Honduras, zona cero del cambio climático en América Latina
El mar se ha tragado en pocos años cuatro cuadras del municipio de Cedeño, en Honduras, uno de los tres países más vulnerables del mundo al cambio climático. Donde hace unos años había casas, hoteles o una iglesia ahora se puede hacer buceo. Los hijos de los actuales habitantes no tendrán pueblo en unos años.
La zona cerodel cambio climáticoen América Latina
El pescador maneja la lancha con el rostro serio de quien recorre un cementerio por el que le disgusta pasar. Entonces se detiene entre las olas y señala un punto oscuro, uno cualquiera junto a la barca: “Aquí abajo está el centro comunitario de Cedeño”, dice, “y ahí delante una sala de fiestas llamada El Oasis, la tienda La Americana y un restaurante mexicano”. Más allá, “donde hace espuma la ola”, daba la vuelta el autobús y estaba el hotel de doña Ondina…recuerda el pescador, refiriéndose a las 24 habitaciones levantadas en lo que un día fue un elegante rincón turístico de Honduras.
Recorrer la playa de Cedeño, un municipio de 7.000 habitantes en el sur de Honduras, uno de los países más vulnerables del mundo al cambio climático, es un paseo tan surrealista como apocalíptico. Techos y balcones de viviendas que un día estuvieron en cuarta línea de playa, asoman del agua como si hubieran sido construidas ahí, en medio del Pacífico. Hacia el Oeste, mansiones de dos plantas lucen abandonadas, y las piscinas en las que las familias acomodadas un día bebían margaritas fueron arrancadas de cuajo por las olas. Los postes eléctricos, que antes iluminaban parte del pueblo, ahora se interrumpen al llegar a la orilla y tres calles pavimentadas conducen a las profundidades. Los niños que juegan en la raquítica playa, lo hacen sobre una arena llena de cascotes y restos de azulejo y ladrillo.
En la última década, Honduras fue el segundo país más afectado por huracanes, tormentas o inundaciones según el Índice de Riesgo Climático (IRC) que elabora cada año Germanwatch. Y su futuro no parece más luminoso que su pasado reciente: en casi todos los mapas del grupo de expertos en cambio climático de Naciones Unidas (IPCC), esta región aparece en rojo, y se prevé que sus zonas costeras pronto quedarán bajo el mar, al igual que Myanmar, Dominica o las islas caribeñas de Panamá. En Cedeño, ubicado en el golfo de Fonseca, el mar se está comiendo la costa a un ritmo de un metro y 22 centímetros cada año. Sus habitantes ya viven en el futuro.
“Nos advirtieron que nuestros nietos no tendrían pueblo, pero nunca imaginé que yo misma lo vería desaparecer”, dice doña Alejandrina, de 70 años, mientras llora junto a la que era su sala de fiestas, una imponente construcción de dos plantas y 300 metros cuadrados que se vino abajo hace unos meses y ahora luce como una montaña de cascotes rosas bañadas por el mar. Es la última casa que han tumbado las olas. La quinta propiedad de Alejandrina que se traga la marea.
Los tres pescadores despliegan un mapa sobre la mesa y señalan una a una las calles desaparecidas. El pueblo ha perdido cuatro calles en los últimos 30 años. “El agua se ha tragado cuatro cuadras, las casas de 600 familias, seis hoteles, cuatro salas de fiestas, el centro comunal, las oficinas de Hondutel, un laboratorio de camarón... y está entrando al colegio”, recuenta Virgilio Madariaga, de 47 años, presidente de la asociación de pescadores y encargado de dar un curso a los vecinos en caso de tsunami, la única ayuda oficial recibida hasta ahora.
Además de comerse el pueblo, el mar ha desplazado la pesca, ha arrasado con los manglares y ha alterado la salinidad y secado los pozos trayendo más pobreza y desplazamiento. A partir de ahí comenzó un éxodo difícil de calcular que ha vaciado el pueblo. Unos, como Herminia Galindo, de 63 años, se marcharon cinco kilómetros tierra adentro. Otros se marcharon al norte de Honduras para cortar café —cuyo precio alcanza mínimos históricos— y otros tantos huyeron a España o Estados Unidos, unos en caravanas y otros en silencio, como el hijo de Dagoberto, albañil en Houston.
“Se puede decir que el cambio climático es la tercera causa de emigración después de la violencia o el hambre pero las tres están ligadas entre sí”, señala desde Costa Rica a EL PAÍS, Pablo Escribano, especialista en cambio climático y migración de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Dagoberto Majano tiene 57 años y, desde que recuerda, ha visto subir el mar. Unos años más y otros menos, pero siempre era algo que se solucionaba dejando la lancha un poco más arriba en la arena. Pero en las últimas décadas aumentó la velocidad y la costa se reduce más de un metro cada año.
A nivel global, los océanos aumentaron 1,7 mm/año en el siglo pasado y se estima que, en promedio, los mares del mundo subieron 20 centímetros desde el inicio de la Revolución Industrial. El IPCC de la ONU predijo que los océanos subirán hasta 74 centímetros a final de siglo pero podrían llegar a un metro.
El estudio más detallado sobre esta zona señala que la tasa media de erosión en la playa de Cedeño es de 1,22 metros cada año y calcula que en 20 años habrá desaparecido el 16% del municipio. Entre otras consecuencias la subida del mar ha causado enfermedades, desplazamiento y un “desequilibrio en la salinidad” que ha secado los pozos, señala el informe La variación de la línea costera de Cedeño de David Cáceres, profesor de Ciencia Geográfica de la Universidad de Honduras.
La situación es “alarmante”, dice Enoc Reyes, responsable de la oficina de Cambio Climático de Honduras. “Tanto la subida del nivel del mar como las sequías están provocando emigración, pobreza y enfermedades más prolongadas como el dengue” señala a EL PAÍS desde Tegucigalpa. “Nuestro escenario no es cómo frenar el cambio climático, sino cómo adaptarnos a él". El funcionario insiste en que Honduras no emite ni remotamente los gases de efecto invernadero de los países del primer mundo pero paga sus consecuencias y reclama la urgente llegada de los famosos “fondos verdes” prometidos por la comunidad internacional y que no llegan por “largas trabas burocráticas”.
El Gobierno de Honduras espera como un maná esos fondos internacionales pero tampoco cumple con su parte. En la última Cumbre del Clima celebrada en Madrid (COP25), el presidente Juan Orlando Hernández insistió en su discurso en que “Honduras es el país más afectado del mundo junto a Puerto Rico y Myanmar” y pidió renegociar su deuda con el Banco Mundial para dedicar el dinero a la reforestación. “Estamos hablando de 500 millones de dólares en un año y con eso reconstruimos presas y reservas de agua en el Corredor Seco, donde vive un tercio de la población a la que cada año tenemos que estarle dando alimentos para evitar la hambruna”, dijo el mandatario a los presidentes de medio mundo.
Sin embargo la comunidad internacional desconfía del modelo hondureño y del círculo de empresarios que rodea al mandatario para levantar presas por todo el país, cuya construcción ha secado varios cauces y enfrenta a las comunidades, lo que ha causado decenas de víctimas, entre ellas la ecologista Berta Cáceres. De ahí las “largas trabas burocráticas”, que tanto irritan al presidente hondureño. Paralelamente su Gobierno dedica el 0’5% del presupuesto a la protección ambiental frente al 1,2% de hace una década, según el Banco Central. El ministro, sin embargo, dijo que “no estaba autorizado para dar ninguna cifra”.
A la indiferencia oficial se suma la degradación costera provocada por las piscifactorías de camarón, que han destrozado amplias franjas de manglar dentro de espacios naturales protegidos. La cría del camarón hondureño para la exportación a Estados Unidos y Europa, es una de las industrias boyantes de la zona y se ha multiplicado en zonas protegidas donde antes había manglares por los que entraba y salía el agua disminuyendo la erosión al estabilizar los sedimentos con sus raíces.
Mientras tanto, un día más, doña Glenda Zamora vuelve a amontonar en su modesto restaurante una bolsa, luego otra y otra más. Trata de frenar el agua con sacos rellenos de arena como se hace junto a los ríos que se desbordan. Pero ella lucha contra el mar. Su humilde tasca, donde fríe pescado a los lugareños y a algún turista despistado, sí o sí será engullido en pocos meses. Hace cinco años su local tenía el salón y la terraza pero de aquello solo queda la mitad. Primero llegó el agua, dos años después ya cubría los pilares y poco después se desmoronó la techumbre. “Ahora solo estoy esperando unos meses, a que el mar termine con todo, para irme para siempre de aquí”.