El último tiburón
Gerardo del Villar, submarinista mexicano, fotografía sin jaula a los 10 escualos más peligrosos
A diferencia de las variedades más grandes y majestuosas, que planean por el agua como un portaviones en punto muerto casi hasta que tienen a su presa entre las fauces, el tiburón gris de arrecife entra en frenesí ante la proximidad de la carnaza. Después de morderla, se debate con ella entre las mandíbulas, agitando la cola con furia y lanzando dentelladas a diestro y siniestro.
Con las fotografías que tomó a este rabioso perro de los arrecifes, el submarinista mexicano Gerardo del Villar culminó la última semana de mayo su proyecto de retratar a los 10 escualos más peligrosos sin el amparo de una jaula de protección. En la turística Fiyi disfrutó de una de las expediciones más sencillas de los tres años y seis meses que ha durado la aventura. “Fui con un par de amigos y nos alojamos en Pacific Harbour, al sur de la isla principal del archipiélago”, cuenta Del Villar por teléfono. “Desde allí salimos a un atolón 15 kilómetros al sur con muchos arrecifes, el Beqa Lagoon. Es un cañón entre dos montañas submarinas con una profundidad que va de los 3 a los 28 metros”. La orografía submarina conforma un panal perfecto para los tiburones que acuden a alimentarse, y Fiyi lo explota cobrando unos 10 dólares al día a los visitantes. El tiburón gris se dejó ver enseguida, “hidrodinámicamente perfecto, muy puntiagudo y rápido para atacar”. Aun así, no faltó el momento comprometido del viaje. Gerardo estaba fotografiando a un espécimen cuando se abalanzó sobre él el buzo de seguridad que vigila siempre al cámara en estas inmersiones. “Me tiró hacia abajo justo a tiempo de que pasara sobre mí un tiburón tigre que venía por atrás con la boca ya abierta”.
Del Villar se ha regalado una última etapa sencilla para cerrar un ciclo marcado por los retos logísticos. La creciente dificultad de divisar tiburones le ha deparado momentos de profunda frustración, como los vividos durante las dos expediciones en las que no consiguió dar con el gran tiburón martillo, un cazador solitario que, a pesar de alcanzar los seis metros de longitud, es tan difícil de encontrar en el océano como un camello en mitad del desierto. Poco aficionado a los supermercados de pescado de los atolones, el gran martillo tiene por costumbre navegar aguas profundas sin acercarse a los cardúmenes y las costas. Del Villar terminó cazando su foto a la tercera intentona, el 10 de marzo del año pasado en las Bahamas.
En ese mismo archipiélago fue donde completó la penúltima etapa del proyecto hace ya casi un año. A las Cat Island fue a encontrarse con uno de los escualos con peor reputación del mundo: el punta blanca oceánico. Como responsable del mayor ataque a seres humanos que se tiene registrado, este espécimen entró en la historia de las pesadillas marinas en 1945. El 30 de julio de ese año un submarino japonés hundió con dos torpedos al USS Indianapolis después de que este hubiera descargado en la isla de Tinian su siniestra carga: la estructura de Little boy, la bomba atómica que tres semanas más tarde iba a caer sobre Hiroshima. De los 1.196 pasajeros del crucero pesado estadounidense, unos 300 se hundieron con él en las profundidades del mar de Filipinas. Los 900 restantes quedaron a la deriva sin botes ni chalecos salvavidas, comida ni agua.
El mando naval estadounidense no se enteró del ataque y no envió tropas de rescate. Durante tres días, los supervivientes se mantuvieron a flote nadando en grupos aferrados a los restos del naufragio. De los grandes racimos que formaban se iban desprendiendo poco a poco hombres derrotados por la insolación o por la locura que les invadía al sucumbir a la sed y la tentación de beber agua salada.
El 2 de agosto un hidroavión de reconocimiento localizó por casualidad a los náufragos. Un segundo avión se acercó y, al distinguir a los tiburones devorando cadáveres, amerizó para rescatar a los supervivientes que quedaban, unos 60.
“Yo solo vi un tiburón”, recoge el relato de un superviviente el libro de Doug Stanton In Harm's Way: The Sinking of the U.S.S. Indianapolis and the Extraordinary Story of Its Survivors (St. Martin's Press, 2001): “Recuerdo que me acerqué al animal e intenté agarrarlo porque pensé que podía ser comida. Luego, cuando llegaba la noche, había cosas que chocaban contra ti en la oscuridad o se frotaban contra tus piernas y te preguntabas qué sería. A pesar de ello, en las 110 horas que estuve en el agua no vi a nadie siendo atacado por un tiburón. Con todo y con eso, los destructores que recogieron los cuerpos encontraron una gran cantidad de cadáveres mordidos. He leído en el informe que 56 fueron mutilados. Quizá los tiburones se quedaron satisfechos con los muertos y no necesitaron mordernos a los vivos”.
Me tiró hacia abajo justo a tiempo de que pasara sobre mí un tiburón tigre que venía por atrás con la boca ya abierta”
Conscientes del carácter de descuideros que tienen los punta blanca, los expertos de las Cat Island adiestraron a Gerardo para que no bajara nunca la guardia en su proximidad. “Con esto en mente salimos el primer día a mar abierto en busca de tan temido tiburón”, recoge el submarinista en su cuaderno de bitácora: “Aún no pasaba ni una hora de espera y apareció el primero como si supiera que abordo de lancha venia la comida; y momentos después llegó el segundo. Después de esperar un poco mientras daban vueltas acechando la lancha, por fin llegó el momento y entramos al agua. Una vez dentro del mar se hizo el silencio y todo se tiñó de un color azul profundo mientras que a lo lejos se observaba la gran silueta de un impresionante tiburón que venía surcando las aguas como si fuera un avión jumbo con unas alas largas y redondas”.
Gerardo lleva buceando 20 años. Su proyecto nació de la impresión que le causó un documental del Discovery Channel que reunía a los escualos que más hombres han devorado. “Todo empezó como una búsqueda de adrenalina, pero se fue convirtiendo en una experiencia de reflexión, porque estamos acabando con los espacios marinos”, cuenta. Así que decidió darle un giro a la lista y se marcó un triple objetivo: “En primer lugar, demostrar que el tiburón no es el malo de la película: no son despiadados asesinos sino depredadores incomprendidos. En segundo, crear conciencia sobre la necesidad de proteger a estos animales; y en tercero, documentar las maravillas del océano para la gente que por motivos económicos no tiene acceso a ellas”.
Los 10 más temibles
Del Villar pronto comprobó que la clasificación de Discovery Channel tenía muchos huecos. Los miembros del podio de pesadilla (blanco, toro y tigre) no le resultaron tan mal encarados como el mako o el de punta blanca. El International Shark Attack File, el fichero de ataques de escualos del museo de historia natural de Florida, recoge que, previsiblemente, la mayor cantidad de agresiones son cortesía de los tiburones que se mueven más cerca de la costa, donde suelen estar los seres humanos. Sin embargo, Del Villar ha llegado a la conclusión de que los más agresivos son los especímenes pelágicos , los que viven en mar abierto, en aguas donde la falta de alimentos obliga a ser infalible con los dientes. Su triunvirato letal lo componen el mako, el punta blanca y el azul. “Los tiburones oceánicos se acercan antes que cualquier otro, incluso sin necesidad de sangre de la carnaza: simplemente con las burbujas”.
El punta blanca oceánico atacó a los náufragos del USS Indianapolis, el barco que transportó la bomba de Hiroshima
A pesar de que el submarinista asegura que no ha vivido momentos “malos, malos” con los escualos, cuando empieza a enumerar instantes tensos los pelos se erizan: un encuentro en Florida con 40 animales que comenzaron a volverse agresivos, una sesión nocturna en Tiger beach con unos tiburones limón que le daban topetazos con el morro para comprobar si era comida, mandíbulas que al cerrarse a unos centímetros de la mano suenan como tablones rompiéndose… Riesgos todos que él define como “controlados”. Aunque el control sea un valor muy volátil debajo del agua. “Con la carnada a veces sientes que lo pierdes. Los tiburones se excitan demasiado y entonces hay que salir del área. Por ejemplo, si se rompe una de las cajas estancas en las que guardamos la carnada, se expanden la sangre y las vísceras y hay peligro”.
La decisión de no usar jaula la tomó para resaltar que estos animales son menos agresivos de lo que piensa el gran público. La mayoría de ataques son “por confusión de identidad”, explica, y suceden cuando el tiburón se cree que el hombre que mueve las patitas enfrente de su hocico es en realidad una foca u otra especie más sabrosa. Como los tiburones no tienen manos, prueban con la boca lo que encuentran flotando, y un ser humano no es un plato que disfruten especialmente debido a su exceso de huesos.
“En cualquier caso, que vaya sin jaula no quiere decir que no tome precauciones”, explica Gerardo. Ante un tiburón, los submarinistas avezados identifican a los especímenes más agresivos por las cicatrices que les ha ido dejando su vida de pendencieros. Observar todas las reacciones del escualo es imprescindible para evitar un desenlace dramático. Cuando uno de los animales baja las aletas pectorales y se joroba, está avisando de que se le pasan por la cabeza ideas no muy agradables. “Son muy explícitos. Si ves que no están cómodos contigo, lo mejor es retirarse. Pero siempre hay que tener cuidado: puedes saber mucho de tiburones, pero nadie te asegura que no se hayan levantado de mal humor”.
En casos como los del tiburón blanco, Del Villar fue trabajando progresivamente el acercamiento cuando nadó con ellos en Guadalupe en septiembre de 2011. Primero se sumergió dentro de una jaula. Solo después de un día nadando junto a especímenes que comprobó que no eran agresivos, se atrevió a abrir la puerta y colocarse a unos metros del terrorífico animal.
Un flash contra las dentelladas
Porque las jaulas a veces no son la protección más adecuada. En sus expediciones ha ido acumulando trucos útiles para la supervivencia. Por ejemplo, ha aprendido que la cámara de fotos puede ser el mejor escudo en situaciones comprometidas. En las aguas de la volcánica isla Catalina, en California, comprobó la fiabilidad de esta estrategia para protegerse del ataque de un tiburón mako, un misil de músculo y testosterona capaz de saltar hasta ocho metros fuera del mar cuando quiere intimidar a algún pescador molesto.
Esos días, en una expedición que estaba resultando terriblemente aburrida, Del Villar tuvo un encuentro escalofriante con el animal. Después de horas de inmersión, ningún mako acudía a la cita. “Alrededor de las 4:00 pm, ya cuando parecía que regresaríamos en blanco, hizo su aparición una silueta de color azul eléctrico y, sin pensarlo un segundo, me puse mi visor, aletas y snorkel y entré al mar. Al ver a través de mi mascara, me percaté de que era el único que estaba en el agua, di la vuelta y me encontré frente a frente con su majestad el mako. No hay palabras para describir la belleza y lo electrizante del encuentro. En todo momento puse mi cámara entre él y yo. Con sus afilados dientes comenzó a rodarme como si quisiera quitar la cámara de su camino para morderme. Daba y daba vueltas conmigo y, al ver que no quitaría la cámara de su camino, comenzó a sumergirse para intentar atacar desde abajo, acción a la cual yo respondí de la misma manera colocando la cámara entre nosotros. Era lo único que lo separaba de hacerme daño. Al ver que no me iba dejar, cambió de parecer y fue por la carnada dejándome en paz”, cuenta el aventurero en otro extracto de su bitácora.
Gerardo del Villar nació hace 41 años a unos 200 kilómetros del mar, en Tulancingo, en el Estado mexicano de Hidalgo. Hijo de un ganadero, su padre cuidaba en el rancho vacas y ovejas. Muy pronto, el joven Gerardo le cogió el gusto a moverse entre animales que el ser humano suele considerar poco recomendable frecuentar. “De pequeño conocí a gente que hacía de forcado y me llamó la atención. Los animales poderosos siempre me han gustado y aquello fue llenándome cada vez más”, refiere. Empezaron así 12 años durante los que se enfrentó a más de 600 toros. El arte del forcado, propio de las corridas portuguesas y con gran eco en México, consiste en agarrar por el testuz a un toro embolado en plena embestida y reducirlo con las manos. El primer forcado, el de cara, se coloca en medio de la arena para que el animal lo embista. Seis compañeros se colocan detrás para inmovilizar a la res, y un octavo lo agarra por la cola cuando los demás han terminado para que tengan tiempo de huir. Villar, como no podía ser menos, actuaba de forcado de cara o de rabillero. Y no le faltan las marcas para demostrar que es una afición peligrosa. Del Villar, un hombre corto de estatura pero de complexión maciza, sufrió dos cornadas internas, nueve costillas rotas, dos fracturas del esternón, un hombro dislocado e infinitas cicatrices. “El golpe más grande fue una contusión pulmonar por la que estuve 10 días ingresado”, cuenta.
Dejó la tauromaquia porque el suyo era un arte amateur y no ganaba dinero para vivir. Como no se iba a quedar en casa viendo la televisión, el siguiente reto que se planteó fue lograr la clasificación para los Juegos Olímpicos de Invierno de Turín en la modalidad de snowboard alpino. Llegó a entrenarse con el preparador del equipo estadounidense, Rob Roy, pero nunca alcanzó las marcas necesarias. Entretanto, se contentó con ser presidente de la federación mexicana de pádel
El romance con los tiburones empezó tras una inmersión en Belice. La experiencia le caló tanto que se decidió a seguir un curso para alimentar a los depredadores, y posteriormente convirtió las inmersiones con turistas en su modo de vida gracias a una compañía de buceo que abrió en Cuajimalpa, México DF.
En casa de Barbanegra
El proyecto de los 10 escualos le ha arrastrado a aventuras de un irresistible romanticismo. Entre las más bellas está su excursión entre naufragios en las costas de Carolina del Norte para retratar al tiburón tigre arenoso, el dueño de unas mandíbulas serradas ciertamente escalofriantes.
Morehead presenta uno de los paisajes submarinos más famosos entre los aficionados al buceo. Territorio de Edward Teach, un marinero licenciado de la Marina Real Británica que pasó a ser conocido como Barbanegra en su feudo de Carolina, la profusión de naufragios en la zona no es atribuible a las hazañas del pirata, sino a la combinación de niebla y violentas corrientes. Su acción conjunta ha ido convirtiendo el fondo marino en una sucesión de arrecifes artificiales coronados por alguna curiosidad histórica, como el U-352, un submarino alemán que cometió el error de acercarse a donde no le llamaban.
Si se rompe una de las cajas estancas en las que guardamos la carnada, se expanden la sangre y las vísceras y hay peligro”.
Las estructuras oxidadas de estos buques sirven de refugio a miles de especies de peces, un reclamo inmejorable para los tiburones tigres, que perforan con sus hocicos la tranquilidad de los ojos de buey de los barcos hundidos, deslizándose como fantasmas entre cañones y motores.
Durante tres días Del Villar buceó por el Titan, el USS Indra y en el USCG Spar, visitando bodegas preñadas de tortugas, peces y tigre de arena, de los que llegó a distinguir una veintena. El paseo requería no pocas precauciones, y no precisamente por las tortugas, que a pesar de sus caparazones son también susceptibles de servir de hors d’oeuvre para los tigres de arena. En el estómago de estos carnívoros, a los que su valor y carácter curioso ha empujado a muchos ataques fatales contra humanos, se han encontrado cadáveres de ballena, placas de coche, llantas, botellas de vino y latas vacías.
Ante la pregunta de si no teme que le ocurra como Timothy Treadwell, Grizzly man, Del Valle se ríe. La historia del ecologista entusiasta de los osos que acabó devorado por uno de ellos asegura que no tiene nada que ver con la suya. “Yo tengo claro que los tiburones son depredadores y que tienen mucho peligro. No son tus amigos. Son animales con muchísima testosterona y hay que andar con precaución”.
¿Cuál es la siguiente aventura que prepara? “Ahora tengo un hijo y me gustaría estar más en casa, con cosas más tranquilas”, explica Del Villar. “Creí que este proyecto iba a ser más sencillo, pero cada día cuesta más localizar tiburones y hay que ir a zonas más remotas”, cuenta. Las 10 especies más peligrosas las ha encontrado en América. “México está muy fuerte a nivel de tiburones, con presencia de 104 de los 400 que hay registradas en el mundo, y habría que explotar más ese atractivo turístico. Pero he notado el descenso en reservas claves, por ejemplo, en el mar de Cortés”.
La comunidad científica alerta periódicamente sobre las amenazas a las que se enfrentan los escualos, con cientos de miles de capturas al año. Su población ha decrecido alrededor del 70% a lo largo del siglo XX, según cálculos de ONG de protección medioambiental. La principal causa de su desaparición es la sobreexplotación de las especies de las que se alimentan, aunque también ha jugado un importante papel en su merma el aleteo, la pesca del tiburón para cortarle la aleta y devolverlo al agua a que se desangre. Triste destino para los reyes del mar.
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