Tenso letargo en Zaragoza
Nos van a encerrar. Saborea el helado, apura la cerveza, aprovecha este rato al sol, que se nos acaba la suerte
La nueva normalidad empezó a parecerse a la vieja cuando volvimos (el plural se refiere a mi familia) a uno de nuestros restaurantes favoritos de Zaragoza. En realidad, es una tabernita muy recoleta que atienden dos muchachos que no paran de inventar platos nuevos y desprenden una simpatía y un cariño fuera de serie. Les costó abrir, por la angostura del local y porque no tienen terraza, así que volver a probar su cocina fue recuperar el último reducto de la vida anterior al apocalipsis que aún quedaba en cuarentena. Tras probar el vino, era fácil fingir que todo había pasado. Nada había cambiado, al margen de las mesas que faltaban y de las mascarillas, pero impregnaba el ambiente una resignación tristísima. Los dueños se veían caminando sobre un alambre y se preparaban para otro cierre inminente, que daban por hecho.
Como la inquietud es también muy contagiosa, al salir a la calle, la ciudad ya no nos pareció que viviese en la normalidad, ni en la vieja ni en la nueva. En apariencia, nada había cambiado: los bulevares seguían llenos de paseantes, las terrazas no paraban de atender clientes y en la heladería de enfrente de casa se formaba la cola de cada día, que casi da la vuelta a la manzana. Y, sin embargo, todos parecían tensos. En las conversaciones cazadas al vuelo y en la cháchara con los conocidos que nos saludaban en el paseo no había otro tema: nos van a encerrar. Saborea el helado, apura la cerveza, aprovecha este rato al sol, que se nos acaba la suerte.
El cierre de las discotecas, primerísima medida contra los brotes en la ciudad, ha tenido el efecto psicológico de un toque de queda. El bulevar céntrico donde vivo, que nunca duerme en las normalidades vieja y nueva, porque es ruta de noctívagos, ha regresado a su fantasmagoría confinada. De madrugada ya solo cruzan las patrullas de la policía y alguna ambulancia que supongo que hace un servicio normal, que haría igualmente si no hubiera pandemia, porque dicen que los hospitales aún no sufren la furia del rebrote. Me había vuelto a acostumbrar ya al bullicio, y el recuerdo de aquel silencio, que reverbera en el nuevo, me destroza el ánimo.
Quizá no me sentiría tan abatido si viera en las autoridades lo que en Aragón se llama rasmia, es decir, ímpetu, ganas, iniciativa. Salvo cerrar la noche, en el momento de escribir esto, las medidas se han reducido a apelaciones a la virtud cívica, la reiteradísima responsabilidad individual. Las piscinas y los centros deportivos siguen abiertos, como si todos esperásemos un milagro en la curva. Quizá eso bastaría para mi bisabuela, que vivía en el barrio del Gancho y era muy devota de la Virgen del Pilar, a la que atribuía varias sanaciones de su familia. Sus bisnietos confiamos en que los responsables de la salud pública tengan a mano algo más que una plegaria para que la ciudad no se nos vuelva a perder.
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