A los inmigrantes os dan todas las ayudas
Los prejuicios contra los extranjeros en España, basados en el racismo, acaban creando mecanismos de discriminación que afectan a la vida diaria del individuo y lo relegan a los márgenes de la sociedad
Nos lo han repetido tantas veces, que al final nos lo hemos creído: a los inmigrantes y a los hijos de los inmigrantes nos lo dan todo. Nos pagan los recibos de la luz y el agua, la compra en el súper, tenemos vivienda gratuita y acceso a todo tipo de ventajas que no disfrutan los españoles de ocho apellidos.
Esto es lo que ocurre cuando un grupo entero de personas está sujeto a una construcción estereotipada: a pesar de que la experiencia directa desmiente sistemáticamente falsedades evidentes, su difusión masiva y persistente en la opinión pública llega a influir en la percepción que de la realidad tenemos incluso los afectados. Los prejuicios, esa forma de pereza mental tan extendida, empañan los hechos, cambian nuestra visión de las cosas y anquilosan el pensamiento. De sobra es conocida la frase de Albert Einstein: “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Pero lo curioso es que tales apriorismos lleguemos a interiorizarlos las personas que los sufrimos. Después de escuchar durante años una y otra vez que todo eran ventajas para nosotros, ¿cómo no creerlo? ¿Cómo no dudar a la hora de solicitar cualquier ayuda? ¿Cómo no autoexcluirnos antes de que se nos acuse de recibir trato de favor? ¿Merecemos tener los mismos derechos que nuestros vecinos? ¿Somos seres humanos igual que ellos?
Aunque parezca exagerado lo cierto es que los mecanismos de discriminación social acaban teniendo consecuencias en lo más íntimo del individuo. La lluvia fina de los mensajes sobre los inmigrantes, su deshumanización continua, incluso el lenguaje que se usa para tratarlos en los medios, acaba calando en lo más hondo.
Ser inmigrante no conlleva ninguna ventaja, se lo puedo asegurar. Más bien es todo lo contrario. No hay más que ver quiénes son los náufragos del siglo XXI o la nacionalidad de aquellos que habitan los barrios de infraviviendas o dónde nacieron los que perciben los salarios más bajos (otro prejuicio, por cierto, es el que afirma que los inmigrantes anhelan por vocación cobrar menos que los demás por el mismo trabajo). La discriminación positiva no existe ni siquiera para corregir la enorme y sistemática discriminación negativa y la mayoría de personas que yo conozco en estas circunstancias no pretenden recibir, ni mucho menos un trato de favor, lo único a lo que aspiran es a que de una vez por todas su lugar de nacimiento no siga condicionando sus vidas presentes relegándolas tantas veces a los márgenes.
Los prejuicios en abstracto los repetimos sin cesar y contribuimos a difundirlos sin comprobación alguna, sobre todo si tenemos predisposición a creerlos, pero suelen caer por su propio peso cuando se llevan al terreno de lo concreto. A pesar de que los datos apuntan a que los inmigrantes en general viven en situaciones de mayor precariedad que el resto de la población, siguen existiendo personas empecinadas en defender que “se lo dan todo”. O que no tendrían que acceder a las mismas ayudas que “nosotros, los de aquí”. Aceptemos por un momento esta premisa, aunque sea falsa. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué medidas hay que tomar para corregir esa supuesta discriminación positiva? Pongámonos, por ejemplo, en las ayudas por hijos a cargo, ¿hay que someter a una vigilancia específica y más estricta a los solicitantes que tengan una determinada procedencia? ¿Cree usted que a un niño hijo de una familia inmigrante hay que impedirle que pueda ir a la escuela o tener una comida al día? Pero no teóricamente: póngase delante de un niño y dígale que hoy no va a comer porque los suyos se quedan con todas las ayudas. Así pues, ese prejuicio construido por el racismo más deleznable no es, ni mucho menos, la denuncia de la injusticia de un supuesto trato de favor. Es pura y simple discriminación de toda la vida, la que no considera que todos los seres humanos nazcamos iguales y libres, con plenitud de derechos.
Todo esto viene al caso de la crisis ocurrida en Holanda donde el Gobierno ha dimitido por el escándalo en las ayudas sociales. Parece ser que a miles de familias extranjeras residentes, de procedencia marroquí y turca, se les obligó a devolver las ayudas por el cuidado de sus hijos. Miles de familias pagando así de cara su procedencia, una estrella amarilla administrativa que reaviva los peores fantasmas de esta Europa construida sobre valores que van en la dirección opuesta.
Aquí no hemos conocido escándalos como el de Holanda, pero cabría ver si los inmigrantes son sometidos a un examen más riguroso cuando tienen que solicitar según qué ayudas. No son pocos quienes describen situaciones en las que se hace evidente la influencia del prejuicio de “os dan todas las ayudas”. Aunque no se encuentren con una negativa directa a veces perciben que se les piden más requisitos o se mira con lupa su solicitud (recuerdo, por ejemplo, que a algunos usuarios que cobraban la renta mínima de inserción se les pedía el pasaporte para comprobar que no hubieran salido del país, algo que nada tenía que ver con su situación económica). También es cierto que las trabas en los procedimientos es algo casi consustancial a un sistema que presupuesta a la baja las partidas destinadas a derechos reconocidos y que la perversión consiste, muchas veces, en desanimar al usuario para que desista en su farragosa odisea hacia la obtención de lo que le corresponde por ley.
Un caso aparte es el de personas condenadas a los márgenes por su situación administrativa. La Ley de Extranjería, en este sentido, se puede convertir en una verdadera estructura de segregación explícita en lo que Nira Yuval-Davis llama ”everyday bordering”. Aunque dicha ley es necesaria para preservar la soberanía nacional, lo cierto es que a menudo establece elementos de discriminación legal que la hacen injusta, incluso inhumana. ¿Por qué para entrar en España desde determinados países no se necesita más que un pasaporte o un visado de fácil expedición mientras que desde otros es casi imposible venir de forma legal a menos que se tenga una abultada cuenta bancaria? ¿Es justo que los inmigrantes pasen tanto tiempo separados de sus hijos por ser el trámite de reagrupamiento familiar un largo y arduo camino? ¿Consideramos aceptable que se prive de ese reagrupamiento a aquellos hijos que ya han cumplido la mayoría de edad cuando los adolescentes españoles conviven con sus padres hasta edades muy avanzadas?
Otra forma de establecer una frontera nada desdeñable entre españoles e inmigrantes es precisamente el acceso a la nacionalidad. Las diferencias en los requisitos dependiendo del país de procedencia, la eternización de los trámites, la exigencia de pasar un test que la mayoría de autóctonos no aprobaría acaban creando situaciones de agravio importantes. Por no hablar de la concesión de la ciudadanía por ese supuesto subjetivo que es el de los méritos artísticos o deportivos. Mi madre no es Messi ni James Rhodes, pero con su trabajo reproductivo no remunerado ha contribuido a la economía de este país con seis cotizantes a la Seguridad Social. Después de más de treinta años no va a solicitar la nacionalidad porque tuvo la desgracia de nacer en una pequeña aldea donde creyeron que las niñas no merecían ser educadas. Como ella hay miles de mujeres que van a seguir en los márgenes pagando doble el hecho de ser mujeres e inmigrantes. Y encima tendrá que seguir oyendo lo mismo: es que a vosotras os dan todas las ayudas.
Najat el Hachmi es escritora.
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