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Las esclavas de la casa del candado

Una pareja de octogenarios, acusada de vejar a 30 cuidadoras

Patricia Peiró
El anciano investigado, a las puertas de su casa.
El anciano investigado, a las puertas de su casa.David asensio

Tenían que hablar por el móvil a escondidas, si no se lo habían roto antes, ducharse cuando ellos dormían si querían evitar que el anciano se colara en el baño, se quedaban sin comer cuando los octogenarios consideraban que se habían portado mal y solo podían salir de casa cuando conseguían que les abrieran la verja, siempre cerrada con un candado. Así vivían las más de 30 mujeres que la Guardia Civil cree que pasaron por la casa de Luis y Rosa en el municipio de Laluenga (Huesca). Este matrimonio junto con dos personas que les suministraban a las cuidadoras están acusados de trata de seres humanos. El hombre también de abuso y agresión sexual.

Un camino de tierra une el casco de Laluenga, en Huesca, con la casa de esa pareja que cambiaba de cuidadora cada semana. Nadie sabe cuántas mujeres han recorrido ese sendero que separa a 200 vecinos de esos dos octogenarios malhumorados que solo salen para ir al médico.

Casi todas eran inmigrantes sin papeles que necesitaban dinero. Ellas contactaban en Barbastro, a 20 kilómetros de Laluenga, con un tal José El Gallo y su nombre y su teléfono pasaban a engrosar la lista de 250 chicas que él llegó a apuntar en una ajada agenda. Algunas pasaron de la lista al taxi que hacía un recorrido que finalizaba en la casa rodeada por esa verja con candado. El taxista, siempre el mismo, está ahora acusado de connivencia.

Laluenga es un pueblo sin comercios. Un par de furgonetas cargadas de comida recorren cada día las pocas calles que tejen la localidad. Uno de esos vehículos se adentra en el camino de tierra y se planta frente a la verja de Luis y Rosa. Tras unos bocinazos, aparece un hombre enjuto, con gorro y gafas de sol, que recoge su hogaza de pan. “Son todas unas fulanas que no querían trabajar, así que yo las despachaba”, cuenta. “Son unas sinvergüenzas que solo venían aquí por dinero”, asegura indignado. “¿Cómo voy yo a tocarlas si vivo con mi mujer, que es muy celosa?”, se justifica. Su esposa interviene y le ordena con malas pulgas que deje de hablar

Luis trabajó como criado hace 70 años en alguna casa de pudientes del pueblo. “Tiene mucho resentimiento, así que ahora reproduce lo que vivió; les he visto tratar mejor a un perro”, explica uno de los pocos vecinos con los que habla.

En 2009 hubo una primera denuncia, explica la regidora, de una mujer que aseguraba que no le habían pagado. Pero no mencionó nada de vejaciones. El tema se quedó aquí. Pero a partir de ese momento, la alcaldesa, Cristina Juárez, recomendó a cada chica que llegaba a la casa que acudieran a la Guardia Civil si tenían problemas. Una se atrevió. Apareció una tarde del pasado octubre en el bar. “Me dijo que no le daban dinero, ni su ropa”, relata Juárez. Esa mujer contó algo más: Luis la había agredido sexualmente. La alcaldesa había conseguido la primera prueba de sus sospechas. Después vinieron siete más.

¿Pero cómo dos octogenarios pudieron someter a mujeres jóvenes? La respuesta la da la propia alcaldesa: “Son inmigrantes amenazadas con enviarlas de vuelta a su país. Imagínate que hacen daño a alguno de los ancianos. A los dos días están fuera”.

Eso temía una de las chicas que trabajó en la casa varios meses. Se llama María y ahora vive en el otro extremo del pueblo cuidando a otra pareja de ancianos. Ella fue una de las que más aguantó: más de medio año. Cuenta que la anciana le obligaba a levantarse de la cama a las seis de la mañana para limpiar y que le insinuaba que se dejase abrazar por Luis porque “la quería como a una hija”. Nunca tuvo la llave del candado de la verja y pasó los primeros meses sin poder salir, hasta que su amiga se plantó frente a la puerta y convenció a los ancianos de que la dejaran pasear por el pueblo, siempre con las ocho de la tarde como límite para regresar. Por precaución, procuraba ducharse en otras casas o cuando los ancianos dormían.

María fue una de las que viajó en el taxi. Tras unos días en el calabozo, el conductor está ya frente a su volante. Cabizbajo y con un hilo de voz se defiende: “Me han metido en esto y yo no he hecho nada, estoy muy agobiado”, dice antes de subir la ventanilla y cortar bruscamente la conversación y alejarse en el coche que supuestamente recorrió tantas veces el camino de tierra de Laluenga.

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Sobre la firma

Patricia Peiró
Redactora de la sección de Madrid, con el foco en los sucesos y los tribunales. Colabora en La Ventana de la Cadena Ser en una sección sobre crónica negra. Realizó el podcast ‘Igor el ruso: la huida de un asesino’ con Podium Podcast.

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