El Vaticano afirma que ignorar los abusos ha tenido “devastadoras repercusiones”
El cardenal O’Malley lamenta que muchos dentro de la Iglesia no sean aún conscientes de la magnitud del problema
Durante décadas, la Iglesia católica ha estado --o ha querido estar-- ciega, sorda y muda ante los abusos sexuales a menores cometidos por sus sacerdotes y religiosos. Una actitud que, según los miembros de la Comisión para la Protección del Menor instituida por el papa Francisco, ha provocado “devastadoras repercusiones”. De tal forma que, a partir de ahora, la actuación del Vaticano deberá regirse por un principio muy claro: “El bien de un niño o de un adulto vulnerable es prioritario a la hora de tomar cualquier decisión”.
En un comunicado emitido tras sus primeros tres días de reunión, la comisión –de la que forma parte Marie Collins, una mujer irlandesa de 66 años que sufrió abusos de un sacerdote cuando tenía 13 años y estaba enferma— propone al Vaticano que “haga hincapié sobre las trágicas consecuencias del abuso sexual y de las devastadoras repercusiones de no escuchar o no informar cuando se sospecha un abuso, así como de la falta de ayuda a las víctimas de abusos sexuales y a sus familias”.
De forma habitual, ante un delito tan repugnante como la pederastia, la Iglesia solía defenderse atacando, mostrándose como la víctima de campañas mediáticas desproporcionadas que querían convertir una supuesta excepción –las denuncias por abusos en EE UU o el Reino Unido—en un mal muy extendido. De ahí que lo vivido hoy en la Sala de Prensa del Vaticano permita incubar una cierta esperanza. Por un lado, un alto representante de la jerarquía católica, el cardenal Sean Patrick O’Malley, arzobispo de Boston, hablando de forma muy clara del alcance del problema e incluso lamentando que dentro de la Iglesia aún haya quienes “no consideran que se trata de un problema universal, sino de ciertos países del mundo”. Y, por otro, la presencia en esa comisión –por expresa voluntad de Jorge Mario Bergoglio— de Marie Collins, quien hace apenas dos años expresó sin tapujos en un simposio celebrado en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma todo el dolor sufrido por la manera en que la Iglesia protegió al sacerdote abusador, trasladándole a ella el peso de la culpa, convirtiéndola de por vida en un ser marcado: “Han pasado 50 años y no lo puedo olvidar. Aquellas visitas nocturnas a mi habitación cambiaron mi vida”.
El cardenal capuchino y la víctima que no olvida para que otras no tengan que pasar por su calvario han llenado de propuestas el silencio. Uno y otro, como portavoces de la comisión formada por ocho personas pero que se enriquecerá en breve con representantes de otras partes del mundo, pusieron el acento en que la lucha contra la pederastia en el seno de la Iglesia será eficaz si cada parroquia, si cada diócesis, la toma como una lacra concreta a batir y no como un problema abstracto. Los católicos de a pie y la jerarquía se tienen que comprometer, según la Comisión, “a que las parroquias, escuelas e instituciones sean lugares seguros para todos los menores; a garantizar que los niños y los adultos vulnerables estén protegidos de los abusos”.
La primera reunión de la comisión vaticana para la protección de los menores tiene un curioso –o tal vez sería más exacto escribir preocupante—punto de coincidencia con el Consejo de Economía que ofreció sus primeras conclusiones el viernes. Ambos grupos formados por religiosos y laicos han constatado que las reformas urgentes que necesita el Vaticano, ya sea en lo que respecta a la transparencia financiera o a la lucha contra la pederastia, están encontrando más reticencias en el seno de la Iglesia de las que cabría esperar. La propia Marie Collins denunció que, a estas alturas, “muchos obispos creen todavía que es imposible que en su diócesis se den casos de abusos por parte del clero…”. La comisión, entre cuyas funciones no está la de presentar propuestas concretas, vigilará para que la Iglesia asuma su “responsabilidad” ante algo que, como recordó el papa Francisco a su regreso de Río de Janeiro, “no es solo un pecado, sino también un delito”. Un delito cuyo dolor no prescribe en la memoria de las víctimas.
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