Dispararnos en el pie
La ayuda española al desarrollo corre el riesgo de entrar en una fase de deconstrucción
Esta semana se ha presentado el resultado de una encuesta de la Fundación Gates y Unicef en el que se afirma que tres de cada cuatro españoles son partidarios de mantener o elevar los recursos de la cooperación internacional. Los jóvenes, en particular, apoyan con entusiasmo desde sus colas del paro un aumento acelerado de la financiación que nos permita alcanzar el 0,7% en 2015.
Por decirlo de forma suave, estos números deberían ser tomados con una pizca de sal. Después de un año y medio en el que los Gobiernos de Zapatero y Rajoy han convertido los presupuestos de la ayuda en el Extraordinario Fenómeno Menguante, lo cierto es que nadie en España (empezando por las ONG) ha levantado la voz para protestar. Más aún, estoy convencido de que el verdadero coste político para el Gobierno hubiese estado en no tocar los presupuestos. ¿Se imaginan los litros de tinta amarilla que iban a correr a cuenta de tres o cuatro proyectos africanos de nombre exótico?
Pero una cosa es no tocar los presupuestos y otra afeitarlos con guillotina. A falta de saber qué ocurrirá tras las elecciones de marzo, la ayuda española al desarrollo corre el riesgo de entrar en una fase de deconstrucción. Y eso sería un grave error estratégico, además de una inmoralidad. Para un país como el nuestro, cuyas capacidades económicas y militares son —ejem— mejorables, la cooperación constituye una herramienta insustituible de influencia internacional. A ver si va a resultar que mantenemos nuestro puesto de invitados en el G-20 por la fortaleza de las cuentas públicas y la percha del presidente.
Cualquier movimiento en la dirección correcta necesitará del liderazgo interno de algunos sectores ilustrados del Gobierno (los responsables de la cooperación lo son), pero también del apoyo de una opinión pública que se levanta cada mañana en la telaraña de nuestra propia crisis. Quienes quieran salvar los muebles de la cooperación deben garantizar a los contribuyentes el valor económico y moral de su dinero: concentrar los recursos en un puñado de países y sectores; evaluar la calidad de los organismos multilaterales a los que apoya España; y hacer un esfuerzo intenso de pedagogía pública que explique el impacto de los recursos.
Tengo la certeza de que los españoles son muy conscientes del sufrimiento ajeno y están dispuestos a actuar en consecuencia, algo que no se puede decir de algunos políticos y líderes de opinión. Pero sería ingenuo pensar que su solidaridad va a ser apuntalada a base de encuestas creativas. Necesitamos convencernos todos de que acabar con los programas de ayuda es lo más parecido a dispararnos en el pie.
Gonzalo Fanjul es autor de el blog de EL PAÍS 3.500 Millones.
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