La España divisible de la covid
Un país marcado por el virus: viaje entre las diferentes medidas contra la pandemia
“No voy a hablar contigo ni con nadie”, dice Guillermo Vela, de 69 años. “Porque del final no quiero, es muy triste”. ¿Y del principio? “Mis abuelos vinieron de Viana, un pueblo de Navarra. Cogieron un bar que se llamaba Casa Martínez, creo. Mi abuelo se llamaba Pascual Álvarez Pascual; en el pueblo les conocían como los Pascualillos. Y se le puso a esto Casa Pascualillo. En 1939. Lo acabaron cogiendo sus hijos con el tiempo, y yo, cuando mi padre se jubiló, lo cogí en los ochenta. Por aquí vino mucha gente del teatro, del cine, del arte. Fernán Gómez, Nuria Espert…”. Vela (“también me llaman Pascualillo, fíjate, que me llamo Guillermo Vela Álvarez”) echó la verja de uno de los restaurantes más legendarios de Zaragoza hace dos semanas. “No podíamos más, simplemente. El secreto de este sitio es la clientela y el personal, los empleados; si no hay unos, no hay otros, y si no hay nadie, no hay negocio, ya está”.
El termómetro de una ciudad alegre y confiada como Zaragoza es El Tubo, el laberinto de callejones de la zona vieja en el que respiran restaurantes y bares de copas. O respiraban. Esos callejones estrechos, tan típicos, son los primeros que asfixiaron a la hostelería; una vez prohibido el consumo en interior y barra, los locales solo podían trabajar en terraza. “¿Y qué terraza puede tener un bar que con solo poner una mesa impide el paso?”, se pregunta Pilar, una chica que sale de Casa Buisán, lugar que sí disfruta de terraza. A pocos metros, en una mesita pegada a la pared y sin calefacción (hay dos, una a cada lado de la puerta), una pareja come con el abrigo puesto unos espaguetis a la boloñesa. En El Cuartelillo, tapería homenaje a la Guardia Civil en la que las tapas se llaman El Legionario, El Nacional o El Secreta (“el más rico no sé si lo tienen ya, pero era el montadito 155”, dice Pilar), hay ambiente de vermuteo el jueves al mediodía. Las mesas altas del interior, vacías, tienen la forma del tricornio de la Benemérita.
Al día siguiente, viernes, Zaragoza echa la verja a las ocho de la tarde: bares, cines, teatros, comercios. En Aragón no se puede entrar ni salir entre provincias desde ese día, si bien antes ya estaba ordenado el confinamiento de las capitales (Zaragoza, Huesca y Teruel) y posteriormente la orden de no salir de la comunidad. “Estamos quietos, creo que esa es la palabra”, dice Pilar Díaz, que tiene 36 años y está en un ERTE. “Y cuando estás quieto es difícil poder llevar una vida normal; no estamos encerrados en nuestras casas pero sí en sitios cada vez más pequeños, en horarios más pequeños, y al final lo que haces ya es quedarte en casa hasta que todo pasa. Pero claro, ¿Cuándo pasa”. “¿En qué mes estamos?”, pregunta Guillermo, de Casa Pascualillo. “¿Noviembre? Pues sigue la cuesta de enero, y lo que queda”.
Felipe Molina, de 46 años, sexta generación de ganaderos, conducía el viernes su coche desde su explotación hasta Córdoba capital, donde vive. “Hoy vamos a hacer una excepción porque creo que nos van a meter más restricciones, y hemos quedado tres para tomar una cerveza”, dice. A diferencia de Zaragoza, en Córdoba se permite el 50% de aforo en el interior de los locales de hostelería y el toque de queda, como el horario de cierre, es a las once de la noche. Pero para hoy se esperan nuevas restricciones, nada confirmado de momento. Esas medidas se dirigirían a cerrar, como en Aragón, las actividades no esenciales a las ocho de la tarde, algo que suspendería el festival literario Cosmopoética. “Nosotros”, dice el director del evento, Antonio Agredano, “seguimos hasta que haya orden que nos lo impida, y de momento nadie nos ha dicho nada y el Ayuntamiento está especialmente interesado en promover la cultura”. A varios kilómetros, conduciendo su coche, Molina es pesimista “por lo que pueda pasar”. Otro signo de nuestro tiempo, sea cual sea la ciudad: la incertidumbre.
Felipe Molina se levanta todos los días a las cinco y media de la mañana para acudir a su explotación de ganadería extensiva que consiste, principalmente, en ovejas repartidas en varias fincas. No ha dejado de trabajar un solo día desde que llegó la pandemia. “Con ser una tragedia, una persona deja su puesto de trabajo, su local o lo que sea, y ahí se queda; yo qué dejo, ¿a mis ovejas sueltas por el monte dos semanas?”. Durante el confinamiento la gente le decía: “Qué suerte que tú al menos estás en el campo y al aire libre”. “Pero mira”, concluye. “Esa suerte aburre”. Recibe más que nunca, eso sí, visitas de escolares. “Vienen al campo con las profesoras, todos con la mascarilla, pero al aire libre, con poquísimo riesgo, y se les enseña cómo funciona esto”.
La España anticovid se rige con distintas tablas de la ley. Y esas medidas, ¿se ensañan con la actividad de Molina? “Lo malo que le pase a alguien, me pasa a mí. Nosotros abastecemos a restaurantes. Si los restaurantes cierran antes, no hay cenas. Si los restaurantes reducen el aforo, si los restaurantes…”. Molina añade algo más: “Yo vendo corderos. Un cordero no es algo que se coma una persona sola, o una pareja, ni nada que se coma aprisa y corriendo. Un cordero es un evento; se reúnen muchos, hay entrantes, se come el cordero, hay sobremesa. Mucha gente, desde luego más de seis personas, en un lugar durante varias horas, una tarde entera. ¿Es viable eso? Pues no se colocan los corderos. Tengo 800 para vender en Navidad, pero…”. El de Molina es un trabajo exigente, en el que no hay festivos y poca vida social, así que las medidas anticovid lo han laminado. De ahí la cerveza para ver a sus amigos el pasado viernes: “Ni idea de cuándo será la última”.
En Valladolid, Juan Bonrostro trabaja en el servicio de 012 de atención al ciudadano de la Junta de Castilla y León. Valladolid cerró el fin de semana bares y restaurantes a las ocho de la tarde. Y toque de queda dos horas después. “Es un escenario marciano. Piensa en un año antes y piensa ahora en cómo está España”. En su trabajo, durante el confinamiento, tuvo llamadas de todo tipo, desde prostitutas expulsadas de su club sin saber qué hacer hasta ciudadanos que no saben siquiera su situación laboral y sus derechos. “Hemos contratado a cuatro personas desde entonces”, dice. Paula Castro, de 35 años, apunta: “Tenemos que vivir lo que tenemos, pero el trauma será enorme. Dicen que saldremos dentro de dos años, pero no de dónde saldremos psicológicamente cada uno”. ¿Repercute el cambio? “De diez a seis en casa. Ahora de ocho a seis. Poco a poco, nos recogen más”.
Tarragona es una ciudad desértica y con amenaza de frío a las ocho de la tarde del jueves. Quince días sin comercio, y sin restaurantes y sin bares; aquí está todo cerrado y se anuncia cierre quince días más. El periodista llega 40 minutos antes de la cita y piensa “me tomó un café y hago tiempo” o piensa “necesito ir al baño” o piensa lo que sea: en Tarragona, como Cataluña, no hay bares abiertos, por tanto hay que sentarse en la calle. En El Serrallo, donde están los pisos del Instituto Social de la Marina y los restaurantes, está Xavier Veciana, de 64 años, y Carmen Lucas, su mujer. Los dos tienen el Xaloc, un clásico del Mediterráneo. El Xaloc es el viento del sudeste que viene del Sáhara. Veciana tiene un discurso clarividente relacionado con la renovación del aire en espacios cerrados, apoyos del Gobierno, solidaridad trabajadora, prevención laboral y sanitaria. Fuma y bebe cerveza en su restaurante de referencia en el que se acumula el polvo, dos bicicletas, ceniceros, manteles. Los restaurantes cerrados son esqueletos de dinosaurio en los que se trabaja reparando y arreglando cosas.
Veciana fue pescador de pez espada; de atunes, de todo. “El mar lo estamos matando, la tierra la estamos matando. Esta generación ha comido lo mejor, ha bebido lo mejor, hemos respirado lo mejor. Lo hemos tenido todo y lo hemos derrochado, y lo que queda no será lo de antes y nadie disfrutará de lo que hemos disfrutado nosotros. Y es una desgracia, pero es lo que hay".
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