes con el logo de Airbnb impreso en la mirada. Dos madrileños, misma escuela que Esteso y Pajares, abordan a unas francesas con más pena que gloria y certifican que siempre seremos una nación pequeña ante el imponente eje franco-alemán (por no decir que jamás sustituiremos a Italia en el G7). Cuando a las 11 llega la policía con sus cascos antidisturbios, escrupulosa con los horarios (al menos esta noche), los turistas franceses huyen como conejos con sus bolsas del súper con botellas y latas. Los italianos, algo más refinados, mantienen el paso.
El laboratorio italiano
El primer día que Italia decretó el desconfinamiento también corrimos a la puerta de los Museos Vaticanos para ver la capilla Sixtina sin un alma. Compramos un billete de tren para visitar Venecia y recorrerla sin turistas. La libertad recuperada, reconquistar el espacio, es irresistible. Pero uno se acostumbra más rápido cuando regresa que cuando se esfuma. Italia y España lo conocen. Y la inflamación de la idea ahora —menos impuestos y más banderas— es una tendencia de cierta derecha.
Matteo Salvini, líder de la ultranacionalista Liga, empuja en Italia para que el país reabra. No importa lo que diga el comité científico que asesora al Gobierno. Lombardía, la región más emblemática de su partido, la locomotora económica de Italia, no tiene nada de qué presumir: en vacunación, en prevención, en datos, en rastreo… Las UCI están al 60%. Pero Salvini se refiere a seguir confinando en abril como “secuestro de personas”. ¿El comunismo o la libertad? Berlusconi ganó varias elecciones con ese discurso y se presentaba en televisión (las suyas) con el Manifiesto comunista. Italia, al menos, había tenido el partido comunista más fuerte de Europa. Exhibió también el mismo discurso sobre los impuestos y, sobre todo, estimuló esa fábula fluida que entraña el transfuguismo en la política (147 casos solo en esta legislatura) y que ha desencadenado este extraño proceso en España. El laboratorio italiano. Estaba todo inventado.
En la plaza de Tirso de Molina, la policía municipal obliga a Gisela, una cantante Argentina, a desconectar el amplificador. Ella accede mientras le advierten con una multa que amenaza su permanencia en España. Y así uno también descubre que la libertad para cantar termina donde comienza el derecho del cliente a tapear.
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