_
_
_
_

Por qué lavarse el pelo ha sido un quebradero de cabeza desde el inicio de la historia de la humanidad

Desde el Antiguo Egipto hasta la invención del “SPA capilar” pasando por las sesiones en la peluquería de nuestras abuelas: la higiene capilar ha sido una obsesión de todas las civilizaciones

Una peluquera lava la cabeza a una mujer (Foto de David Turnley/Corbis/VCG via Getty Images)
Una peluquera lava la cabeza a una mujer (Foto de David Turnley/Corbis/VCG via Getty Images)David Turnley (Corbis/VCG via Getty Images)

Cuando hoy entre en la ducha a lavarse el pelo con un champú líquido piense que este gesto es un acto reciente: apenas tiene un siglo. Para que ocurra, hemos necesitado vivir en una casa con una ducha, que alguien inventara ese cosmético y que la sociedad considerara que somos más valiosos con el cabello limpio que sucio. Además, no es lo mismo hacerlo en vertical, reclinados o en horizontal, lavarlo o que nos lo laven. Quién no ha visto Memorias de África.

Lavarse el pelo es un gesto semiautomático cargado de historia, simbología y paradojas: ni tiene un origen femenino, ni la palabra champú es inglesa, ni es necesario ese cosmético para tener la melena limpia; ni siquiera es necesario lavarla y ahí están los champús secos para confirmarlo. Además, tradicionalmente, se ha usado la expresión “lavarse la cabeza” cuando, hasta hace poco, no hemos sido conscientes de la importancia del cuero cabelludo. Cuando nuestras madres y abuelas se lavaban la cabeza, se estaban lavando el pelo. Aún no se conocía que el cuero cabelludo es piel y es vital para la salud y belleza de la melena.

Una mujer se lava el pelo en una imagen de los años sesenta.
Una mujer se lava el pelo en una imagen de los años sesenta.Keystone (Getty Images)

Comencemos por el principio: nos vamos al Antiguo Egipto. Entonces, la melena se limpiaba con saponaria, una hierba conocida por sus propiedades antibacterianas y agua con limón y se acondicionaba con aceites de oliva, almendra o animales que funcionaban como lo que hoy llamaríamos mascarillas. Las pelucas, muy comunes, protegían de la suciedad y los insectos y eran una gran herramienta de comunicación, como siempre es el cabello, sea verdadero o falso. En el año 2000 a. C. se preocupaban por el pelo igual o tanto como ahora: existe un relieve en el Brooklyn Museum que muestra a una persona peinando a Nefertiti. La cara de satisfacción de la reina es la misma que vemos hoy en una peluquería. Los antiguos griegos también usaban aceite de oliva para acondicionar; lo unían a una mezcla de agua hervida con flores y lo aplicaban al cabello mientras lo masajeaban. En esa época nacen las primeras barberías, que eran espacios de reunión y esto se vería también en la Antigua Roma, donde se llamaban tonstrinae. El cuidado del cabello en los hombres era social y el de las mujeres privado. Esto cambiaría con el tiempo hasta casi darse la vuelta, pero faltaban un par de miles de años. Durante toda la Edad Media, el cabello estuvo tapado, aunque eso no implica que no se cuidara. Se intentaba mantener limpio mediante métodos indirectos, como el peinado, que siguen funcionando. Las trenzas tirantes y recogidos firmes ayudaban, y además se cubrían con un velo. Esto no difiere mucho de cómo la higiene en el pelo afro, que, además, por sus características, no requiere lavados tan frecuentes como el cabello de las personas blancas. Esto lo explica con detalle y gracia Demma Dabiri en su libro No me toques el pelo, en el que se defiende la potencia simbólica y política de ese tipo de cabello. El suyo lo lava cada dos semanas.

Damos otro salto en el tiempo, esta vez hacia adelante, y viajaremos a la India ocupada por Gran Bretaña; allí se originó la palabra champú, que tan alegremente usamos. Los británicos observaron que los locales se lavaban el cabello con un emplasto que contenía unos frutos procedentes de los Sapindus. Estos tienen la misma propiedad de los jabones, son tensoactivos y los hervían con grosella espinosa india seca o amla y usaban el extracto colado para la higiene capilar; los británicos vieron esto y quisieron imitarlo. Además, en la era colonial conocieron la palabra chāmpo, que en hindi significa “presionar”, “amasar los músculos” o “masajear” y es lo que se hacía antes de aplicar ese ungüento. Hoy, en las mejores peluquerías se realiza un masaje del cuero cabelludo el cabello antes del lavarlo. La palabra inglesa shampoo es una adaptación al inglés del chāmpo indio y la trajo a Europa Sake Dean Mahomed, un bengalí que abrió en 1814 un centro de masaje capilar para hombres en Brighton al que acudía el propio rey Jorge IV. Unos años antes, en 1805 se había fundado en Londres Truefitt & Hill, que se considera la primera peluquería, tal como conocemos hoy, del mundo; un pequeño detalle: era para gentlemen. El cuidado del cabello masculino seguía siendo más público y el de la mujer, más casero. Al fin y al cabo, ese era su territorio. Ellas se lo limpiaban en privado, que no significa que se lo lavaran. Usaban el cepillado, un sistema que elimina el polvo, distribuye los aceites y airea la melena. La norma de “los 100 cepillados”, que aparece en la era victoriana exigía tiempo, por tanto, estaba reservado a las clases altas. Desde entonces, tener el pelo limpio ha sido un marcador de clase y ha estado vinculado a la belleza. Hoy, cien golpes en el cabello pueden resultar excesivos, pero cepillar con regularidad y una herramienta adecuada por la noche o antes de lavarlo sigue siendo una manera eficiente de espaciar lavados. Nos cepillamos por debajo de nuestras posibilidades.

El champú para uso doméstico surgió en Alemania gracias a un químico berlinés: Hans Schwarzkopf, cuyo apellido nos suena. Él inventó en 1898 unos polvos con aroma a violeta llamado Schaumpon que se mezclaban con agua y se aplicaban sobre el cabello. La palabra ya estaba en el aire. The New York Times publicó un artículo el 10 de mayo de 1908 titulado “How to shampoo the hair”, que afirmaba que la adecuada era una vez cada 15 días. Ese titular hoy tendría un buen clickbait. Años más tarde, en 1927, se formuló el primer champú líquido. Aún faltaban décadas para ser el producto amable con el que nos lavamos, pero al menos tenía una intención de hacer más fácil el lavado en casa. Anotemos este nombre, Drene: fue el primer champú con surfactantes sintéticos, mucho menos agresivos que el detergente que antes se usaba. Fue lanzado en 1930 por Procter&Gamble, otra marca reconocible. La industria se había puesto las pilas y ya nunca bajaría el ritmo de innovaciones. Ahora sí: había nacido el champú.

Ya solo hacía falta que las casas tuvieran agua corriente, un pequeño detalle, algo que no surgiría hasta los años cincuenta en España. Con grifos ya era fácil lavarse el cabello: primero se haría con barreños de agua, más tarde en el lavabo y, cuando se pudo, cerca de los años ochenta, en la ducha. La historia de la higiene capilar camina de la mano del progreso. La industria cosmética se complicaría mucho más a medida que avanzara el siglo XX hasta llegar a hoy. El mercado está saturado de prechampús, cepillos para distribuir el champú y masajear el cuero cabelludo, sérums, mascarillas, aceites nocturnos y diurnos, perfumes de cabello y productos de acabado que logran que el cuero cabelludo esté sano y que el pelo no nos de quebraderos de cabeza, valga el chiste fácil. Como decía Phoebe Waller-Bridge en Fleabag: “El cabello lo es todo”.

Un retrato de Kitagawa Utamaro que refleja a una mujer lavándose el pelo. Grabado de 1800 - 1805.
Un retrato de Kitagawa Utamaro que refleja a una mujer lavándose el pelo. Grabado de 1800 - 1805.Sepia Times (Sepia Times/Universal Images Gro)

Con esta saturación de productos lavarse el pelo en casa cada vez es más complicado: ¿lo hacemos con los productos adecuados? Es fácil sentir que nos estamos perdiendo un cosmético mejor y, probablemente, así sea. La partícula reflexiva “-se” esconde una gran carga. Lavarse el pelo a una misma es un gesto higiénico más o menos terapéutico. Que te laven el pelo tiene otras connotaciones y pueden ser positivas o negativas. Las personas enfermas o algunas ancianas necesitan ayuda para tener el cabello limpio; es cosa de dos. O se puede acudir a la peluquería con ligereza, sin más urgencia que la estética. O puedes ser Meryl Streep en la escena de Memorias de África en la que Robert Redford le enjabona y enjuaga la melena; ese momento que ha pasado a la historia de la cultura popular como el epítome de la seducción y la intimidad en una pareja de amantes. ¿Sería el significado diferente si ella se lo lavara a él o si ella se lo lavara a sí misma? La respuesta es un “sí” rotundo. Nunca fue igual que laven el cabello o que sea lavado por alguien. Los peinados elaborados y el cabello cuidado presuponían, desde la era romana, tiempo libre, vida social y posibles hasta hoy. Esto se extiende a lo largo de la historia. Es distinto lavarse el cabello en un fregadero, como muchas mujeres hacían en España hasta los años sesenta, que acudir a la peluquería una vez a la semana. El lavabo llegó antes que la ducha y fue el lugar donde muchas mujeres españolas se lavaban el cabello hasta los años setenta. Aún se hacía por higiene y estética y no lo habíamos cargado con la responsabilidad de mejorar nuestro ánimo. Hoy, en una sociedad ocupada y preocupada por la salud mental, cualquier acto cotidiano puede tener la capacidad de hacerlo.

No lavarse el pelo también es un gesto cargado de significado. Y puede estar lleno de tristeza: pensemos en las rupturas amorosas o situaciones dolorosas. Honorio M. Velasco Maillo y Sara Sama Acedo, autores de Cuerpo y Espacio (Ed. Universitaria Ramón Areces, 2019) escriben que el “no tratamiento del pelo, como ocurre en casos de ascetismo o de luto, es de una dejación intencionada”. Ellos denominan al cabello material sensible. No lavarlo también puede ser una actitud de antisistemas cosméticos. La tendencia no poo aboga por abandonar el champú basándose en la teoría de que sus químicos eliminan las grasas beneficiosas. La doctora Lola Conejo-Mir, dermatóloga de Sevilla y miembro de la AEDV, Academia Española de Dermatología y Venereología, la desmonta de esta manera: “Es correcto que un lavado excesivo puede aumentar la producción de sebo, aunque no podemos afirmar lo contrario: no lavar en absoluto el cabello no va a hacer que no produzcamos nada de sebo. La cantidad de grasa que produce cada persona está determinada hormonalmente y no exclusivamente por la cantidad de veces que nos lavemos el pelo”. Esta asociación tampoco defiende la alternativa al champú que plantean los defensores de la no poo: una mezcla natural con agua, bicarbonato y vinagre; según ellos aumentaría el riesgo de infecciones en el cuero cabelludo. Hasta Robert Redford usó champú en medio de la sabana africana.

Las peluquerías saben que ese gesto va más allá de la higiene: hay un componente de relajación y de liberación en él. Eva Villar, fundadora de Eva Villar Beauty y un referente en peluquería con dos décadas de experiencia lo confirma: “En los últimos años ha cambiado es el tiempo que le dedicamos al masaje y al ‘cariño’ durante el lavado. Hace años, este era un servicio más básico, donde se buscaba la practicidad, sin embargo, hoy en día, todo tipo de cliente está familiarizado con el bienestar que produce un buen lavado de cabeza y hay más conexión con el autocuidado. Hoy, el paso por el lavabo se ha convertido en la parte quizás más apetecible de los servicios del salón”. Antes de la aparición de las peluquerías, muchas mujeres confiaban el propio servicio doméstico (quien lo tenía) para hacerlo. A finales del siglo XIX, Martha Matilda Harper abrió en Estados Unidos el primer salón de peluquería. Lo llamó The Harper Hair Parlor; ella inventó la silla reclinada, aunque no la patentó. Además, ideó algo mejor: para atraer a las mujeres, que se cuidaban el cabello en casa, empezó a formar a chicas jóvenes y a emplearlas en su salón para que pudieran tener sus propios negocios. Según el libro, La belleza del siglo, (VVAA Ed. Gustavo Gili Moda), entre los años veinte y treinta se abrieron en Francia más de 25.000 salones en Francia porque las mujeres querían cortarse el pelo y a su abrigo se desarrollaría la industria cosmética capilar. Pronto, las peluquerías se convirtieron en lo que serían durante décadas: un espacio seguro de confidencias y de escape. Su poder terapéutico quedó claro durante la pandemia: fueron nombradas bien de primera necesidad por el Gobierno. No hay que acudir a ellas una vez por semana para confirmar que lavar el cabello genera buenas sensaciones: significa que controlamos nuestra higiene, nos cuidamos y respetamos. Sabemos, también, que mejora el ánimo. Así piensa la diseñadora Anya Hindmarch, que tituló If in Doubt Wash Your Hair, un libro en el que daba consejos para vivir mejor. Cuando la vida nos supere, lavémonos el pelo.

El lavado de cabello en la peluquería se sigue realizando en sillas parecidas a las que inventó Martha Matilda Harper, a menos que acudamos a un Hair Spa, donde se lleva a cabo en una camilla. Existen. Esta tradición de spas centrados en el cuidado capilar es común en Japón, pero difícil de encontrar en España. En Madrid, el hotel Villamagna esconde uno: el Claudia di Paolo Hair Wellth Spa. Los tres tratamientos que ofrece (Reset, Reveal y Discover) se realizan en horizontal, incluso el lavado, y en albornoz. Su fundadora, Claudia di Paolo, cuenta que “esto permite tener todo el cuerpo relajado. Cuando estás en esta postura ayudas a que el riego sanguíneo fluya y eso permite nutrir mejor el bulbo del cabello”. En este spa tan singular, el único de Europa, se ofrece una combinación de terapias de bienestar que incluyen baño de sonido, head yoga y masaje efluragge corporal. Es un culto a la relajación total. Su fundadora insiste en “la sensación de bienestar que genera, además de los beneficios para el cabello”. Madrid, según ella, está respondiendo a esta propuesta de manera “maravillosa”.

Una mujer se lava el pelo en una pintura de 1886.
Una mujer se lava el pelo en una pintura de 1886.Sepia Times (Sepia Times/Universal Images Gro)

Tras siglos haciéndolo casi a diario aún no hemos perfeccionado el noble arte de lavarnos el pelo en casa. Eva Villar resume los errores más comunes: “La mayoría de la gente piensa que el champú se aplica en el cabello, cuando realmente hay que aplicarlo, frotarlo y extenderlo en el cuero cabelludo, dejando que desde ahí resbale hacia el cabello. Otro equívoco es aplicar el producto directamente sobre la cabeza, el producto debe echarse en las manos con poca cantidad e ir distribuyéndolo por todo el cuero cabelludo uniformemente antes de proceder a frotar y masajear. Hay que aclararse bien el cabello, eso deja residuos y a veces puede provocar incluso caspa y descamación”. Esta peluquera recomienda pedirle a un profesional que nos enseñe a hacerlo. Buena idea.

El futuro es como el presente, pero más caro. Hoy, parte de la industria se empeña en que nos lavemos con nuestras abuelas, con pastillas de jabón y usando aceites en lugar de champús con espuma. La gran mayoría de las marcas, sin embargo, abogan por unir la naturaleza a la tecnología sin olvidar las sensaciones; es decir, buscan resultados y placer. Ya apenas quedan champús que tengan ese nombre, a secas, en su envase. Todos tienen apellidos: para cabello dañado, coloreado, cano, exfoliante, para cuero cabelludo, con ácido hialurónico… El lenguaje del skincare o el cuidado del rostro se está trasladando al del cabello. Uno de los desafíos del futuro será cómo ahorrar agua y tiempo. Lavarse la cabeza (del cráneo a las puntas de la melena) nunca ha sido, a la vez, tan sencillo y tan complicado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_