El peligro de impacto con pequeños asteroides es mayor de lo que se pensaba
La atmósfera terrestre se comporta como un buen escudo para asteroides o cometas de pocas decenas de metros, pero algunos pueden llegar al suelo y producir cráteres de decenas de metros.
El pasado 15 de febrero de 2013 a las 3h20m32s GMT tuvo lugar un evento meteórico que cambiará nuestra percepción del peligro de impacto por asteroides. Justo el mismo día en que nos visitaba el asteroide potencialmente peligroso 2012 DA14 tenía lugar su aparición una enorme bola de fuego que recorrió el sur de Rusia y se desintegró produciendo ondas sónicas en la parte inferior de la trayectoria. Tales ondas de presión se propagaron por la atmósfera y produjeron más de un millar de heridos al alcanzar los edificios de Cheliábinsk. La potencia explosiva depositada en la atmósfera superó los 500 kilotones de TNT y ejemplificó el potencial destructivo que objetos mayores pueden tener. De hecho, varias toneladas de meteoritos alcanzaban el suelo cerca de Cheliábinsk, algunos de los cuales estamos actualmente estudiando en el Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC) e incluso algunos de hasta 500 kg eran hace pocas semanas recuperados del frente de la denominada elipse de distribución de los meteoritos localizada en el lago Chebarkul. Muchos de estos meteoritos ya se han recuperado y posiblemente haya otros por aparecer.
Nadie recordaba nada similar desde el evento de Tunguska que tuvo lugar en 1908 sobre una remota región de la taiga siberiana. En aquella ocasión el objeto, quizás un fragmento del cometa periódico 2P/Encke, produjo una devastación todavía mayor abatiendo por la onda de choque cerca de cien millones de árboles en un área remota de unos 2.200 kilómetros cuadrados.
Curiosamente en la historia escrita de la humanidad no se describen muchos de estos fenómenos quizás porque fuesen incomprendidos o fueran vistos de naturaleza infernal. Sin embargo, durante la guerra fría comenzó a desarrollarse la tecnología imprescindible para la detección de estos estallidos a largas distancias. Y fue de rebote pues las superpotencias deseaban conocer qué países ensayaban explosiones nucleares controladas o si alguna parte de sus territorios estaba siendo atacada. Por un lado satélites espías y por otro el desarrollo de una compleja red de estaciones de detección de infrasonidos fueron las herramientas que se desarrollaron para monitorizar estos estallidos en la atmósfera terrestre. Una aplicación directa de esas técnicas permitía identificar los estallidos producidos en la atmósfera por la desintegración de grandes rocas de origen extraterrestre que alcanzan la atmósfera a velocidades hipersónicas.
Tales rocas, denominadas meteoroides, penetran a la atmósfera a una velocidad que en pocos segundos penetran hacia las capas más densas de la mesosfera y la estratosfera en pocos segundos. Conforme penetran a esas regiones comienza a producirse una brusca fricción que hace que comience la denominada ablación en que la superficie del meteoroide se volatiliza a temperaturas típicas entre 4.000 y 5.000 grados centígrados, muy superiores a los puntos de fusión de sus minerales mayoritarios: típicamente silicatos, óxidos refractarios y metales.
En el momento en que la ablación comienza se produce una auténtica cortina de gas ionizado que se denomina bólido o bola de fuego y la entrada de la roca se hace perceptible a distancias incluso superiores a 600 kilómetros, cercanas al límite impuesto por la curvatura del geoide terrestre. Nuestra atmósfera se comporta como un buen escudo para asteroides o cometas de pocas decenas de metros pues los fragmenta o pulveriza, dependiendo de su consistencia, antes de llegar al suelo. Sin embargo, determinados objetos pequeños, como el que produjo el cráter de Carancas, en Perú, en 2007, pueden producir cráteres de decenas de metros en circunstancias geométricas favorables y si estos proyectiles interplanetarios poseen suficiente consistencia.
Lo cierto es que el estudio de Peter Brown, del Grupo de meteoros de la University of Western Ontario, y colaboradores revela que este tipo de fenómenos naturales es más frecuente de lo que pensábamos. Si bien conocemos la inmensa mayoría de los asteroides próximos a la Tierra cuyo diámetro equivalente es cercano al kilómetro, lo cierto es que debe de haber miles de objetos con diámetros menores que son sumamente esquivos y todavía no hemos descubierto.
El NEO que produjo la caída meteórica de Cheliábinsk con sus aproximadamente 19 metros de diámetro y una masa próxima a las 12.000 toneladas es un nuevo y relevante punto de la estadística. El estudio publicado en Nature nos indica que, en base a los datos de infrasonidos de estallidos recientes, un impacto de tal energía ocurre cada 50 años, de manera consistente a lo que indican estudios españoles de impactos de meteoroides contra la Luna. Aunque hasta ahora menospreciásemos el peligro de impacto con asteroides parece que ahora comenzamos a evidenciar la necesidad de que agencias espaciales y las empresas del sector aeroespacial sean apoyadas para desarrollar no sólo programas de seguimiento sino también sistemas paliativos que permitan desviar estos asteroides antes de producir catástrofes que dejen escrita a fuego la historia de la Humanidad.
Josep Maria Trigo Rodríguez es científico titular e investigador principal del Grupo de Meteoritos, Cuerpos Menores y Ciencias Planetarias del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC), autor de los libros de divulgación: “Las raíces cósmicas de la vida (ed. UAB)” y “Meteoritos (Catarata-CSIC)”. Además promueve actualmente la misión espacial Marco Polo-R, bajo estudio por la ESA, y un micromecenazgo en Verkami para poder contratar a un doctorando que trabaje en este tema.
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