Donald Mansfield y las otras 200.000 vidas fulminadas por la pandemia en Estados Unidos
El país acaba de superar una de las previsiones más pesimistas estimadas por los expertos en salud de La Casa Blanca sin tener control sobre la curva
La última vez que Julie Kjorsvik vio con vida a su padre, los separaba un cristal. Donald Mansfield, de 77 años, reposaba su cuerpo en una silla de ruedas cuando lo trasladaron a la entrada del recinto. Del otro lado, sin previo aviso, lo esperaban sus tres hijos y sus nietos. La mayor, hija de Julie, vestía un traje de novia. Venían de celebrar su boda junto a un río, en una zona rural de Ellensburg, en el Estado de Washington. La joven eligió el sitio en honor a su abuelo, un exmarine de la Armada que había pasado más tiempo dentro que fuera del agua. Donald apoyaba sus manos en el cristal y sus familiares hacían lo propio para engañar a la mente y sentir que se tocaban. “Sonreía, pero podía ver que por dentro su corazón estaba roto”, recuerda Julie. Su padre había ingresado en el geriátrico después de sufrir un paro cardíaco seguido de una rotura de cadera. Meses después, en julio, una enfermera del recinto dio positivo por coronavirus, lo que derivó en un brote. Estados Unidos ha superado este martes las 200.000 muertes.
Cuando Donald Mansfield cruzó el cristal, iba dentro de un ataúd cubierto por la bandera de Estados Unidos. La política de la residencia Prestige Post-Acute permite que dos cercanos al enfermo lo visiten en sus últimos momentos. Pero Julie nunca recibió esa invitación, a pesar de que hablaba a diario por teléfono con el personal médico. El 13 de julio le informaron de que le habían hecho el test y dos días después, que dio positivo. Donald era uno de los 52 casos en Prestige Post-Acute de los que hablaban las noticias. El 21, Julie llamó cuando su padre estaba descansando tras recibir un baño. “Les dije que lo dejaran disfrutar de ese momento de paz. Ya lo llamaría mañana”. Pero en la madrugada, el teléfono que sonó fue el de ella. “La enfermera estaba llorando. Había muerto”. Le preguntaron si lo quería visitar. “¿Perdona?, le respondí. Por qué voy a ir ahora que está muerto. Yo quería verlo vivo”.
Desde el 6 de febrero, cuando se registró la primera víctima mortal oficial en EE UU, más de 200.000 personas han fallecido. La cifra recién alcanzada rompe el pronóstico más pesimista entregado por el doctor Anthony Fauci el último día de marzo. Luego la barrera subió a 240.000. El mismo día que falleció Donald, se produjo un punto de inflexión en el país y desde entonces, con algunas excepciones, EE UU suma 1.000 muertes diarias, una cifra de la que el país se había despedido los primeros días de junio. Los nuevos casos se acercan velozmente a los siete millones, encabezando el ranking mundial. Ambos indicadores van al alza en comparación a la semana anterior. Aunque solo el 7% de los contagios se han producido en residencias para adultos mayores, las muertes en dichas instalaciones representan cerca del 40%. En el Estado de Washington, donde los geriátricos han sido testigos de incansables brotes, el porcentaje alcanza el 56%.
Jessica Bliven es una enfermera de cuidados intensivos en Las Vegas, Nevada. Hija única, mamá de tres, vivió durante 14 años con su madre, Charlene Struck, quien este domingo hubiese cumplido 75 años. “Nunca olvidaré el 2 de julio, cuando me desperté con el sonido de mi madre tosiendo en nuestra sala de estar”. Jessica vivía con el temor de llevar la enfermedad a casa. Aclara que fue extremadamente cuidadosa cuando trabajaba y que usaba meticulosamente el equipo de protección personal. Primero se contagió su marido, quien también salía de casa para trabajar. “Estaba muy preocupada por mi esposo, pero proteger a mi madre era mi prioridad”. Aisló a su pareja en un cuarto, pero días después, su madre, que había tenido problemas respiratorios en su juventud y padecía lupus, comenzó a toser.
Charlene no quería ir al hospital porque temía no regresar. Jessica la mantuvo en casa casi dos semanas; los síntomas no iban más allá de la tos. “Hice todo lo que pude haber hecho para mantenerla en casa, pero sin importar lo que hiciera, su oxígeno siguió bajando”, recuerda. Cuando metieron a su madre en la ambulancia, no se despidió. Estaba segura de que dejarían que la visitara, pero no fue así. Esa misma noche Charlene Struck sufrió un paro cardiaco y tuvieron que practicarle reanimación. Después, la conectaron a un ventilador. Jessica no podía dormir y experimentó ataques de pánico. Como enfermera, sabía que era improbable que su madre sobreviviera. Esperaron unos días para ver, sin éxito, si sus signos vitales mejoraban. “Entonces, me enfrenté a la difícil decisión de desconectarla del ventilador”. Por su profesión, le permitieron estar en la habitación al momento de la muerte.
“No puedo dejar de repetir los hechos una y otra vez en mi cabeza. ¿Podría haber hecho algo para detener esto? ¿Podría haberla salvado? Simplemente no lo sé”, reflexiona. Su familia todavía no ha podido celebrar un servicio que los ayude a procesar la pérdida. La privación de los funerales es una de las consecuencias más dolorosas -si no la que más- de esta pandemia. Casi dos años antes de la muerte de Donald Mansfield, Julie perdió a su madre fruto de un cáncer fulminante. “Es completamente diferente la experiencia de las dos muertes”, remarca. Su familia pudo acompañarla en todo momento y sabían cuál era la situación. “Cuando mi madre murió, fue un momento de paz. Pero la partida de mi padre, alejado de los suyos… no hubo nada pacífico en su muerte”, lamenta. Sus restos fueron incinerados y pretenden, en cuanto se pueda, arrojarlos al río.
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