Sábado noche en las discotecas de Barcelona: la pista ha muerto
El ocio nocturno estrena la llamada nueva normalidad con fuertes medidas de seguridad y pistas de baile restringidas a amigos y convivientes
Suena Rosalía en la discoteca Pachá de Barcelona. Con altura. Y distancia de seguridad. La justa, vaya, que las cabras tiran al monte. O a la pista de baile. Es el primer sábado de la llamada nueva normalidad en España, que arrancó el pasado domingo, y la juventud tiene ganas de fiesta. La Generalitat ha impuesto fuertes restricciones a los locales de ocio nocturno y los empresarios se afanan en cumplirlas y en que se cumplan: registro de entrada, higiene extrema y pistas de baile cerradas, o con sofás y mesas, como mucho, para garantizar las distancias.
El coronavirus manda: en la pista de baile, más Pulp Fiction y menos Sergio Dalma. Ya sabemos que, como él cantaba, “bailar de lejos no es bailar”, pero a la covid-19 le sienta mejor el despegado swing de Mia y Vincent en la película de Tarantino. En la capital catalana es el segundo fin de semana tras el fin del confinamiento, pero el primero con las pistas de baile restringidas. El Govern tardó apenas tres días en sacar una normativa que regulaba el salseo: lo de bailar, solo con amigos y convivientes. Nada de perrear con desconocidos.
Cae la madrugada sobre la capital catalana y los locales del Frente Marítimo, territorio otrora plagado de turistas, se abren al público local. Bajan los precios de la reserva de mesas para atraer a los pocos que hay, pero aun así la más barata en Pachá son 120 euros. En la puerta, registro de entrada —para localizar a los contactos de riesgo ante un eventual brote—, gel hidroalcohólico en las manos y mascarillas a 10 euros para los despistados. El aforo sigue muy limitado (el 75% en la terraza y el 50% en el interior), pero cuesta llenarlo: “Tenemos capacidad para 1.300 personas. Ayer [por el viernes] tuvimos 160. Es todo surrealista. No es rentable”, explica Santi Ciprés, director de sala en Pachá. Más de lo mismo en las vecinas Opium y Shoko. Los tres locales, la Santísima Trinidad de las discotecas a pie de playa en Barcelona, acusan el bajón de clientela.
Dentro, las pistas de baile se han reconvertido en pequeños saloncitos a doble altura (los VIP arriba, más recogidos). Sofás, mesillas y cordones policiales de terciopelo acotan el perímetro de cada pandilla. No se puede bailar por las salas, ni salir del círculo de conocidos sin mascarilla, ni visitar otros saloncitos para socializar. La idea es mantener los dos metros de distancia interpersonal entre grupos y evitar eventuales transmisiones. Difícil tarea a medida que avanza la noche.
“Lo que peor llevo es estar parado todo el rato. Estar quieto. Pero prefiero estar aquí a estar en casa”, apunta Eric Sáez, de 24 años, tirando de cachimba en la terraza de Opium. “Es más agradable cuando hay más gente”, tercia su compañero Cristian Basterra, de 27. En la mesa de al lado, un joven se levanta y se acerca a las dos chicas que se sientan enfrente. Apoyado sobre el cordón de terciopelo, charla con ellas hasta que un vigilante de seguridad le insta a sentarse. Las dos chicas, Alejandra y Valeria, de 28 y 20 años, vienen de Madrid y, pese a terminar aceptando en su sofá la compañía del muchacho, apoyan las restricciones. De hecho, se asombran al ver las discotecas abiertas cuando en su ciudad permanecerán cerradas al menos hasta el 5 de julio. “Y aquí nadie lleva mascarilla por la calle. En Madrid, todo el mundo”, apunta Valeria, que es técnica de enfermería y ya ha pasado la covid-19.
La gente quiere bailar y esto es un quiero y no puedoJordi Capdevila, encargado de la discoteca Shoko
La noche se acelera con las horas y las copas. Pasa de la una de la mañana cuando un grupo de amigos salta su parcela y se pone a bailar alrededor de un reservado de Opium. “Nada es lo mismo, pero disfrutas más de tus amigos”, dice uno de los jóvenes antes de que un vigilante de seguridad lo llame al orden y los haga sentarse a todos en la mesa. “La gente ahora está más concienciada, pero al principio costó mucho”, valora positivo Juan Poveda, VIP manager del local. “Es muy difícil que respeten la distancia y no interactúen”, añade Jordi Capdevila, encargado de la discoteca Shoko, donde todo está tranquilo. Todavía es pronto, la cosa se complica por las horas. “Hay que insistir para que se queden en su mesa”, dice Capdevila. “La gente quiere bailar y esto es un quiero y no puedo”.
A las tantas de la madrugada, las piernas se inquietan en Pachá. Hay gente bailando entre la pista abarrotada de sofás. Eso sí, en grupos y cerca de su mesa. Una chica baila delante de sus dos amigas mientras, a su lado, otra pandilla de chicos se levanta para celebrar la llegada de una botella de ginebra con bengalas centelleantes. En la barra hay marcas rojas para preservar las distancias, pero cuesta separarse del vecino. “Cuando una persona lleva tres copas y se levanta, le avisamos. Pero es muy complicado decirle a la gente que se esté sentada. A la que se toma dos copas, se olvida”, apunta Ciprés.
La música sigue sonando en Pachá, pero no es el Pachá de siempre. Porque era el cumpleaños de su hermana, si no, no venía, admite Alma Pardo, de 20 años. “No veo el mismo ambiente. Estoy súper chafada. Ya por vergüenza, si veo a todo el mundo sentado, no voy a salir yo a bailar”, reflexiona. A pocos metros, tres amigas charlan en otra mesa. “Hemos pasado lo que hemos pasado y yo lo entiendo, pero esto no va a durar siempre, ¿no? Porque la base de una discoteca es socializar”, apuntan.
La patronal del ocio nocturno Fecasarm (Federación Catalana de Asociaciones de Restauración y musicales) espera que las pistas de baile con saloncitos tengan los días contados. Según su secretario general, Joaquim Boada, la patronal ha trasladado al Govern una nueva propuesta que contempla el 75% de la ocupación en sala y pista de baile y mascarilla obligatoria. “Otro fin de semana así es un problema. Hay que trabajar la concienciación y apelar a la responsabilidad individual. No somos el padre de nadie”, zanja.
Al otro lado de la ciudad, con un público más local y dimensiones más modestas que los gigantes del Frente Marítimo, el Almodobar lucha también por salir adelante en el barrio de Gràcia. Bueno, el Almodobar y el Almo2bar, que son familia. “Intentamos aguantar lo máximo posible, pero he tenido que tirar de ahorros. Tenemos mucha menos gentes y a veces no llegamos a llenar el 50% del aforo”, apunta Techu Martín, uno de los socios. Aquí no hay sillones ni reservados y la pista de baile se ataja con sillas y un futbolín. Pero las medidas de seguridad son las mismas que en cualquier discoteca: hay circuitos de entrada y salida de personas, control de temperatura, gel de manos y registro en la puerta.
En el Almo2bar, de hecho, una suave brisa a antiséptico se cuela bajo la mascarilla. No hay mucha gente para ser el local de fieles parroquianos que es. Los grupos de amigos se acurrucan en las esquinas o contra la pared. Cada uno a lo suyo. Pero mueven los pies, que eso no es delito. Suena Maná. Clavado en un bar. La nueva normalidad.
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