“A mis hijos les digo: si les llaman ‘indio’, den las gracias”
Francisco Cortes Guanga, delegado de los awá, denuncia el exterminio que sufre su pueblo
Francisco Cortes Guanga ha cambiado la selva colombiana durante un mes para explorar las junglas de cemento europeas en busca de ayuda. A sus 27 años es el delegado de la Gran Familia Awá, un pueblo indígena que vive en la frontera entre Ecuador y Colombia. Tras su paso por Madrid, Alemania y Ginebra, este padre de tres niños “muy hermosos” se encuentra en Barcelona para denunciar el “exterminio” de su comunidad. “Narcotraficantes, guerrilleros, paramilitares, la estrategia de guerra del Gobierno colombiano, persecución, muertes selectivas, amenazas, minas antipersonas en nuestras tierras, contaminación con glifosato y la presencia de multinacionales... Ha llegado un momento en el que hemos dicho: ‘¡Aquí no se puede vivir!”.
Los awá han sido declarados en vía de extinción física y cultural por la Corte Constitucional de Colombia. El Informe sobre el exterminio del pueblo Awá 2011- 2013, elaborado por las cuatro asociaciones en las que se agrupa esta etnia, habla de 51 homicidios durante los últimos tres años en una población que apenas supera las 30.000 personas. A estas muertes violentas se suman ocho desapariciones y seis víctimas de minas antipersona.
Los problemas de este pueblo son muchos, aunque Cortes los resuma en uno solo: “Nuestra mayor amenaza es la oligarquía que controla el país”. Además de ser escenario de enfrentamientos entre las FARC, los paramilitares y el Ejército colombiano, el territorio de los awá es rico en oro y petróleo. El Oleoducto Trasandino, de más de 300 kilómetros, es uno de los blancos preferidos de la guerrilla, que lo dinamita y provoca derrames de crudo que contaminan las fuentes de agua de la comunidad. A esto se suman la minas antipersona esparcidas de forma indiscriminada en sus tierras.
Tenemos miedo a guerrillas y a paramilitares
“El indígena tiene miedo hasta de hacer sus necesidades biológicas. Su baño es la selva, y cada vez que sale y se sienta, no sabe si podrá volver a ponerse de pie”, denuncia Cortes. Es difícil oír un ‘yo’ en su discurso. Tiene cautela porque es consciente de que a este paréntesis europeo le seguirá el retorno a tierras donde reina la zozobra. Así que prefiere usar el ‘nosotros’ o el impersonal hasta para las cuestiones más íntimas. “Desafortunadamente, las amenazas afectan tanto que rompen los tejidos familiares...”, es la forma menos comprometedora que encuentra para explicar que él y su mujer se separaron por la seguridad de sus hijos.
No diferencia entre guerrilleros, paramilitares o fuerzas estatales: “Todos han matado a nuestros compañeros. A todos les tenemos miedo”. Como el que sintió el día en que su hermana desapareció durante horas para volver, golpeada, con un mensaje: tenía un día para abandonar la ciudad. No lo hizo. “Nosotros decimos que no queremos más muertes en nuestras comunidades. Y eso es un delito en Colombia”, denuncia. “¿Qué protección nos brinda a los dirigentes indígenas el Gobierno? Un móvil y un chaleco antibalas”.
El debilitamiento del racismo en Colombia es uno de los pocos avances a favor de los indígenas que ha notado Cortes en los últimos años. “Hubo un tiempo en el que se le llamaba a alguien ‘indio’ para insultarle. Pero, a raíz de hacernos más visibles en la sociedad, esto ha cambiado... A mis hijos les digo: si a usted le llaman indio, responda ‘muchas gracias’. Es un orgullo”.
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