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Johnson confunde al Reino Unido con su estrategia contra el virus

La mayoría de los ciudadanos no entiende el propósito del eslogan elegido para la siguiente fase: ‘Stay Alert. Control the Virus. Save Lives’ (Permanece Alerta. Controla el Virus. Salva Vidas)

Rafa de Miguel
El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, este viernes enfrente de su residencia en Downing Street.
El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, este viernes enfrente de su residencia en Downing Street.WILL OLIVER (EFE)

Boris Johnson se crece rodeado de sus fieles y pierde fuelle cuando la distancia impuesta por el coronavirus le obliga a salir solo a escena. Se pudo ver el pasado miércoles, en el Prime Minister´s Questions (Sesión de Control) de la Cámara de los Comunes. Las nuevas medidas de seguridad han limitado a 50 la presencia de diputados, pero en las últimas sesiones apenas han sido una docena los que han aparecido. El resto prefiere intervenir desde su casa. Cuando el líder de la oposición, Keir Starmer, acorraló a Johnson con preguntas precisas sobre la situación de las residencias para mayores, que acumulan ya muchas más muertes que los hospitales, el primer ministro apenas fue capaz de balbucear un puñado de frases hechas. E incluso incurrió en alguna falsedad. Las alertas se dispararon en la dirección del grupo parlamentario conservador, que ha comenzado a exigir el regreso de los parlamentarios a sus puestos. Johnson necesita una cámara de eco para ocultar la vaguedad y confusión que transmite su Gobierno en el manejo de la crisis. Un 66% de los británicos no entiende el propósito del eslogan elegido para la siguiente fase: “Stay Alert. Control the Virus. Save Lives” (Permanece Alerta. Controla el Virus. Salva Vidas), según la empresa de sondeos YouGov.

La estrategia de Downing Street busca incansablemente golpes de efecto que muestren firmeza en su iniciativa y que acaban siempre siendo vaivenes que rebotan en su contra. Es la impresión constante de que una nueva cortina de humo servirá para ocultar el fiasco anterior. El nuevo enemigo de Johnson ha pasado a ser la obesidad. “He cambiado de idea sobre este asunto. Necesitamos ser mucho más intervencionistas”, dijo la semana pasada a un grupo de sus ministros, según el corresponsal político de The Spectator, James Forsyth. Una cuarta parte de los fallecidos en Inglaterra por coronavirus padecían diabetes, según datos de la Oficina Nacional de Estadística (ONS). Cuando el primer ministro ingresó en el hospital, a principios de abril, rondaba los 110 kilos. El equipo de Gobierno ya divaga con la promoción de un uso más extendido de la bicicleta o de subir los impuestos a los productos con exceso de azúcar. Políticas preventivas que nadie discute, pero que contrastan con las urgencias inmediatas que siguen sin resolverse.

Empezando por las residencias de mayores, que continúan siendo el principal quebradero de cabeza de Downing Street. “Y así fue como nos sentimos completamente abandonados. Entendimos la consigna de que era necesario salvar al Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés), pero lo que preocupó desde un principio fue cuál iba a ser el coste de ese objetivo”, ha dicho este jueves Nadra Ahmed, la presidenta de la Asociación Nacional de Residencias. En más de una cuarta parte de las muertes en centros para mayores registradas entre el 2 de marzo y el 1 de mayo el virus fue un factor clave, ha asegurado la ONS en su último informe. El Gobierno ha prometido ahora más de 700 millones de euros en ayudas, pero no le ha quedado más remedio que admitir el error inicial de haber devuelto a las residencias centenares de pacientes a los que se dio el alta sin hacerles test, con el objetivo desesperado de vaciar camas en los hospitales.

Si salvar a toda costa el NHS fue la causa que descuidó un frente tan delicado, algo parecido puede estar ocurriendo con la escalada de test. El ministro de Sanidad, Matt Hancock, convirtió en una apuesta personal en la que acabó jugándose su prestigio alcanzar la cifra de las 100.000 pruebas diarias a finales de abril. Lo logró en el último minuto, con la ayuda de cierta ingeniería contable que incluía los test enviados a los hogares que aún no habían sido procesados en laboratorio. El Gobierno renunció a principios de marzo a su estrategia inicial de “test y rastreo” y tuvo que incorporarse a destiempo a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (“Test, test, test”) en una carrera alocada por hacer pruebas a mansalva, sin que se perciba la estrategia que hay detrás del anuncio diario de las cifras. Se publicita a bombo y platillo el ensayo de una aplicación de rastreo en los móviles en la Isla de Wight, y se deja de hablar del asunto a medida que se desinfla. Se anuncia el acuerdo con los laboratorios Roche para utilizar un test serológico de fiabilidad 100% que será todo un “game changer” (cambiará las reglas de juego) y a continuación los ministros deben advertir de que todavía deberá pasar un largo tiempo antes de su uso generalizado. Se pone en marcha un sistema de 18.000 voluntarios para seguir la pista al virus para admitir poco después que apenas se han contratado hasta la fecha 1.500 personas.

“El rastreo del virus es parte de una estrategia que debe incluir test adecuados, confinamiento y medidas de distancia social. Solo una estrategia integrada del control de la epidemia nos ayudará a reducir los contagios”, ha escrito el epidemiólogo Keith Neal, profesor emérito de la Universidad de Nottingham. Sin la percepción de esa estrategia integral, Johnson ha pedido ya a los británicos que comiencen a regresar a sus puestos de trabajo. Pero solo si no pueden hacerlo desde casa. Y solo si se sienten a gusto con las medidas de protección desplegadas en sus empresas. Los vagones del metro de Londres vuelven a mostrar escenas de abigarramiento, a pesar de que se haya recomendado evitarlos. La policía ha tenido que redoblar su esfuerzo para impedir las escapadas de muchos ciudadanos estimulados por un tiempo especialmente primaveral. Y Johnson sigue sin tener detrás cada miércoles, cuando acude a la Cámara de los Comunes, los aplausos de una hinchada capaces de disimular las contradicciones del Gobierno.

Todas las promesas de una desescalada gradual del confinamiento se han vinculado a una cifra precisa que el Gobierno británico ha convertido en mantra, la famosa R o índice de transmisión del virus. Cualquier número superior a 1 indica que la capacidad de contagio tiene el peligro de aumentar exponencialmente. Cuando Johnson anunció su estrategia de salida de la crisis sanitaria el pasado domingo, el índice se situaba entre el 0.5 y el 0.9. Este viernes, los nuevos datos publicados por el NHS han elevado el nivel, hasta situarlo entre el 0.7 y el 1. Es pronto aún para vincular este ascenso con el nuevo relajamiento de medidas anunciado, que incluye la posibilidad sin límite de salir a pasear o a hacer ejercicio o el regreso al trabajo en sectores como la construcción, la manufactura, logística o distribución. El Gobierno atribuye el cambio en la cifra al número de contagios en las residencias para mayores, sobre las que se ha incrementado el control. “El índice no ha superado todavía el nivel de 1, y entra dentro del límite impuesto”, ha dicho el ministro de Sanidad, Matt Hancock, para justificar que no era necesario dar marcha atrás en las primeras y tímidas medidas de desescalada.

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Sobre la firma

Rafa de Miguel
Es el corresponsal de EL PAÍS para el Reino Unido e Irlanda. Fue el primer corresponsal de CNN+ en EE UU, donde cubrió el 11-S. Ha dirigido los Servicios Informativos de la SER, fue redactor Jefe de España y Director Adjunto de EL PAÍS. Licenciado en Derecho y Máster en Periodismo por la Escuela de EL PAÍS/UNAM.

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