El legado de Lucía: las muestras de su extraño tumor alumbran las resistencias de este cáncer a los tratamientos
La donación de tejido cerebral de pacientes fallecidos sirve a la ciencia para descifrar las artimañas de las células malignas para burlar al sistema inmune


Lucía García tenía apenas ocho años cuando le diagnosticaron un extraño tumor cerebral, muy agresivo e incurable. Era un glioma difuso intrínseco del tronco encefálico (DIPG, por sus siglas en inglés), un cáncer muy poco frecuente —apenas se diagnostican una veintena de casos cada año en España—, pero capaz de burlar al sistema inmune y escapar de todos los tratamientos disponibles para intentar neutralizarlo. La niña falleció un año después del diagnóstico, pero dejó un legado que puede sentar las bases para ayudar a virar el pronóstico de una enfermedad devastadora: las muestras de su tumor, donadas por sus familiares, han permitido a la ciencia estudiar la agresividad de este cáncer e investigar también potenciales dianas terapéuticas para destruirlo.
“Las muestras del tumor de Lucía han servido para mucho. Se han justificado ensayos clínicos usando este tumor”, asegura Ángel Montero, jefe del grupo de tratamiento del cáncer pediátrico del Instituto de Investigación Sant Joan de Déu de Barcelona. Precisamente, este investigador ha recurrido a muestras del tumor de la niña y de otros pacientes para desvelar las artimañas del DIPG para burlar al sistema inmune. En un artículo reciente publicado en la revista Neuro-Oncology Advances, los investigadores del Sant Joan de Déu han descubierto que este tumor refuerza los vasos sanguíneos de su entorno para impedir que penetre cualquier tratamiento y secreta también unas proteínas que lo camuflan del sistema inmune.
Lucía tenía ocho años cuando le empezaron unos extraños dolores de cabeza. Eran inespecíficos, pero persistentes. Cada vez más frecuentes. Los médicos hipotetizaron que podía ser algo de la vista, sin más. Pero un día, sus padres notaron que también empezaba a trabársele la lengua y uno de sus ojos hacía movimientos raros, y la llevaron a Urgencias. Una resonancia magnética reveló la realidad y el peor de los pronósticos: un tumor en el cerebro estaba causando todo eso.
La pequeña ingresó ese mismo día en el Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona para empezar el tratamiento, pero los médicos fueron francos con la familia desde el primer momento, recuerda Alfonso García, padre de Lucía: “Nos explicaron la enfermedad y también un poco la secuencia de lo que iba a suceder. Y lo clavaron”. No hay tratamientos curativos y la esperanza de vida tras el diagnóstico es inferior a dos años.
Cuenta Andrés Morales, director asistencial del Pediatric Cancer Center del Sant Joan de Déu, que un diagnóstico de DIPG es “una de esas pocas situaciones” en la que el equipo médico se sienta con la familia y ya desde el primer momento le explican que no hay tratamiento curativo. “Cuando comprobamos que es un DIPG de alto riesgo, sabemos que en nueve de cada 10 casos, el paciente va a fallecer en los primeros dos años. Y fallecen perdiendo facultades neurológicas. La mortalidad es casi universal y, además, la familia ve deteriorarse al paciente. Es muy duro”, señala Morales.
Ha pasado más de una década de aquella primera vez que Lucía y su familia cruzaron las puertas del Sant Joan de Déu, pero Montero todavía tiene un recuerdo nítido de la niña, de cuando visitó su laboratorio, de las esperanzas depositadas en un ensayo clínico en el que la pequeña participó —él no es médico, pero sí estuvo presente cuando probaron con ella una vacuna antitumoral—. La menor fue también una de las primeras pacientes a las que se sometió a una biopsia del tronco cerebral en el hospital, rememora: “La de su tumor fue nuestra cuarta biopsia. Y fue muy importante porque pudimos tener ese tumor, inmortalizarlo en el laboratorio, amplificarlo, estudiarlo y usarlo para muchísimos estudios y para compartirlo con decenas de laboratorios internacionales. Este tumor está, aproximadamente, en 40 o 50 laboratorios de todo el mundo”, destaca Montero.
Lucía no pudo verlo, pero gracias a las muestras de su tumor —tomadas en el diagnóstico, pero también cuando falleció—, la ciencia ha ido dando pasitos adelante para entender este extraño cáncer. Explica Montero, por ejemplo, que, al disponer de muestras de tejido tumoral del principio y del final del proceso, se pudo ver la diferencia entre un tumor no tratado y cómo esas células malignas evolucionaron a lo largo del tiempo y tras recibir diversos tratamientos —la niña se sometió a quimio y radioterapia, además de la vacuna antitumoral experimental—. “El hallazgo principal es que no cambia casi nada: los tumores iniciales están muy vacíos de células inmunitarias y los tumores finales persisten vacíos de células inmunitarias. Ahí no ha pasado nada. ¿Cuál es la razón? No somos capaces de llegar a esos tumores con ningún tratamiento. Y ahí está la clave", apunta el científico.
El tumor de Lucía está, aproximadamente, en 40 o 50 laboratorios de todo el mundo"Ángel Montero, científico del Instituto de Investigación Sant Joan de Déu de Barcelona
Junto a la donación de otra treintena de familias, las muestras del tejido cerebral de la pequeña les han servido también a Montero y a su equipo para profundizar todavía más en el comportamiento de este tumor y desentrañar por qué estas células malignas no responden a ningún tratamiento.
A partir del análisis de muestras de tejido cerebral, líquido cefalorraquídeo y sangre de pacientes con DIPG y de experimentos in vitro con células humanas y modelos animales, el equipo de científicos del Sant Joan de Déu reveló que las células tumorales pervierten todo lo que está a su alrededor. “La importancia de estas células de las biopsias es que pueden crecer en el laboratorio. Lo que hemos demostrado es que si nosotros después las ponemos en contacto con otras células que hay en el cerebro, que son en teoría células normales, como los macrófagos [un tipo de células del sistema inmune], vemos que todo eso que toca a ese tumor queda malignizado, se vuelve protumoral”, explica Montero.
Los investigadores han descubierto que las células tumorales secretan dos proteínas que cambian el entorno a su alrededor para escapar del sistema inmune. “El tumor secreta unas sustancias a su microambiente que hace que los macrófagos se vuelvan protumorales. Es decir, que de repente esos macrófagos no se enteran de nada y de hecho inactivan a los linfocitos que puedan llegar por allí”, expone. Además, estas sustancias provocan que los vasos sanguíneos estén más sellados, que sean impenetrables: “Si ya de por sí en nuestro cerebro, los vasos sanguíneos están especialmente bien sellados para que no se intoxique con cualquier cosa, en presencia del tumor, esos vasos sanguíneos se aíslan todavía más: están mejor cerraditos para que no entre la quimioterapia y secretan unas proteínas que inactivan a los linfocitos. O sea, todavía peor”, lamenta el científico.
Posibles dianas terapéuticas
Según esta investigación, el tumor se atrinchera detrás de una muralla de mecanismos moleculares muy robusta. Pero Montero, aunque consciente de la complejidad de esta enfermedad, se muestra optimista: “Tenemos dos posibles dianas terapéuticas para poder atacar más. Ahora sabemos que esos vasos sanguíneos y también los pericitos [células que se encuentran en la pared de los vasos] secretan una proteína que se llama B7H3. Y en el mercado científico hay terapias antiB7H3. O sea, que ahora ya conoces al enemigo y sabes qué puede atacarlo. Entonces, por un lado, creo que la terapia antiB7H3, considerada una inmunoterapia, tiene mucho futuro y hay investigadores en Seattle que ya lo están investigando. Por otro lado, la barrera hematoencefálica está más intacta. Por tanto, tenemos que desarrollar fármacos que estén modificados químicamente para poder traspasarla”, reflexiona el científico.
Para Morales, todos estos hallazgos “son puertas que se van abriendo y se han de explorar”. Pero mide sus expectativas. “Hay una brecha entre la investigación y la clínica. Es en la traslación a la clínica donde encontramos la dificultad. Es un proceso sumamente complejo. A pesar de que conocemos cada vez mejor la biología del tumor, el tratamiento no ha cambiado significativamente en estos años. Después de casi 300 ensayos clínicos, muy poco se ha movido la curva de supervivencia. Aunque ahora parece que la inmunoterapia puede funcionar en un subgrupo de pacientes”, señala.
Alfonso García y Noelia Gómez, padres de la pequeña Lucía, guardan en el legado de su hija todas las esperanzas. “Ante esta enfermedad, como padre, te quedas impotente. No puedes hacer nada. Absolutamente nada. Esto, al menos, es algo. Y piensas que si no nos ha servido a nosotros para no perder a nuestra hija, al menos, que sirva para otras familias en un futuro”, asume García. “Quizás falta mucho para encontrar una cura para esta enfermedad, pero de una investigación pueden salir beneficios para otras muchas enfermedades y eso es muy valioso para mí”, añade la madre.
Aquella primera visita de Lucía y su familia al laboratorio de Montero dejó una huella científica que todavía no ha escrito su final. Las muestras del tumor de la pequeña siguen viajando por los laboratorios de medio mundo, pero también el hermano de la niña, Sete, que entonces tenía 10 años, descubrió durante la enfermedad de la pequeña, “un mundo, el científico, que no sabía que existía”, cuentan los padres. Y algo anidó ahí, porque hoy el joven está estudiando Biotecnología en la universidad y acaba de hacer una estancia de investigación, precisamente, con Montero, en el mismo laboratorio que una década atrás visitó por primera vez de la mano de su hermana.
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