Vivir para contar la covid-19
Durante los meses más duros de la pandemia Juan Altares sufrió todas las complicaciones de una enfermedad entonces desconocida. Así vivió una familia el día a día de un paciente crítico.
- “¡Rápido! ¡Rápido! ¡Que se nos va!”
- "Apenas puede mover las cejas"
- “Tranquilo, Juan, ya ha pasado todo"
Mi hermano Juan:
50 días en coma por el coronavirus
Ir al contenidoEl último recuerdo de mi hermano Juan antes de entrar en el coma inducido es en Urgencias, rodeado de médicos nerviosos. Le pidieron el número de teléfono de un familiar cercano, y tuvo fuerzas y memoria para dar el de su mujer, Pilar. Mientras le explicaban que iban a tener que sedarle, solo alcanzó a escuchar de fondo: “¡Rápido! ¡Rápido! ¡Que se nos va!”. En ese momento su corazón latía a un ritmo incompatible con la vida, a menos del 10% de su capacidad (uno sano lo hace al 60%/70%); los médicos no entendían lo que pasaba. Hasta entonces no habían visto un fallo cardiaco en un enfermo de covid-19. Era el 4 de abril, en el punto crítico de la primera ola y los hospitales, incluida la Fundación Jiménez Díaz en el barrio madrileño de Moncloa, trabajaban al límite de su capacidad.
Su siguiente recuerdo transcurre postrado en una cama de la UCI, mientras Pilar le explica: “Tranquilo, Juan, ya ha pasado todo”. Durante aquel cerrar y abrir de ojos habían pasado 50 días de coma, en los que mi hermano sufrió todas las complicaciones que puede causar el coronavirus: fallo cardiaco, neumonía bilateral, infecciones secundarias, fracaso renal, parálisis del sistema nervioso. Se encontró tres veces en la orilla de la laguna, al borde la muerte, y en la última los médicos estuvieron a punto de tirar la toalla. Pero no se rindieron. Juan tampoco.
Esta es la crónica de un enfermo crítico durante una pandemia que podría resumirse con una palabra, soledad: la de Juan dormido y aislado en un box de la UCI, pero también la nuestra, la de sus familiares, encerrados cada uno en su casa durante el confinamiento, pegados al teléfono, esperando noticias que podían ser fatales. Solo me apartaba del móvil en la ducha y casi ni eso, porque ponía música para que se interrumpiese si llamaban. Creo que mi familia batió varias veces el récord mundial de rapidez al descolgar el teléfono. Fuera se imponía el silencio de un inhóspito Madrid desierto, en el que hasta bajar la basura parecía una aventura peligrosa.
Su caso, como el de tantos otros, comenzó con unas décimas de fiebre.
A lo largo de este especial aparecen notas escritas por Pilar, la mujer de Juan, en una libreta durante los días que este pasó en el hospital
El primer ingreso
Casado desde casi hace tres décadas, sin hijos, Juan, 53 años, es gerente de Acción Cultural y Comunicación de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles. Buceador, aficionado al campo, viajero, minucioso, ordenado, manitas, de humor acerado, yogui, sociable, su vida cambió de golpe cuando, un miércoles, en la primera semana del confinamiento, a mediados de marzo, la enfermedad dio la cara. Nunca ha sabido dónde se contagió, posiblemente en una reunión de trabajo. Se asustó, pero no formaba parte de los grupos de riesgo y no tenía mayores problemas de salud (salvo una diabetes bajo control). El viernes 27 de marzo la fiebre subió hasta casi los 40 grados y, por consejo de una sobrina médico, Ana Suero, entonces residente en el Hospital General de Segovia, se presentó en urgencias de la Jiménez Díaz el sábado por la mañana. Fue su primer ingreso en este centro hospitalario, por una neumonía.
Rápidamente le bajó la fiebre. Mejoró en pocos días. Se duchaba solo, hablaba por teléfono y chateaba, veía alguna serie en la tableta. Le dieron de alta el jueves siguiente, sin ayuda de oxígeno. Informaba a mis amigos del estado de salud de Juan a través de WhatsApp y aquel día escribí un mensaje muy positivo:
GUILLERMO ALTARES
El alivio lógico se mezclaba con un profundo aislamiento: Juan volvió solo desde el hospital para meterse en un cuarto. Me agradeció en un mensaje las albóndigas que hacía un par de días le había dejado en el felpudo de su casa. Pero el viernes 3 de abril empezó a sentirse sin fuerzas y el sábado se despertó tan mal que su mujer llamó a una ambulancia. La enfermedad irrumpió en mi familia como lo hizo en la sociedad entera, llevándose consigo la vida de antes.
En estado crítico
Apenas podía moverse, aunque pensaba que ese repentino empeoramiento se debía a una subida de azúcar. Cuando tosía en el pañuelo de papel aparecían manchas de sangre. La ambulancia, en pleno pico de la pandemia, tardó una eternidad en aparecer. Mientras, Juan se iba apagando. La sobrina médico, cada vez más preocupada, alertaba por teléfono, diciendo que no había un minuto que perder. Cuando llegó a la Jiménez Díaz, su estado era crítico. Los mensajes que nos enviaba desde urgencias ―nosotros seguíamos su evolución desde la distancia, cada uno en su casa― eran telegráficos y sin que intuyera el tsunami que se estaba desatando en su cuerpo: “Ya revisado”, “Me meten más insulina”, “Y otra cosa. A ver”, “Piensan que es una infección de pulmón”. El último que envió fue premonitorio: “Seguramente me quedo ingresado”. Después, silencio. Era el 4 de abril. No volvió a utilizar su móvil hasta el 17 de junio.
Pero no eran los pulmones ni la sangre ni el azúcar lo que preocupaba a los médicos. “Su corazón apenas se movía”, explica Gonzalo Aldámiz-Echevarría, el jefe de cirugía cardiaca de la Jiménez Díaz, que estaba aquel sábado de guardia. Era la primera vez que los médicos de ese centro veían al SARS-Cov-2 atacar al corazón. De hecho, algunos pensaron que padecía una afección cardiaca previa no detectada. Pero Aldámiz-Echevarría, buceador como Juan, sabía de los controles regulares a los que se someten estos deportistas.
Hubo que recurrir a la ECMO*, una máquina de complicado manejo, que solo se utiliza en casos críticos, que desempeña las funciones de corazón y de pulmón: una terapia muy agresiva cuyo índice de supervivencia es de uno de cada tres (cometí el error de consultar ese dato en Internet). “Juan fue el primer caso que vi de este tipo de afectación cardiaca provocada por el SARS-Cov-2”, explica el doctor Alejandro Durante, entonces en el equipo de la UCI que trató a mi hermano y actualmente en la unidad de cuidados agudos cardiológicos del hospital 12 de Octubre de Madrid. Nos dijeron que tendríamos que esperar una semana para saber si Juan iba a salir adelante.
“ECMO” siglas en inglés de Oxigenación por Membrana Extracorpórea, una máquina que proporciona soporte cardíaco y respiratorio
Tuvimos que llamar a mi madre, Pilar, aunque todo el mundo la llama Peli, que vive sola –y cuando recibiese la noticia iba a estar más sola que nunca–, para describirle la situación, explicarle desde la frialdad y la lejanía de un teléfono que Juan tal vez no iba a llegar a la mañana siguiente. No lo podíamos expresar así, claro, pero tampoco ocultar la desmesurada gravedad de la situación. He olvidado la conversación; pero no la sensación de desamparo y tristeza.
En pleno confinamiento, no podíamos acudir al hospital a esperar noticias juntos, ni ver la cara a los médicos, ni mucho menos entrar en la UCI, ni consolarnos. No podíamos hacer otra cosa más que esperar en una ciudad vacía y aterradora. Además, era imposible esquivar las noticias sobre el virus que inundaban todos los medios. No era un entorno fácil para conservar el optimismo: era imposible no ser conscientes de que muchos pacientes críticos no salían adelante. Sin embargo, durante la noche lograron estabilizarlo. Dos días más tarde nos avisaron de que le habían quitado la ECMO, su corazón había vuelto a latir casi con normalidad, y estaban pensando en despertarle de cara al fin de semana. Lo que no sabíamos es que esto solo había sido el principio de sus problemas.
En la orilla de la laguna
GUILLERMO ALTARES
El tono de hoy era un poco más optimista, sobre todo porque los pulmones y el corazón sigan sin problemas.
GUILLERMO ALTARES
Ojalá.
GUILLERMO ALTARES
Hoy en el periódico decíamos que la estancia media es entre 20 y 28 días en la UCI. Es muy muy largo...
Tras aquella mejoría, los mensajes optimistas volaron de móvil a móvil. Pero lo peor estaba por llegar. En las siguientes semanas, Juan sufrió una sobreinfección, un fallo respiratorio provocado por una neumonía bilateral, un síndrome de Guillain-Barré, que paraliza el sistema nervioso, y un fallo renal que obligó a instalarle una máquina, un hemofiltro*. Hubo un momento en que nada en su cuerpo funcionaba. La respuesta de sus órganos a la agresión del virus había sido feroz y la inflamación y la neumonía habían bloqueado los pulmones. En ocasiones, el respirador que tenía ya colocado con una traqueotomía estaba al máximo y aun así era insuficiente.
“Hemofiltro” máquina que realiza las funciones de los riñones
Las llamadas de los médicos eran siempre a horas diferentes: el estrés en la UCI era tan brutal aquellos días que resultaba imposible establecer una rutina para informar a las familias porque los pacientes críticos no paraban de entrar. Pese a ello, salvo en dos ocasiones en las que se aplicó la regla de que la ausencia de noticias eran buenas noticias, no dejaron de llamar durante 70 días. Nosotros –Pilar, Peli y yo– establecimos la rutina de hablar después del aplauso de las ocho de la tarde. A veces eran conversaciones sobre las noticias del día, otras veces intentábamos ser triviales.
Mi cuñada decidió que fuese Ana Suero la que recibiera la llamada: luego nos traducía a un lenguaje lo más claro posible el parte del día. Como dice un personaje de Marguerite Yourcenar, el alquimista Zenón que protagoniza Opus Nigrum, “nunca bañó la verdad en la salsa de la mentira para hacerla más digerible”. Muchos días no era nada fácil transmitir las noticias. Pilar anotaba a vuelapluma el parte en una libreta y pasaba el trago de contárselo a los demás. Cuanto más tarde era la llamada, más nerviosos estábamos, pero tampoco podíamos hablar para tranquilizarnos porque … estábamos esperando la llamada del hospital. A la angustia por la situación de Juan, se sumaba la impotencia de la distancia entre nosotros y la soledad de nuestra madre. Posteriormente, mandábamos cada uno decenas de mensajes a un círculo cada vez más amplio que, sin conocer a mi hermano, se tomaron su enfermedad como un asunto personal.
GUILLERMO ALTARES
Lidiábamos todos los días con términos médicos nuevos, que nos ayudaban a interpretar con paciencia y cariño Ana y una amiga de la infancia, que es internista en el hospital Son Espases de Palma de Mallorca, Mercedes García-Gasalla, y que ha tratado a numerosos pacientes de covid-19. En uno de los peores momentos, pronunció una frase que nos repetimos los unos a los otros muchas veces: “Juan es joven. Tiene más posibilidades de salir que de no salir”.
Sin embargo, a finales de abril y principios de mayo, resultaba muy difícil agarrarse a un hilo de optimismo. Lara Colino, una de las intensivistas que se ocupó a Juan casi desde el principio, jefa adjunta del servicio de medicina intensiva de la FJD, recuerda la situación: “Hubo varias veces en que estuvimos a punto de tirar la toalla. Es una enfermedad que requiere mucha paciencia, porque hay pacientes que se pasan días y a veces semanas sin evolucionar y con complicaciones constantes”. Aparte de medicinas que entonces comenzaban a utilizarse contra la covid, como los corticoides, uno de los remedios que se mostraron más eficaces fue el llamado prono, dar la vuelta al paciente en ciclos de 12 horas.
“Paciencia” es una de las palabras que más aparece en las anotaciones de Pilar
Todos esos esfuerzos funcionaron. Después de esta tremenda crisis, como si el cuerpo de Juan se hubiese reiniciado, se produjo un punto de inflexión. Todo cambió en cuestión de días. Nadie nos comunicó que estaba fuera de peligro, pero los médicos supieron transmitirnos las buenas noticias con prudencia. “La cosa va bien”, nos explicaron. Ahora tocaba el despertar. Para eso, tampoco estábamos preparados. Y, sobre todo, Juan no estaba preparado. Tras 50 días dormido, al salir del coma inducido, mi hermano iba a ser consciente de su estado, de que no podía comer, beber, hablar, respirar, orinar, ni moverse. Teníamos la certeza de que había sobrevivido. Pero todavía no sabíamos si recuperaría la conciencia, si volvería a ser Juan.
Un largo despertar
A mediados de mayo, arrancó el largo proceso de despertar. Los médicos comenzaron a quitarle el respirador durante algunas horas (un proceso que llaman “destete”), a suprimirle el hemofiltro a ratos, a bajarle la medicación para sacarle del coma artificial. Estábamos pendientes de nuevos datos: cuánto tiempo pasaba sin respirador, cuántos litros había sido capaz de orinar, como iba mejorando la neumonía, si abría los ojos y era capaz de mirar cuando el personal sanitario pronunciaba su nombre. “Apenas podía mover las cejas cuando se despertó”, recuerda una de sus médicos, Sarah Heili, jefa asociada del Servicio de Neumología y responsable de la Unidad de Cuidados Intermedios Respiratorios (UCIR).
El miércoles 27 de mayo, por fin Pilar recibió la autorización para visitarle. Juan, en la UCI, lleno de cables, rodeado de máquinas, se puso nervioso al reconocerla (uno de los sensores empezó a hacer bip-bip de manera insistente). Ella le habló de todos nosotros, sobre todo de Peli. Fue uno de los momentos más emotivos de aquellas terribles semanas. Nos permitían ir a verle cada dos o tres días, durante poco tiempo: los médicos consideraron que era muy importante que reconociera a personas cercanas. Su nivel de conciencia aumentó mucho cuando mi cuñada se dio cuenta de un detalle crucial: sin gafas, Juan sólo distinguía bultos. Desde que se las pusieron se mostraba mucho más alerta y menos confuso.
Algo tan sencillo hizo que despertase más rápido, aunque padecía retrocesos. La primera vez que le fui a ver a la UCI apenas era capaz de abrir los ojos. Como me dijo gráficamente una enfermera, “con toda la droga que le hemos metido para mantenerle dormido, no me extraña que tarde en despertar”. Hasta que no le cerraron la traqueotomía, el 10 de junio, no pudo hablar. Su primera palabra no fue muy épica: la enfermera le dijo: “Juan di algo” y Juan replicó: “Algo”. No hubo un momento Good bye Lenin en el que Juan fuese consciente de todo de golpe: el proceso fue gradual, exasperantemente lento. Todos teníamos miedo de que se quedase para siempre en ese limbo. No recuerda nada o muy poco de aquellos días: no se acuerda de haber visto a nuestra madre a través de una tableta, ni de mis visitas, ni siquiera de cuando le hablé de Zucchero, su músico favorito. Tampoco se acuerda del momento de su salida de la UCI, que Pilar grabó en vídeo, en camilla, entre los aplausos del personal médico. Es una grabación que la familia todavía no puede ver sin emocionarse y que mi madre y yo contemplamos en bucle en una terraza junto al río Manzanares mientras se nos caían los lagrimones un día que habíamos quedado a comer.
Por entonces ya se habían acabado las malditas franjas horarias que nos obligaban a hacer trampas para vernos. En los tiempos duros iba en bici hasta su casa ―para hacer deporte podías saltarte la distancia de un kilómetro desde el domicilio para pasear― y charlábamos, yo desde la calle y ella en su balcón en el segundo piso. Paradójicamente, la pantalla era casi más cercana e íntima que hablar a gritos porque todo el vecindario tenía el privilegio de escuchar nuestros parlamentos.
Todo va bien
Todo lo que pudo salir bien, salió bien: con el paso de los días, Juan comenzó a ser consciente de dónde se hallaba, de que había pasado mucho tiempo en la UCI y de que le quedaba un largo camino hospitalario. De la UCI pasó a la unidad respiratoria, y de allí a planta, pero todavía estaba muy lejos de ser autónomo. No tenía fuerza ni para manejar un móvil, levantarse y caminar eran entonces una quimera, y era plenamente consciente de ello. Esa lucidez era buenísima porque demostraba que ya estaba de vuelta, pero a la vez le exponía de manera implacable a las limitaciones de su propio cuerpo.
Una tarde de julio, le quitaron el oxígeno. Fue un paso enorme que se dio con una naturalidad sorprendente. Sin embargo, no podía tragar, se alimentaba a través de una sonda, se hidrataba por una vía por la que también recibía las medicinas, y orinaba auxiliado por otra sonda. Queríamos pensar que era un proceso transitorio y que se iría recuperando. Los médicos estaban casi seguros, pero la posibilidad de que algo se torciese siempre estaba en el horizonte. Y, entonces, una mañana de finales de julio nos anunciaron que le daban el alta. Pero todavía no podía ir a casa.
GUILLERMO ALTARES
La montaña mágica
Después de 118 días ingresado, Juan salió de la Fundación Jiménez Díaz el 30 de julio. Su destino era el hospital de la Fuenfría, un antiguo centro para turberculosos en la sierra de Madrid, en Cercedilla. Está en el corazón de la montaña, barrido por el aire fresco y el aroma veraniego de las jaras. Fue construido por Antonio Palacios, uno de los arquitectos más importantes de la historia de la capital, autor de edificios tan emblemáticos como el Círculo de Bellas Artes y el Palacio de Correos. Resultaba inevitable pensar en La montaña mágica, de Thomas Mann. El objetivo era que pudiese valerse por sí mismo al regresar a casa.
Allí, en el corazón de la sierra pasaba la mayor parte del día en la soledad de la habitación tras las sesiones de gimnasio, terapia ocupacional y logopedia. Estaba aislado porque todavía tenía una bacteria de la UCI. Durante aquellas largas horas de verano, leía, veía la televisión, se comunicaba con el mundo a través de la tecnología, soñaba con poder comer; pero también temía que la recuperación no fuese total. En este punto, sus problemas no tenían tanto que ver con la covid-19, sino con su dilatada estancia en la UCI.
Las visitas se desarrollaban con cuentagotas, pero por primera vez pudo ver a unos pocos amigos y familiares (una vez a la semana, durante una hora). Hasta entonces, solo nos había visto a Pilar y a mí: nos confesó que el aislamiento le pesaba mucho. Quedaban meses hasta que nuestra madre pudiese visitarle. Pero, a diferencia de los momentos más duros, ya no estábamos separados: nos habíamos trasladado a la casa familiar de Segovia. Lo normal, estar todos juntos en medio de una desgracia, se había convertido en extraordinario. El verano pasó en una constante montaña rusa emocional. Mi hermano avanzaba un poquito cada día: empezaba a caminar por la habitación, era capaz de mover mejor la mano izquierda (la derecha seguía casi paralizada). Pero la lentitud de las mejorías, y el temor a las secuelas se cernían como un nubarrón sobre su ánimo. Un brote en el hospital obligó, además, a aislarle y, a la postre, precipitó su alta, su regreso a casa.
El regreso a casa
El lunes 28 de septiembre, a primera hora de la tarde, tras toda una mañana de espera y gestiones, Juan salió por su propio pie del hospital de la Fuenfría. Había pasado seis meses (menos dos días) hospitalizado. Habían transcurrido tres estaciones (primavera, verano y otoño). Y volvió a casa, caminando, para volver a contemplar el horizonte desde su terraza. Aquel día de septiembre, nuestra madre le pudo ver por primera vez. Como ocurrió con la retirada del oxígeno, aquel momento que llevábamos esperando desde hace meses fue también de una naturalidad sorprendente. Cuando nuestra madre llegó a su casa y su propio hijo, que había estado a punto de perder tantas veces durante tan pocas semanas, le abrió la puerta por sorpresa, hubo más risas que lágrimas. La separación no había resultado finalmente tan radical: la pantalla nos había mantenido más cerca de lo que pensábamos.
Hoy Juan tiene que ir a diferentes médicos varias veces por semana, se enfrenta a una intensa agenda de rehabilitación y ha engordado todo lo que ha podido. Camina sin problemas, aunque se cansa. La mano derecha se va desperezando (pensaba, al salir del hospital, que no la iba a recuperar nunca) y se da todos los caprichos culinarios que puede (entre ellos un cocido semanal), aunque todavía no se ha atrevido con un chuletón con el que sueña desde la Fuenfría. Se encuentra bien, animado, con la lágrima fácil y con muchas ganas de seguir la rehabilitación.
Ningún médico ha sido capaz de determinar por qué el SARS-Cov-2 se ensañó con él de esta manera. Una frase de John Hersey, el autor de Hiroshima, uno de los libros más bellos sobre la capacidad de resistencia humana, resume su largo viaje y, en cierta medida, el nuestro: “Los grandes temas son el amor y la muerte. Su síntesis es la voluntad de vivir. Creo que la humanidad ha demostrado que dispone de extraordinarios recursos para tratar de seguir con vida, por muy feas que se pongan las cosas”. Juan viene de muy lejos, pero está vivo.
- Créditos
- Coordinación y formato: Guiomar del Ser y Brenda Valverde
- Dirección de arte: Fernando Hernández
- Diseño: Fernando Hernández y Ana Fernández
- Maquetación: Nelly Natalí
- Retrato de Juan Altares: Uly Martín