El cielo, a veces, son los otros
El aplauso es bonito sobre todo cuando se te olvida. Supongo que nos ocurre a la mayoría, pero tiene que haber gente que pone la alarma o está mirando el reloj
Amigos misántropos que desconfían de esta especie nuestra tan poco de fiar, dados los antecedentes históricos, descubren que ellos ya vivían habitualmente como de cuarentena, solos, saliendo poquísimo y sin vida social, pero ahora les fastidia que les obliguen. Aun así uno ya me ha dicho que en cuanto esto acabe él espera al menos 10 días más para asomar el morro porque la gente estará pesadísima. También son pesimistas sobre lo bueno que puede salir de aquí, temen que acabemos los unos contra los otros, para variar.
Pienso que exageran, pero tras salir al balcón a las ocho para los aplausos, me sorprendo pensando que enfrente solo se ven dos vecinos, y que el resto seguramente son unos cretinos. Luego uno grita que España unida jamás será vencida y qué tendrá que ver. ¿Y Luxemburgo, Luxemburgo unido tampoco será vencido? Pero si es que encima ahora lo que hay que hacer es no juntarse, no formar grupos, es peor. También el primer día me pareció enternecedor que aún en esta situación una viejecita conservara la sangre fría de colarse, haciendo como que no se daba cuenta de que había una fila, cuando era de tres personas en la acera en medio de la nada. Pero el otro día ya me tocó las narices. En fin, noto que me cambia el ánimo.
Sin embargo un amigo me contaba su sincero pasmo por descubrir que en caso de catástrofe su trabajo de oficina era perfectamente prescindible, que no servía para nada útil, y en cambio muchos de los buenos de verdad son cajera de supermercado, repartidor a domicilio, basurero, barrendero, camionero, agricultor, limpiador, cuidador…, y por cierto, mal pagados, y además si te fijas casi todos son extranjeros. También los currelas del primero que siguen con la obra de un piso.
En cambio hay otra gente que ha desaparecido, los turistas. Esto tiene un efecto muy curioso en el centro de las ciudades, ha abierto auténticos agujeros negros urbanos. Hablo de Madrid, donde estoy, pero pasará en otras ciudades. Imagino que en el barrio gótico de Barcelona habrá más gatos que almas humanas, será más gótico que nunca. Los aplausos me pillaron el otro día yendo a una farmacia en pleno centro y la sorpresa fue oír esa ovación como un rumor lejano, solo unas palmas solitarias aleteando cerca, como una paloma extraviada en un patio. La sensación era fantasmal, no se sabía de dónde venía esa ovación, porque no se veía a nadie, los edificios estaban a oscuras, ni una luz, deshabitados. El centro de Madrid, vaciado por el turismo casi no sale a aplaudir, porque allí no vive nadie, no es la casa de nadie. Qué impresión. Fue como ver el negativo de la vida de colorines que teníamos.
Había un chico que pedía para comer en la puerta del supermercado y se desesperaba, no pasaba nadie y la gente le rehuía, ya estamos todos muy miedosos. Los otros, en fin, mejor a dos metros. El pobre hombre solo quería un pollo, te lo describía, soñaba con él, se veía cenándolo. Al final un señor se lo compró y él se fue todo contento. Será de los pocos que no viva encerrado, duerme en una plaza, la ciudad es suya.
En el supermercado algo ha cambiado. Hay un guardia que te da unos guantes al entrar. En la caja por fin les han puesto una mampara. Tras cada cliente, limpian la superficie con spray. Todo esto está bien, pero el clima también es distinto, más frío, algo de mosqueo. Los días hacen mella.
El aplauso es bonito sobre todo cuando se te olvida. Supongo que nos ocurre a la mayoría, pero tiene que haber gente que, no sé, pone la alarma o está mirando el reloj. De pronto te llega un ruido anómalo, como si fuera el mar, que es imposible, porque aquí no hay mar, y tienes un segundo de estupor que está muy bien, hasta que recuerdas: “¡Ah, es el aplauso, son las ocho!”. Y sales a ver a los demás, que son muchos, levantan la mano en la trinchera para decir: estamos aquí, seguimos vivos. Conocidos que son médicos, amigos ingresados, te describen emocionados que sí, que los aplausos los oyen, que es un ruido ondulante que llega a todas partes, un minuto de epifanía callejera que acerca a todos los demás, a los desconocidos, y los hace reconocibles. Se eleva en el cielo y, no me creo que esté diciendo esta frase tan cursi, de repente el cielo son los otros. Que eran el infierno lo decía Sartre en A puerta cerrada, justo así se titulaba la obra, con un grupito de personas condenadas a estar juntas. Creo que todos recordaremos siempre el primer día que oímos los aplausos. No imagino que un día sean las ocho y se nos pase, y todos nos hayamos olvidado. Los otros nos lo recordarán.
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