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Tribuna
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Steve y Fernando

Miles de horas, de días, de dudas; de buscar financiación, de artículos rechazados y finalmente publicados...Sufriendo y disfrutando con el mejor oficio del mundo

Entonces yo conducía un viejo Renault 5 en el que lo más vistoso era un adhesivo con la coloreada manzana de Apple que decía: ‘I’d rather be driving a Macintosh’ (preferiría conducir un Mac). Entonces no sabía que Steve Jobs moriría joven de un cáncer de páncreas, ni que en los siguientes veinticinco años dedicaría infinitas horas de mi vida a intentar descubrir las causas de este tumor, el más letal de cuantos afectan a las personas; tanto, que en ciertos años su mortalidad supera a su incidencia. Cuesta decirlo: Jobs tuvo suerte, pues el cáncer de páncreas neuroendocrino que sufrió, rarísimo, tiene una supervivencia muy superior al tipo exocrino que a más personas afecta; éste mata más rápido. Dudo que alguna vez sepamos por qué Jobs tuvo esa maldita suerte. Duele reconocerlo. Y duele que nos duela a tan pocos, los que intentamos ser coherentes con la certeza de que si no conoces las causas de una cosa, tragedia, enfermedad… no la puedes prevenir.

Entonces también volvió a España Paco Real, y Núria Malats empezó a investigar con nosotros, y entre los tres –y la exigencia/confianza de Joan Clos, Jordi Camí y Ferran Sanz, en un IMIM pre-olímpico que se caía a pedazos– empezamos a hacer la primera epidemiología clínica y molecular que se hizo en aquel país empeñado en dejar atrás la rancia fantasmagoría franquista. Más o menos. Miles de horas, de días, de dudas; de buscar financiación, de artículos rechazados y finalmente publicados. Pienso –sí, con mucha emoción– en Laia, Júlia, Joan y Anna, nuestros hijos, y en la amable concavidad del tiempo: que pudiésemos dedicar a los peques otras cien mil horas… Y en que seguimos vivos. Amigos. Sufriendo y disfrutando con el mejor oficio del mundo.

Las uñas. Las uñas en las que muchos años más tarde un laboratorio atómico en Nueva Inglaterra ha detectado plomo, cadmio, arsénico, níquel, selenio… Esas las recortaron en 1992-1995 (¡las hemos guardado más de 15 años!) jóvenes becarios indómitos como Esteve Fernández o Josep Lluís Piñol. No era fácil: la gente se arregla antes de ingresar en un hospital. Se recorta las uñas, se las pinta: enojoso, si sabes que algún día las necesitarás impolutas para analizar su invisible carga tóxica. Demacrados, ictéricos, en las pezuñas del dolor, la buena gente se arregla. Aunque una campana lejana allá en la barriga (por donde silenciosamente segrega hormonas esa pequeña esponja gris y rosácea, el páncreas) les anuncia que la cosa, el ingreso, las pruebas… no van a terminar bien. No era fácil pedir un trozo de uña, una ceja (para ADN), orina, sangre, la entrevista… y menos aún unos milímetros de páncreas (si el paciente llegaba a quirófano). Pienso en Luisa Guarner y en los médicos cabales que se arremangaron tantas tardes, hasta la noche (nada de “privada”), revisando cada palmo de historia clínica de los 602 pacientes. Los conocían como a su propia mano.

Pocos sentimientos son más dulces y agrios para un médico que el placer de bruñir largamente los datos de un estudio y el vivo recuerdo de los muertos. Porque ya todos los pacientes de nuestro estudio –que son nuestros de esa antigua manera– han muerto. Ya no pienso en el carismático Jobs, tan engañosamente cercano, sino en alguien más carismático, más valiente. Murió hace dos años, a la misma edad que Jobs, año más, año menos: Fernando Martínez, el trabajador de Monzón que tras dos décadas con el cuerpo inmerso en tóxicos organoclorados en una fábrica de desidia e insensatez, un día escuchó, en la paz del Pirineo que amaba, el tañer de su cáncer de páncreas. Entonces decidió que su muerte no sería vana: quiso que se reconociesen las causas laborales del tumor. Lo veo firme a las puertas del juzgado, sereno, hablando conmigo y sus compañeros del sindicato. Oigo las preguntas ignominiosas y torpes que nos hicieron los abogados de la empresa, de la mutua, y del Estado, en el juicio que todavía tuvo fuerzas de librar. Y de perder. Esas son las cosas, las tragedias, las injusticias que nuestros estudios desean prevenir.

Miquel Porta es investigador y catedrático de salud pública en el Instituto de Investigación del Hospital del Mar y la Universidad Autónoma de Barcelona

 

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