Los que sueñan con Tarifa
La migración genera más prosperidad que problemas, pero el debate se vuelve tóxico. Un ensayo de Suketu Mehta nos mete en la piel de los que buscan mejorar su vida y la de los suyos
Suketu Mehta, escritor y profesor de periodismo nacido en Calcuta y afincado en Nueva York, estuvo en Tánger hablando con los desesperados que se juegan el pellejo por cruzar el Estrecho. Escuchó historias espeluznantes de quienes huyen de tal miseria y han sufrido tal horror en el viaje que, ahora que ven en el horizonte la tierra prometida, no van a vacilar en echarse al mar en una lancha precaria, achicando agua o tirando sus pocas posesiones para evitar que se hunda. Él, con su pasaporte de EE UU, cruzó cómodamente en el ferri a Tarifa, que le pareció un mundo hedonista de surferos y turistas, donde las chicas se hacían trenzas africanas de manos de las mujeres que lograron llegar.
Lo cuenta en Esta tierra es nuestra tierra. Manifiesto del inmigrante (Literatura Random House), un vehemente alegato en defensa de esos valientes que no solo buscan mejorar su vida, sino también la de los suyos en el país de origen. Un intento de poner rostro humano a un debate cada día más tóxico en el que demasiadas voces persiguen la deshumanización del otro. En España se han sucedido señales de alarma estos días. Vox inició en Cataluña una campaña contra la comunidad musulmana en la que confundía deliberadamente lo islámico y lo islamista, para asociarlos al terrorismo, lo que sería lo mismo que identificar a la población blanca con el supremacismo blanco. El mismo partido pone en la diana a los que llama menas, etiqueta que esconde el drama de niños solos. En Canarias, la fiscalía investiga a bandas violentas que salen a la caza de recién llegados. En el fútbol se oyen insultos racistas por poca gente que haya en la grada, lo que revela lo profundo del problema.
Frente a eso viene bien algo de pedagogía. La hace también Lionel Barber, que se retira como director del Financial Times tras 15 años. Sostiene que la globalización ha reducido la pobreza como nunca se logró, y que la inmigración ha sido una “tremenda fuerza de renovación, prosperidad y energía” para los países avanzados. Algunos hechos: la inmigración dinamiza la economía, rejuvenece la población, consume menos recursos públicos (pese a los bulos) y ayuda a sostener el Estado de bienestar. Es cierto que se producen fricciones, problemas de integración y de convivencia, que requieren respuestas políticas locales, nacionales y europeas. Para los países de origen, aunque pierden talento, las remesas les aportan mucho más —cuatro veces más— que la ayuda al desarrollo.
La humanidad siempre fue migrante, desde su origen nómada; hubo grandes desplazamientos en la antigüedad, y más generosidad en la acogida durante las grandes crisis. No hace tanto, un siglo o dos, eran europeos los que huían del hambre o la guerra; eso fue antes de que internet y la televisión mostraran a los jóvenes sin futuro que hay lugares mejores para ellos.
Abunda ahora el discurso que distingue la inmigración legal de la ilegal, o la que escapa de la persecución de la que lo hace de la pobreza. Al final es azaroso entrar en una categoría o en otra, ser devuelto —en caliente o en frío— o no. El libro de Mehta se explaya en denunciar la inhumana política migratoria de Donald Trump, con esos niños arrebatados a sus padres como foto de la vergüenza. También observa que en Ceuta y Melilla las vallas son cada vez más altas, que la UE paga a Turquía para que contenga la marea fuera de su vista. Y que solo algunos líderes como Angela Merkel asumieron el riesgo de hacer lo decente con los refugiados.
El autor indioamericano apela a la deuda contraída por Occidente con países que fueron colonizados, esclavizados, intervenidos o, todavía, explotados por sus empresas. Recuerda, a la vista de las caravanas de hondureños y guatemaltecos con destino a EE UU, que Washington promovió dictaduras militares en esos países por intereses bananeros. Por eso cuenta que su abuelo indio declaró, al instalarse ya jubilado en Londres, que no era un inmigrante sino un “acreedor”. Mehta quizás peque de idealista, pero no es un ingenuo. Asume que no es planteable una política de puertas abiertas para todos; sí aboga por fronteras más permeables y por regularizar la situación de los migrantes que ya están establecidos (en esta línea se mueve ya Joe Biden). Este libro solo aspira, no es poco, a que aprendamos a ponernos en la piel del otro.
Tarifa, por cierto, no es el paraíso. Está en una de las provincias más pobres de la Península, azotada por el paro. La brecha que separa al sur de Cádiz de las regiones más ricas es grande, pero menor que el abismo de los 14 kilómetros del estrecho de Gibraltar. Algunos quieren alentar guerras entre los pobres nacidos aquí y allá.
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