La egocracia no resiste las plagas
El individualismo campante se da de bruces con la pandemia y los temporales. En las grandes crisis cobra valor lo colectivo: el civismo, la solidaridad
Una de las características del individualismo posmoderno es una desproporción entre la conciencia de los derechos y la de las obligaciones. Esa forma de pensar del que exige mucho para sí pero está poco dispuesto a dar por los demás se ha dado de bruces con una sucesión de desastres naturales, desde la pandemia que cumple un año a la nevada que paralizó media España. ¿Cómo, que no hay un funcionario limpiando de nieve y hielo mi pedacito de acera? ¿Cómo, que no me dejan reunirme con quien quiera, salir cuando quiera? ¿Cómo, que espere mi turno para la vacuna? Pero las grandes crisis siempre han reforzado el valor de lo colectivo. Del civismo y la solidaridad.
Víctor Lapuente ha escrito en Decálogo del buen ciudadano (Península) un alegato contra la “borrachera de narcisismo” que nos rodea. “Vivimos en el imperio del interés personal, en una auténtica egocracia”, sostiene Lapuente, catedrático de Ciencia Política en Gotemburgo. Lo que nos unía, llámese Dios o la patria, no ha hallado reemplazo, lo que ha debilitado el compromiso con la comunidad, como ya denunciaba Zigmunt Bauman.
El ensayo de Lapuente echa culpas de este problema a los dos lados del espectro político: “Llevamos décadas bebiendo de ideologías que han embriagado nuestro yo”. Por un lado, la derecha transitó de la democracia cristiana al neoliberalismo, que rinde culto al lucro y diluye la ética del capitalismo. Y la izquierda cosmopolita, que se apartó del ideal patriótico a partir de Vietnam y 1968, alentó el individualismo cultural, el “empoderamiento”, las políticas de identidad antes que las de cohesión. De ahí vendría otro de los grandes males de nuestro tiempo: el tribalismo, el sectarismo, la polarización. La falta de un mínimo común denominador nos enfrenta unos a otros.
Una paradoja: en una etapa de individualismo feroz escasea el libre pensamiento. La ruptura de consensos básicos ha llevado a que una mayoría de la población adquiera el kit ideológico de su bando. Y las redes sociales ayudan a que cada uno viva en su burbuja. Ese clima es el que ha denunciado Iñaki Gabilondo para explicar por qué deja su comentario diario. “Parece que hay un recetario de respuestas, según seas de derechas o izquierdas. Hay quien no tiene dudas y sí certezas absolutas, cosa que a mí me aterra”, dijo una de las voces más respetadas del periodismo español.
Una de las consecuencias del narcisismo imperante es que lleva a la insatisfacción. Nos aferramos a la ilusión de controlar nuestro destino. La pandemia o el temporal Filomena nos recuerdan que somos frágiles, como ya tienen asumido en otros países con más experiencia en desastres y que nos han dado ahora alguna lección.
Lapuente revela en la primera frase de su libro que se puso a escribir nada más serle diagnosticado un mieloma múltiple, una enfermedad hoy incurable. Ahora que tanto se habla de resiliencia, la capacidad de encajar las experiencias traumáticas, el politólogo reivindica a Catón, el filósofo estoico, por su “ética de aceptación del destino y de sacrificio por la comunidad”. Y a Séneca, para quien un infortunio era “un mero entrenamiento” que te vuelve más fuerte. “Entender que la vida es inherentemente incierta, que estamos aquí de prestado, nos da fuerzas. Nos libera del gigantesco peso de programar nuestro futuro y luego frustrarnos porque inevitablemente la vida no saciará nuestras expectativas”.
Explicaba bien Yuval Noah Harari en su superventas Sapiens (Debate) que los primeros humanos eran “un animal insignificante”, poco más que simios asustados que no resistirían el combate con una fiera. Solo cooperando, en manada, intercambiando información y uniéndose en torno a los mitos que creaba su fecunda imaginación, se hicieron fuertes. El individualismo es hijo del progreso y de la libertad, pero somos una especie social, puede decirse gregaria. A veces la naturaleza nos devuelve a nuestro sitio. Para que volvamos a ser capaces de abrazar la incertidumbre.
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