Criaturas emocionantes
M., mi vecinita, estuvo discutiendo con su madre sobre qué ponerse. Eligió su vestido favorito, con falda de vuelo, y allí salió ella con su patinete y su casco
A las nueve de la mañana me hallaba, legaña avizor, presta a sacar fotos de las primeras criaturas en libertad. Chasco. Nadie en la calle. Ni a las 10.00. Claro que el tiempo no acompañaba. Fue entonces cuando se me ocurrió enviarles un whatsapp a mis amigos con hijos, con una pregunta digna de Narciso Ibáñez Serrador: “¿Qué vas a hacer con los niños?”. Afortunadamente me contuve, que es algo que hago desde hace semanas, contenerme, mantenerme contenida dentro de mi propia contención, y pasar altivamente de quienes desbarran, descarrilan o meten sus dedos en los enchufes.
Las 11.00, y ganaban los perros por goleada. Entonces vi, calle abajo, girando por Amaniel, casi desaparecer una manchita roja que me recordó a la pequeña de Spielberg, coloreada en mitad de la desolación. Después abrió el día bastante y ya fue un no parar, primero de a poco y luego ya más, con distancia y alegría. M., mi vecinita, tardó un pelín porque estuvo discutiendo con su madre sobre qué ponerse. Eligió su vestido favorito, con falda de vuelo, y allí salió ella con su patinete y su casco. Su padre me había avisado, pero la chavala arrancó disparada; por suerte cruzaron la calle. Desde la esquina de enfrente, me saludaron. Les hice fotos (tengo muchas, de muchos) y, sobre todo, grité: “¡María! ¡María!” (creo que ya puedo desvelar su nombre), con tal devoción que un obispo de la carcundia, de haberme escuchado, habríame tomado por conversa.
Esta emoción, como tantas otras, se ha presentado también sin que nadie me advirtiera.
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