Sin mantas en el hospital
La penuria que sufren los centros sanitarios erosiona cada día más la calidad asistencial
No todos los países disponen de un sistema nacional de salud. Otros disponen de seguros sociales y seguros privados. Un analista del Instituto de Estudios Fiscales me enviaba recientemente un estudio sobre los diversos modos de cubrir las necesidades sanitarias. Es interesante porque demuestra que el español no es especialmente caro —el gasto está en la media de la OCDE—, que funciona como un seguro universal y que se trata de una de las grandes conquistas sociales de la segunda mitad del siglo XX. El sistema fue adoptado por el Gobierno laborista británico en 1948 y se fueron adhiriendo los países nórdicos, los latinos (Italia, España y Portugal) y los anglosajones de las antípodas (Nueva Zelanda y Australia).
La seguridad que otorga el sistema nacional de salud y la equidad que depara ante lo peor —la enfermedad— son razones suficientes para pagar impuestos y para defenderlo a capa y espada. Sin embargo, ¿qué estamos haciendo con la sanidad pública española? Una lectora de EL PAÍS explicaba la semana pasada en una carta al director su trágica percepción: cuidó a su suegra en una sanidad pobre a la que acudía gente empobrecida. A finales del siglo pasado vio las notables mejoras de la atención sanitaria y de los propios pacientes y sus familias y ahora regresa al pasado con comidas de tartera en el hospital, hacinamiento en las urgencias y falta de personal sanitario.
Los datos y las noticias corroboran su percepción. La sanidad pública española dispone hoy de 7.179 millones de euros anuales menos que hace cuatro años. Un médico ha ganado en los tribunales contra la Comunidad de Madrid, que jubiló antes de tiempo a 455 facultativos; como si sobraran. Las listas de espera crecen. En Cataluña, un tercio de las operaciones —23.825— superó en 2013 el plazo máximo, establecido en seis meses. No es raro encontrar casos como el de Raquel Moreno, que tuvo que abandonar el quirófano en el último momento. No había anestesista en el Gregorio Marañón de Madrid. Una niña de tres años acaba de morir camino del hospital tras una larga espera porque la sanidad vasca le negó una ambulancia con el argumento de que vivía en el Condado de Treviño y eso corresponde a Miranda de Ebro, lo que las autoridades sanitarias vascas han reconocido que no es cierto.
En los establecimientos sanitarios empieza a haber una penuria propia de la posguerra. No hay sábanas suficientes ni gasas ni cubiertos ni la limpieza deseable en un lugar dedicado a la salud. A menudo, los defensores de la sanidad pública rechazaban las quejas de la incomodidad frente a la privada, que solo ofrecía, en comparación, decían, mejor hostelería. Pero esta nueva penuria es un arma de doble filo. Puede que no sea esencial disponer de mantas, pero la situación provoca estrés a los pacientes y, por supuesto, al personal sanitario, lo que, por fuerza, está perjudicando lo importante: la asistencia. Y no solo en la sanidad pública, porque la crisis general —si bien los que tienen pólizas es el último gasto que recortan— y, sobre todo, la reducción de la cuantía de los convenios con la Administración han llegado también a los centros privados. Me pregunto si somos realmente conscientes del destrozo.
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