Nombres de la enfermedad
Coronavirus, chiste va, meme viene, era sustituido por el severo Covid-19, cuya eufonía evoca algo mucho más técnico, más frío
"Nosotros, bien, afortunadamente, viviendo esta especie de encantamiento, tan extraño”. Y de pronto mi amigo poeta calla, y añade desde su sensibilidad más alerta: “Bueno, digo encantamiento porque no estamos enfermos, imagino que los que estáis pasando por esto, lo llamaréis de otra manera…”. José María Bermejo acaba de anudar a través del hilo que nos une, una clara lección sobre el oficio de nombrar, verbo siempre necesario, y ahora más, porque en las enfermedades solo existe la curación cuando hay ya un nombre sobre la grieta del futuro, aunque nos haga temblar.
Los nombres son también la verdad, lo que hace que las cosas existan, se puedan tocar, llorar, compartir, temer, amar de alguna forma cuando empiezan de pronto a ser también tuyas, sangre en tu sangre: coronavirus.
A principios de marzo, cuando solo llegaban los primeros chistes, los siguientes chistes, los chistes sin final, aseguraba yo en una conferencia que Platón tenía razón al decir que las cosas tienen un nombre natural, que se sostiene por sí mismo, nadie puede imponerlo si la cotidianidad y lo coloquial no lo asumen. Hablaba de cómo el nombre coronavirus, que apela a esa corona de puntas que rodean al virus, era la denominación utilizada por todos, a pesar de habernos anunciado que la forma de nombrar correctamente el mal que provoca era Covid-19, un acrónimo de corona, virus y disease, enfermedad en inglés. Pero las cosas han cambiado. Y los nombres con ellas. Porque a medida que los muertos crecían, los acrónimos insuflaban vida (UCI), o se agotaban (EPI), y el miedo nos cortaba la respiración, aquel nombre inicial, que no solo describía la infección, sino invitaba también a su versión más folklórica, chiste va, meme viene, era sustituido por el severo Covid-19, cuya eufonía evoca algo mucho más técnico, más frío, sin demasiada opción a broma alguna: SARS-CoV-2. POSITIVO.
Cuatro días después llega el ingreso, y ese nombre cruza de pronto en mi vida desde la calle vacía de la extrañeza a la del grito mudo, la muchedumbre interior, la pesadilla. Nombre en tu sangre.
Y ahora de nuevo en casa, arañando la vida con las uñas que me crecieron tanto estos días, y aplaudiendo luego desde detrás de los cristales para no coger frío, mientras desde el otro lado de la calle vecinos hasta ahora solo entrevistos, elevan el pulgar para mandarme su felicitación, su fuerza, su bienvenida.
Queda solo la pregunta que algunos me hacen estos días: cómo le llamarías a todo esto… Esta calle, por ejemplo, del centro de Madrid, que ya nunca será mi calle, será la calle de la condición humana, frágil, vulnerable, solidaria, conteniendo los himnos más personales al menos por unos días de sagrado e insólito coro común.
Pero no quiero evadirme. Y aguarden tan solo a leer cuando esto acabe —Covid-19, coronavirus, encantamiento, pesadilla—, la inmensa pancarta con la que acudiré a la entrada de todos los hospitales, con una sola palabra, un solo nombre, sencillo, natural como pedía Platón: gracias. Gracias a todos los que practicáis cada día aquellos versos de Rilke: “Con voz fuerte, vivir. En voz baja morir… Y siempre, ser”.
Fernando Beltrán es poeta, ‘nombrador’ y fundador del estudio creativo El nombre de las cosas.
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