Por la foto con el campeón
El boicot europeo a Ucrania se ha ido diluyendo según avanza la Eurocopa La presencia de Rajoy y Monti en la final confirma que la política interna pesa más que las relaciones exteriores
Si Ucrania no fuera, junto a Polonia, una de las sedes de la Eurocopa de fútbol de este año, la presencia de líderes políticos en los palcos oficiales cuando juegan las selecciones de sus respectivos países no habría levantado polémica. Pero el proceso judicial abierto contra Yulia Timoshenko, dirigente carismática de la revolución naranja y primera ministra bajo la presidencia de Víktor Yúshenko, ha convertido un gesto habitual entre los jefes de Estado y de Gobierno en una decisión con trascendencia diplomática. Timoshenko está acusada de haber firmado con Rusia contratos de suministro de gas desventajosos para Ucrania, y lleva encarcelada desde octubre de 2011.
Para su inveterado enemigo, el presidente Víktor Yanukóvich, el juicio contra Timoshenko es la prueba de que el Estado de derecho está consolidado en Ucrania. Para la Unión Europea y Estados Unidos, en cambio, el proceso obedece a razones políticas y está dejando al descubierto una inquietante connivencia entre los poderes Ejecutivo y Judicial. En medio de una y otra posición ha ido abriéndose paso una tercera, a medida que se acercaba la final del campeonato: Timoshenko, dicen quienes la suscriben, “no es ninguna santa”, y recuerdan una singular carrera empresarial que, iniciada en periodo soviético, la llevó desde la dirección de una sociedad de alquiler de películas a la presidencia de una de las principales empresas privadas ucranias, dedicada a la importación de gas ruso.
Arrojar dudas sobre Timoshenko a pocos días de la final de la Eurocopa, que Italia y España disputarán en Kiev mañana, más parece la excusa para justificar la asistencia a los encuentros de los jefes de Estado y de Gobierno que un razonamiento diplomático. Sí lo fue, en cambio, el inicial compromiso de algunos líderes europeos de dejar constancia ante el presidente Yanukóvich del malestar de la Unión por el proceso, que se consideró expresar no enviando delegaciones oficiales a los partidos que se celebrasen en diversas ciudades ucranias, entre ellas Jarkiv, donde está la cárcel en la que cumple condena Timoshenko. Pero según se han ido decidiendo las eliminatorias, y los Gobiernos de los países cuyas selecciones tenían posibilidades de ganar se estaban viendo ante la inexorable disyuntiva de enviar o no delegaciones oficiales, la determinación primera se fue transformando en la búsqueda de argumentos exculpatorios y, llegado el caso, de imaginativas soluciones protocolarias para lograr la imposible cuadratura política de un círculo deportivo: desdecirse del compromiso europeo y, al mismo tiempo, respetarlo. “El verdadero nacionalismo”, asegura el semiólogo Jorge Lozano al contemplar la efervescencia con la que se está viviendo esta edición de la Eurocopa, “se encuentra hoy en los estadios”.
Quizá porque sabía que apelaba a ese sentimiento nacionalista de regreso en Europa, el primer ministro de Polonia, Donald Tusk, coanfitrión del campeonato, aprovechó un reciente Consejo Europeo para convencer a sus colegas de que el boicot sería excesivo: al fin y al cabo, la oposición ucrania no lo ha solicitado y la propia Timoshenko pidió en unas declaraciones desde la cárcel que las delegaciones oficiales asistieran a los encuentros. Tusk tuvo más fácil hacer que los miembros del Consejo Europeo reconsiderasen el eventual boicot a Ucrania que el italiano Mario Monti y el español Mariano Rajoy la negativa a la recapitalización directa de los bancos o a la adopción de medidas inmediatas para aliviar la tensión contra la deuda. El mensaje implícito, no por involuntario menos evidente, es que el conjunto de los líderes europeos no tiene dudas sobre las prioridades de la Unión. El fútbol no puede esperar; en cuanto a las medidas para evitar lo que podría convertirse en una de las mayores catástrofes económicas de la historia, depende.
La materialización de este mensaje tuvo un primer ejemplo en la reunión del G-20 celebrada en Los Cabos: la sesión concluyó a tiempo para que los asistentes pudieran contemplar juntos la retransmisión de uno de los primeros partidos del campeonato, convertido en sobrevenida metáfora de qué tesis económica para enfrentar la crisis se impondrá en el seno de la Unión. La desbordante alegría de Angela Merkel ante un gol de la selección alemana, recogida por los fotógrafos, contrastaba con el gesto indiferente de François Hollande, entre otros. Probablemente, la indiferencia no lo era tanto hacia el gol que acababa de obtener la selección alemana sino hacia el conjunto de la imagen: el mundo estaba a la espera de unas decisiones políticas que lo salvaran de la recesión que sobrevuela todas las cabezas, y los encargados de adoptarlas habían sacado tiempo para dedicar su valiosísima atención a un espectáculo deportivo. “En un momento de tímidas certezas políticas”, subraya Lozano, “rotundas certezas en el fútbol, como si se quisiera triunfar en el G-20 por intermedio del estadio”.
La imagen de los líderes mundiales viendo un partido de fútbol en Los Cabos recordaba como en un espejo invertido una escena repetida en numerosas novelas de guerra y, entre ellas, El miedo, donde el francés Gabriel Chevalier, veterano del conflicto del 14, relata algunos episodios en los que los soldados de uno y otro lado de las trincheras estancadas durante dos años, los mismos que dura esta fase de la crisis, hacían una pausa para intercambiar tabaco, artículos de primera necesidad o noticias sobre viejos amigos y familiares. Si los oficiales, los líderes de entonces, perseguían estas muestras de confraternización, por lo demás una de las pocas pruebas esperanzadoras de que la humanidad subsiste en las más difíciles circunstancias, ¿tendrían ahora los ciudadanos suficientes razones para exigir a los líderes mundiales que, al menos, les ahorren esta escenificación de la indiferencia hacia el sufrimiento que les están infligiendo con sus desacuerdos políticos sobre cómo salir de la crisis, y regresen de inmediato a las trincheras simbólicas de la mesa de reuniones para poner fin a esta pesadilla económica cuanto antes?
Tan simbólicas como las trincheras que se han ido cavando en torno a la mesa de reuniones del Consejo Europeo, o del G-20, son las satisfacciones que los líderes esperan obtener de la presencia en encuentros donde participan las selecciones de sus países. Fotografiarse con los vencedores, piensan esos líderes aconsejados por los asesores de imagen, es una forma de participar en la victoria. En realidad, solo en el caso de que se crea que la imagen de un Gobierno se construye más a través de fotografías que de decisiones. Una mezcla de azar e indiscutible mérito deportivo ha hecho que las dos selecciones nacionales que se enfrentarán en la final del domingo sean las de Italia y España, precisamente los dos países que parecen disponer de más posibilidades de convertirse en las próximas víctimas de la política de austeridad a ultranza impuesta por Alemania, cuya selección, simbólicamente o no, cayó en la semifinal. Si los mercados de deuda fueran aficionados al fútbol, cabría esperar que el simple hecho de que Italia y España se clasificaran para la final de la Eurocopa hiciera descender de inmediato sus respectivas primas de riesgo.
“Ni siquiera relacionando una victoria de la selección con un estado de ánimo colectivo que acabase influyendo en la productividad”, señala Ignasi Nieto, ingeniero y doctor en Economía que, tras su paso por el sector público, ha decidido lanzarse a su propia aventura empresarial, “se podría hablar en serio de la influencia del deporte en la situación económica”. El catedrático de Economía Emilio Ontiveros, por su parte, señala que la relación podría ser, incluso, inversa: “Uno de los principales ingresos de Brasil durante los años difíciles fue la exportación de talentos deportivos”.
Si todo esto es así, lo que cabría preguntarse es por qué los líderes europeos han decidido reconsiderar el inicial boicot y enviar delegaciones oficiales a Ucrania. Podría ser por una irrefrenable afición personal al deporte del balón, en inesperado conflicto con sus deberes públicos. Podría tratarse, también, de que, enfrentados al dilema de prestar apoyo moral a la selección de su país o a la consolidación del Estado de derecho en Ucrania, hayan optado por lo primero. Todo parece indicar, sin embargo, que la decisión de asistir tiene que ver más con razones de política interna, de confianza electoral, que con un conflicto de intereses acerca de quién debe recibir el apoyo moral que supuestamente representa su presencia en el estadio.
“Es la perfecta cortina de humo”, subraya Nieto. Monti, un tecnócrata que no se debe a los electores, sino a los partidos que lo sostienen en el Parlamento, no necesitaba mostrarse junto a la selección italiana para construirse una imagen, y sin embargo ha confirmado que viajará a Ucrania. De esta forma, Rajoy estará más a resguardo de críticas como las que ya recibió por viajar a Polonia al día siguiente de anunciarse el rescate de los bancos españoles. Un alivio para Rajoy, que sin Monti a su lado corría el riesgo de tener que asumir en solitario la responsabilidad por la ruptura del boicot con el que amagó la UE y que ha ido perdiendo fuerza según avanzaba el torneo.
Mañana una de las dos selecciones nacionales que han llegado a la final de la Eurocopa, la de Italia o la de España, cosechará en Kiev un capital simbólico de triunfo. Un capital tentador para un líder político en cualquier circunstancia, pero mucho más para los que llevan demasiado tiempo exhibiéndose impotentes ante la crisis del euro y sus dramáticas consecuencias.
La adopción de metáforas deportivas por parte del discurso político es una moda acentuada durante los últimos años. En parte sobre el sustrato de esta moda podría asistirse mañana a la completa identificación entre la metáfora y lo metaforizado, confundiéndose una victoria deportiva con una correcta gestión de la política contra la crisis. Si la confusión se produjera, no sería una confirmación de que la máxima romana de pan y circo sigue funcionando.
La identificación de la metáfora con lo metaforizado, la confusión de una victoria deportiva con una correcta gestión de la política contra la crisis respondería a una máxima distinta, elaborada desde la anterior y más apropiada para una época en la que los asesores de imagen son quienes tienen mayor ascendiente sobre el emperador. La máxima nueva sería, “a falta de resolver el problema del pan, fotografiémonos con los atletas que venzan en el estadio”. Al fin y al cabo, Yulia Timoshenko también podría, si quisiera, seguir el partido desde la cárcel y la Unión Europea avanzar en su política exterior común.
Bien es verdad que no será una política exterior inspirada por principios demasiado grandes, sino por las posibilidades de imagen que ofrece un deporte de masas. Pero la Unión Europea siempre se ha construido poco a poco, y tal vez partiendo de la instrumentalización política de unos resultados de fútbol llegue algún día a ser intransigente en materia de garantías procesales y hasta de derechos humanos. Como cuenta Ignasi Nieto, lo que más sorprendía a un abuelo suyo, funcionario represaliado del Ministerio de Obras Públicas al terminar la Guerra Civil, era que, por instrucciones de la superioridad, el racionamiento de combustible no se aplicase a los camiones o autobuses que transportaban a los equipos de fútbol o a sus hinchadas. La máxima, el programa político se reducía a que hubiera circo aunque no hubiese pan.
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