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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No, por nuestro propio bien, no

¿En qué momento de la vejez decidimos perder la voz que con tanto esfuerzo y éxito habíamos recuperado después de la menopausia?

En la foto, Victoriano (93 años), asomado a su balcón de la la calle Málaga en el barrio de Chamberí.
Madrid.
En la foto, Victoriano (93 años), asomado a su balcón de la la calle Málaga en el barrio de Chamberí. Madrid.DAVID EXPÓSITO

¿Pero qué broma es esta de la confinación de los mayores de 70 años? ¿De qué hablamos? El pelotón de las viej@s de hoy somos una población amplia, de la cual los más mayores vivieron la República y el resto lloró la Dictadura y trabajó duramente por la Democracia. Incluye un enorme grupo de pioneras que hemos conseguido que se aprobaran leyes que nos han permitido ser dueñas de nuestra sexualidad, nuestros cuerpos, vidas y afectos y también librarnos de nuestros desafectos. Gente mayor hoy que con nuestro trabajo hemos transformado este país de alpargata y hatillo, al espacio europeo e internacional de mochila y doctorado. Gente de una pieza, a la que ahora se la somete por su propio bien.

¿Que resulta que las vejeces somos población de riesgo y si pillamos el virus lo tenemos más difícil que otras personas?, lo sabemos. Vale que haya una emergencia nacional que impida a la gente salir a la calle, a toda. Vale que solo se pueda salir a tal asunto, a tales horas, pero tú, yo y el otro, tenga la edad que tenga. No aceptamos que por nuestro propio bien nos limite nadie, ni nada. Se puede aconsejar, informar acerca de las consecuencias, pero de ninguna manera recortar nuestra libertad, a nosotr@s que hemos bregado —qué difícil es sortear el lenguaje bélico— duramente y finalmente conseguido todas las libertades de las que hoy disfrutan quienes —en nombre del amor— tratan ahora de limitárnoslas. La protección, la atención y la información la queremos como una oferta a la que podamos recurrir cuando nos parezca necesaria, no como una cuestión de obediencia a una instancia superior que haría bien en aplicarse a diseñar políticas en las que se fomentaran la libertad, la justicia y los cuidados eficientes y generosos que nos permitieran vivir con dignidad y respeto.

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Pero no todo queda de una parte. Estoy bastante sorprendida al constatar que algunas viejas algo mayores que yo —que afortunadamente también lo soy— parecen sentirse contentas y orgullosas de que sus hijos e hijas demuestren su preocupación por ellas y les impidan hacer determinadas cosas: mi hija me lo tiene prohibido; mi hijo no quiere que salga. Alto ahí. Bien está que nuestra prole opine y diga, pero la decisión, la libertad, es exclusivamente nuestra. Parece como que en la prohibición identifiquemos en ellos una dosis de amor y en nosotras una de senilidad que hace que necesitemos que decidan sobre nuestra vida, por nuestro propio bien. Como si en esa obediencia buscásemos un argumento de autoridad que justifique nuestras acciones. Nos encanta que ¡por fin! alguien se preocupe por nosotros, aunque cercene mi capacidad de decidir, de ser agente de mi propia vida. Como si ser de nuevo obedientes nos diera puntos en la cartilla de ángel del hogar. Aydiós.

¿En qué momento de la vejez decidimos perder la voz que con tanto esfuerzo y éxito habíamos recuperado después de la menopausia, cuando nos libramos del mandato de la feminidad y la maternidad?

Anna Freixas Farré es gerontóloga feminista.

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