_
_
_
_

Las cuarentenas infinitas de América Latina

La población en la región con más confinamientos del mundo agota sus recursos materiales y emocionales mientras busca alternativas más eficientes para lidiar con el virus

Una vista aérea de la ciudad de Buenos Aires, a finales de marzo pasado.
Una vista aérea de la ciudad de Buenos Aires, a finales de marzo pasado.RONALDO SCHEMIDT (AFP)
Jorge Galindo

Argentina, Bolivia, Colombia, Ecuador o Perú entraron en cuarentena casi a la vez. Se les unió enseguida México con su “Jornada de Sana Distancia”, que duró más de dos meses. Incluso Brasil, con un Gobierno central reticente, terminaría estableciendo restricciones regionalizadas por decisión de cada Estado. Era la segunda mitad de marzo, y el mundo entero enfrentaba su primera pandemia en 100 años. Los sistemas de salud se desbordaban en España e Italia, y la región más desigual del globo no quería correr la misma suerte que el sur de Europa.

Cinco meses después, si uno le pregunta al ciudadano medio de casi cualquier país latinoamericano cuál es el lugar del mundo con cuarentenas más largas e intensas, es muy probable que responda con un convencido “aquí” (o “acá”). Es normal que las personas magnifiquen su propia experiencia. Sin embargo, una comparación de los cinco aspectos básicos de las restricciones (confinamiento en casa, salidas al trabajo, a los colegios, a eventos públicos o desplazamientos internos) muestra una variación considerable en la región. Honduras y El Salvador son los países que han pasado más días con confinamientos más intensos. Uruguay, Brasil y el caso extremo de Nicaragua —donde el Gobierno de Daniel Ortega decidió no imponer ninguna limitación sustancial—, están en el otro lado. En lo que sí coinciden casi todos los países es en suspender las clases presenciales.

Las naciones más pobladas con cuarentenas tempranas quedan aproximadamente en mitad de tabla. Desde un punto de vista estrictamente epidemiológico, la hipótesis de que estas cuarentenas redujeron los contagios al principio, cuando eran generales y acatadas, es difícil de descartar. Tomemos el caso colombiano: el país fue endureciendo durante marzo lo que empezó como una recomendación decidida al teletrabajo. En ese momento, la tasa aproximada de contagio (R o número reproductivo: la cantidad media de personas que se infectan por cada persona que ya porta el virus) se mantenía por encima de 2. La entrada en cuarentena, unida con toda probabilidad a las decisiones individuales de autocuidado, contribuyó a disminuirla a los alrededores de 1,1. Pero duró poco en ese punto. Ya repuntaba cuando la norma transitaba el camino contrario, durante abril, incluyendo y ampliando excepciones para poder salir a las calles.

La directora del Instituto Nacional de Salud y máxima autoridad epidemiológica del país, Martha Ospina, ha declarado recientemente en varios foros que dichas excepciones se fueron incluyendo a partir de una constatación: que Colombia no dispone del “músculo financiero” necesario para mantener cuarentenas estrictas y generales de manera continuada. Con ello implica que el efecto que tienen las restricciones sobre el pasar económico de los hogares más vulnerables sin otra fuente de ingresos que el día a día es demasiado fuerte, y por tanto la norma termina por no respetarse. Este límite es, en realidad, algo común a toda Latinoamérica, y la razón principal por la cual el confinamiento no logró suprimir el contagio a los niveles que sí lo hizo en Europa: independientemente de lo que dijera la norma, el confinamiento profundo es menos sostenible en sociedades con altos niveles de pobreza e informalidad.

Los límites de las cuarentenas

Precisamente buscando un equilibrio en esta clase de contexto, tras tantear varios métodos México se decidió por un sistema de semáforo para definir el grado de apertura al que podía acceder cada uno de los Estados que componen la federación. A mayor ocupación hospitalaria y número de casos, más cerca del ‘rojo’ (con todas las restricciones asociadas) caía una entidad. La capital pasó de ‘rojo’ a ‘naranja’ oficialmente el 28 de junio. Pero el número de personas en la calle venía creciendo de manera sostenida desde antes. De hecho, la relajación de la norma escrita no supuso aceleración perceptible alguna en el porcentaje de personas que salían a trabajar, sino que venía a remolque de lo que ya venía haciendo la gente. En ello influye probablemente que, a diferencia de lo que pasó en otros países, prácticamente no se apeló a fuerzas de seguridad para controlar las salidas de la población.

El ‘semáforo naranja’ sí trajo, sin embargo, un cierto repunte de casos confirmados, probablemente debido a un mayor grado de cercanía en las interacciones (laborales, pero también familiares y sociales). La pregunta para la Ciudad de México ahora es si dicho repunte se está sosteniendo en el tiempo, y quién lo está sufriendo con mayor intensidad.

Que el virus golpea con mayor fuerza a las clases populares es algo que la región ha constatado día tras día. Una de las razones es precisamente que si las excepciones a los confinamientos declarados están pensadas para que pueda salir quien necesita ingresos fuera del hogar, estos “agujeros en el muro” (como los ha definido alguna vez la propia Ospina) afectarán sobre todo a ciertos tipos de trabajo. Si comparamos los días de confinamiento laboral obligatorio a los que se han sometido diferentes perfiles en tres grandes ciudades del continente, nos daremos cuenta de que mientras aquellas profesiones que se pueden hacer desde casa (normalmente mejor pagadas) llevan efectivamente casi seis meses en el teletrabajo, otras (como los repartidores domiciliaros de plataformas, vendedores informales o empleadas en fábricas de primera necesidad) no han visto ni un día de restricción; algo que, lógicamente, los dejó más expuestos al contagio.

El virus contra la economía

En este esquema de cuarentenas porosas y variables, resulta difícil medir con precisión cuál es el efecto agregado de las restricciones sobre la economía. La relación entre la previsión de caída del PIB presentada en junio por el Banco Mundial y el grado de restricción al trabajo en cada país existe, pero es tenue.

Aunque ahora mismo la relación agregada no es clara, probablemente lo será más a medida que pase el tiempo y tengamos medidas más certeras que un pronóstico sobre la evolución de la economía. Cuando bajamos al nivel del consumo diario, medido en tres países latinoamericanos con tiempos y niveles distintos de restricción, se observa que efectivamente la vuelta al confinamiento de Bogotá hace un mes produjo una recaída de la recuperación del ritmo de transacciones por tarjeta de crédito. Al mismo tiempo, también es claro que el consumo comienza a remontar en México o Perú antes de las reaperturas, exactamente igual que sucedió con la movilidad en Ciudad de México, indicando al mismo tiempo que porciones de la población no pueden esperar, y que no sólo importa la norma: también el grado de contagio.


¿Hay alternativa a las cuarentenas?

Una de las razones por las que es probable que cada vez observemos relaciones más intensas entre el uso de cuarentenas y el deterioro económico es que, al fin y al cabo, las restricciones masivas son señal de que ha fracasado el uso de las herramientas epidemiológicas basadas en la realización de pruebas diagnósticas a tiempo, rastreo de contacto y aislamientos individualizados de casos sospechosos. En otras palabras: cuando, después de estar mucho tiempo lidiando con el virus, una ciudad o un país entero vuelven a una cuarentena de la que ya habían salido, es porque el contagio es tan alto que supera sus capacidades instaladas. Es un freno de emergencia para evitar una tragedia mayor. Pero, como todo freno, de tanto usarlo puede desgastarse fácilmente. Supone un coste creciente (material, pero también emocional) para la ciudadanía que las sufre

Es por ello que, en la medida de lo posible, las autoridades latinoamericanas están tratando de reducirlas y dimensionarlas. En Bogotá, por ejemplo, la ciudad entró a mediados de julio en un ciclo de cuarentenas quincenales por grandes sectores (llamados localidades, cada uno conteniendo cientos de miles de habitantes) del que apenas saldrá este jueves. Los datos sugieren que efectivamente la tasa media de contagio se ha visto reducida en dichas zonas gracias a los confinamientos. Pero el agotamiento ciudadano se deja notar cada vez más en una ciudad que tiene prácticamente a la mitad de su población viviendo en la informalidad.

Así las cosas, la solución sostenible para la región pasa probablemente por ampliar la capacidad de rastreo epidemiológico. Si el cortafuegos de cada brote se establece en cada contagio, si se rompe la cadena de transmisión al iniciarse, emplear instrumentos más severos, pero también más toscos será menos necesario.

Hay al menos un país en Latinoamérica que, por ahora, ha logrado evitar cuarentenas severas gracias a esta aproximación: es Uruguay. Juega con ventaja al ser más pequeño, menos desigual y disponer de más recursos económicos que la media continental. Pero no es menos cierto que hasta el momento ha empleado su ventaja estructural para establecer una defensa razonablemente efectiva basada en una capacidad de rastreo notable, que parte de una cantidad de pruebas diagnósticas por caso positivo sobresaliente: 100 por cada uno, demostrando con ello que ejecuta los suficientes tests como para que se le escape un número comparativamente menor de casos. La cifra contrasta con Bolivia o México: dos pruebas por positivo. El caso mexicano, cuyo Gobierno optó desde un inicio por una estrategia que renegaba de la utilidad de hacer pruebas masivas, a pesar de contar con una larga tradición epidemiológica —que se vio reforzada tras el episodio de la gripe A en 2009-2010—, es particularmente llamativo.

Es cierto que la labor epidemiológica es más complicada cuando tienes más, muchos más casos que Uruguay, como pasa en México: hay más positivos potenciales que confirmar, más rastreo que hacer. Pero esta es una calle de doble vía: a medida que se amplían las capacidades de detección y rastreo, el número de contagios se ve reducido poco a poco. Cada nuevo contagio que no se produce facilita el propio trabajo de mitigación: no sólo hace más improbables futuras cuarentenas, también rebaja la tensión sobre los propios equipos que tienen que aislar cada caso sospechoso, cuidarlo, estudiarlo y eventualmente confirmarlo o descartarlo. Es un círculo difícil de romper, pero un buen punto para hacerlo es precisamente invertir en dichas capacidades, activando procesos de rastreo con la mera sospecha de contagio. Países que ya disponen de una base estructural, como México, tienen mucho campo que recorrer hasta llegar al punto de Uruguay, pero también las capacidades para llegar ahí. Otros se han puesto a trabajar para llegar de una manera u otra al modelo de referencia (Costa Rica, Colombia, Paraguay). De esta forma, las políticas de restricción podrían adecuarse no solo al momento, sino también a las necesidades de los países de la región. Con una nueva prioridad: evitar, en la medida de lo posible, la vuelta a las cuarentenas.


Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

Más información

Archivado En

_
_